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EN LA TERRAZA CON AROMA a cóctel de brisa diurna, Helena y Paris se contemplan, distantes: son miradas discretas bajo el fragor del sol. Y al llegar la noche, sus torsos anaranjados por la luna, ocultos y desnudos, se unen al amparo de Afrodita, que al mar susurra.
Pero agosto avanza inexorable; también las horas de cielo estrellado, de más reencuentros furtivos. Temen la llegada del alba. Y Helena la imagen del incauto esposo, ahora portador de copas en bandejas plateadas, hollado tras el trasiego nocturno.
El amanecer emerge, como heraldo de otra cálida jornada, y un vigilado olor a café en el descanso marital. Le suceden horas muertas de miradas cómplices, separadas: Helena y Paris el ocaso del sol aguardan.
«Buen servicio, cariño», desea Helena a su fiel camarero. Y recibe un beso legítimo de sol decreciente… «Pocas vigilias más nos separarán», sonríe él. Y le da un segundo beso de cielo crepuscular… «Que la fortuna, sin mi presencia, te cuide al anochecer. El verano nos llegará en septiembre», generoso añade. Y comparten el tercer beso, iluminado por las primeras farolas…
Mas regresa el contubernio de Afrodita y la luna, que alumbra la arena ya menos concurrida. Helena y Paris se abrazan. Otra vez yacen juntos y el anaranjado mar se erige en juez silencioso. Algún bañista desconocido bracea a lo lejos, discreto, como si de un pez observador se tratara.
Las horas, que a las gaviotas durmieron, transcurren deprisa. La aurora se acerca un día más; también septiembre: Helena y Paris dejan caer sus párpados de vislumbrada tristeza.
La jornada avanza. Terrazas repletas; madres, niños, colchonetas; turistas foráneos y patrios. Todos cercanos a esa playa, ahora lícita; la misma arena que en la noche granos de lujuria alberga.
Beso legítimo de sol decreciente… Segundo beso de cielo crepuscular… Tercer beso, iluminado por las primeras farolas… «Que la fortuna, sin mi presencia, te cuide al anochecer. El verano nos llegará en septiembre».
Regresa la brisa nocturna de otros besos, de una hoja en el calendario a punto de expirar. La luna decreciente y las constelaciones desfilan; darán una vez más paso al sol.
Paris a su ciudad ha de marcharse ya. Entre lágrimas en las mejillas los amantes se despiden; quizá el futuro los una; que no el presente.
Y amanece para Helena, mas la vigilia por su camarero, leal y durmiente, no se cumple: el hogar está vacío. En la habitación conyugal encuentra una nota; «…canalla…», murmuran las letras vertidas en tinta.
Da un respingo. Incapaz luego de separar los ojos del papel, lee con atención: «No me perdonarás, lo sé. Tú me esperaste, paciente; por las noches tan fiel; y yo, tan débil siempre junto a los rubios cabellos de otra mujer. ¡Soy un canalla!... Solo me queda desearte la suerte que te mereces. Adiós, Helena. Adiós».
Atacada por el desconcierto, rompe ella la hoja y al estío maldice; se siente víctima, además de verdugo. Pero ignora que un hombre, legítimo camarero de vidriosos iris, se aleja solitario, calle abajo, con una maleta familiar en la mano; tan solo acompañado por la diosa rubia surgida de su injuriada imaginación.
Comienza septiembre; un septiembre que él ya no desea; del que Helena recelaba.
Ajenos a todo, los castillos de arena, fortalezas infantiles del agostado verano, acogen a seres invisibles, amantes que la noche aguardan; cuando las estrellas y el mar nocturno se erijan en confidentes, cual guardianes en el bullicio de la oscuridad.