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ASÍ COMENZABA la carta escrita por don Evaristo Gómez, dirigida a su esposa doña Pepa Santiesteban, tabernera de Casa Sandra:
Querida Pepita, aprovecho este momento para dedicarte unas palabras por escrito; pues de otra forma nunca me atrevería. Por fortuna, cuando descubras la carta esta noche me encontraré ya a suficiente distancia, privado de cualquier muestra de cariño.
Pues sí. Hoy por fin voy a dar el gran paso. Se trata de algo que llevaba meditando desde hacía algún tiempo... Lee, cielo. Lee con atención:
Mira, cariño. Para empezar…, yo siempre me fijé en tu forma de servir el vino, con los vasos a medio llenar —más bien casi vacíos—. El espectáculo me producía un gran placer de espíritu, he de reconocerlo; incluso después de ver cómo bañabas el pulgar en tan preciado líquido y aumentabas la graduación del mismo. Las manos, de nueve dedos en total, poseían —y siguen poseyendo— unas uñas cuyas partículas negras no conseguían eclipsar lo bien pintadas que estaban… Por cierto, nunca olvidaré su consistencia al arañarme durante las noches de tormenta, cuando te entraba el pánico con los rayos y truenos. Yo, en realidad, tenía la tempestad en casa.
Esa boca —encajada en la mandíbula— que ofrecías al sonreír era una cueva con estalactitas y estalagmitas, a modo de prodigios naturales y amarillentos. De semejante gruta carnosa siempre salieron besos a distancia, cual proyectiles enemigos de los que necesitaba guarecerme.
Tu olor natural me ofrecía constantemente la seguridad de que nadie quería acercarse a ti, liberándome de celos innecesarios; aunque siempre rezaba para que alguien sin olfato se presentara y cayera en la trampa.
Sí, Pepita. Parecías una linda flor con pétalos de dulce, suave y largo vello, que con gran ternura y dificultad depilabas.
¿Y qué me dices de la nariz y de las orejas? ¿Cuántos momentos de diversión y alegría me provocaron esas peculiares formas; generosas de volumen; carentes de pequeñez?
Ahora me acuerdo del vestido gris que, a fuerza de llevarlo día tras día, parecía formar ya parte de ti; inseparable amigo de tu piel y enemigo de lavados intrusos.
Cierro los ojos y se me aparecen los de Vuestra Merced —persona de universal mirada—: uno apuntando hacia Oriente y otro para Occidente. ¡Je, je!
¡Cómo olvidarme ahora de la estimada suegra! Una criatura que cuando te tuvo fue comparada con el volcán Etna en los años mozos de erupción. Con toda seguridad se encontrará detrás del mostrador, vigilante como un fiel perro guardián, mientras te protege no sé de quién a base de cabezazos.
Amor mío, solo cuento los minutos que faltan para el decisivo momento de marcharme. Lo único que siento es no poder ver por un agujero tu sempiterna cara de palo al leer este mensaje. Eso sí; para entonces te enviaré una cariñosa pedorreta, desde la distancia…
Cuando don Evaristo se disponía a finalizar la carta, un herrumbroso sonido de cerradura le obligó a interrumpir el mensaje.
—¡¡Cielos! ¡Ella ha venido! —exclamó con respiración agitada.
—¿Qué haces aquí, Evaristo? —profirió doña Pepa, con el dedo índice apuntándole—. ¡En casa, y sin dar ni golpe! Por tu culpa he tenido que dejar a mi madre sola, en la cantina. Debes saber que allí hay mucha gente, y las dos no damos abasto. Así que ya puedes venir conmigo. ¡Vago, más que vago! ¡Si ya lo dice mamá! Por cierto… ¿qué has escrito, Evaristo?
—No... es nada.
—Trae aquí ese papel. No lo escondas.
—Si es… una tontería. Te lo juro.
—¡Dámelo!
Doña Pepa cogió la carta. Con una mano sujetó el papel; y con la otra, a su marido.
—¡Con que meto los dedos en el vaso!... ¡Ah, sí!... «¡Estalactitas y estalagmitas!..» ¡Desgraciado, ven aquí! ¡Te vas a enterar! ¡No te escapes! ¡No trates de huir!...
Don Evaristo Gómez, natural de Puente Viejo, falleció a la edad de cuarenta y cinco años sobre las siete de la tarde de ayer. Se desconocen los motivos por los cuales fue descuartizado. Seguiremos informando.