Veinte aventureros, que habíamos formado parte de un taller de escritura creativa, decidimos formar parte de un libro compartido. Mi aportación fue esta obra de intriga y drama psicológico.
La identificación con la figura de Marilyn y el especial apego que siente por su padre —a quien llega a vincular con Arthur Miller— establecen en la protagonista un universo evocado, aun sin haberlo vivido: el deseado «regreso» a la dorada época de los años cincuenta. Un paraíso oscurecido por la sombra de Celia, la arpía mujer que irrumpe en su vida como cualquier malvada madrastra de cuento.
Obra completa 26 páginas
¿ERES TÚ MARILYN?
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Emilio González Valcaneras
Alzada sobre el pódium de unos tacones, contemplas la sensual imagen del espejo envuelta en el ceñido vestido blanco; igual que Norma Jean décadas atrás. Sonríes con cándida apariencia ante la mirada color ámbar de fruto prohibido aún adolescente, bajo el destello de tu redondeada cara, dotada de labios voluminosos y nariz celestial... Inmersa en un juego barroco de luces y sombras, entonas los primeros compases de I wanna be loved by you. Y cuando el salón queda envuelto por la voz original, cual venida de otro mundo, la sonrisa se torna enigmática…
COMO CUALQUIER DÍA normal, se respiraba a madera añeja y confección en el coqueto taller que Clara poseía. Lucía, que la ayudaba a cotejar colores y tallas, revolvió de improviso varios vestidos.
—¿Qué estás buscando, querida?
—¡Venga, hermanita, no me hagas sufrir…! ¿Verdad que voy a disponer de uno para el baile? Ya sabes… —sugirió Lucía, melosa y pícara al mismo tiempo.
—¿Tan importante es para ti disfrazarte de…?
—Sí.
Clara la observó y dejó escapar una mueca socarrona.
¡Ay, tontita…! ¡Si ya te había elegido la tela…! Claro que necesitarás también una… peluca rubia.
Enardecida, Lucía cogió la falda que pendía del anaquel más cercano y se la lanzó con fina puntería. Corrió hacia ella para achucharla y obsequiarla con sonoros besos...
Pero en medio de semejante dicha, no podía abstraerse de una duda que la asediaba durante toda esa tarde: ¿a qué se debía la reunión familiar que iba a celebrarse en casa?
—… Si por mí fuera ya lo sabrías, pero papá me ha pedido que guarde el secreto hasta esta noche —tuvo que responder Clara ante las sospechas causadas por el propio semblante delator...
Lucía sentía horas después el sutil impulso que le otorgaba la mano de su hermana. Y fue al llegar a la puerta del salón cuando encontró la estilizada figura paterna sentada en una butaca; el acento intelectual de unas gafas, seña de identidad reflejada en el espejo de pie que presidía la clásica y recargada decoración.
—¡Mi querida muchacha! —exclamó Roberto sin apenas opción de levantarse, porque Lucía se había ya sentado encima de él.
—¡Hay, papito! ¿Qué misterio es este...? Yo también te traigo noticias.
—¿Sí? ¿Y cuáles son?
—Clara me va a arreglar para el baile un vestido como el que ella utilizaba… ¡Ah, y una peluca!
—¿De veras…? —Roberto, que buscaba una confirmación implícita de la primogénita, exclamó por fin—: ¡Cuánto me alegro cariño! Vas a estar muy guapa, seguro… Y ahora, jovencita, escúchame tú con atención...
De forma más evidente, Lucía captaba en la expresión de su hermana un mohín compasivo… En efecto. A medida que las luces de la verdad afloraban a través del discurso, las sombras cubrían el brillo irradiado por la adolescente… ¡No...! ¡No era posible! Ninguna extraña debía sustituir a «mamá». Para eso estaba una servidora; para quererlo y cuidarlo. Además, los arrumacos con que él solía agasajarla no podían pertenecer a nadie más… Bueno. También un poquito a Clara, que dejaba escapar alguna lagrimilla compartida.
—Princesa…, no estés triste. Si he decidido dar este paso es porque nos conviene a todos. Seguro que os convertiréis en muy buenas amigas… Algo de orden no vendrá mal. Tu hermana ya no vive aquí y yo soy un desastre para los asuntos domésticos.
Sumida en el silencio, necesitaba escudarse en la intimidad del pensamiento… ¡Maldita la necesidad de que una intrusa meta las narices en casa! ¡Papá!, ¿es que no te das cuenta? Lo único que nos ha de importar es nuestro próximo baile…
—Alégrate, hijita. Verás como todo sale bien —recalcó Roberto mientras le acariciaba el ondulado cabello castaño—. Y ahora no debemos demorarnos más; la pobre hace un buen rato que nos espera.
Al desvanecerse los ecos de la atenorada voz al llamarla, surgió del pasillo que comunicaba con las habitaciones… Aparentaba unos cuarenta y cinco años. Era alta, delgada, con pómulos marcados y cierta rigidez en la manera de moverse.
—Os presento a Celia —Roberto le tendía una mano, todavía bajo el peso de la hija sobre el regazo.
Lucía la escudriñó de arriba abajo… Pinta de amargada sí que tiene esta bruja…
—¡Oh! He de admitir que sois… guapas —fueron las primeras palabras pronunciadas por la mujer.
¿Has escuchado, Marilyn? ¡Pero qué falsa y repipi…!
Tras un aburrido preámbulo, Celia desarrolló una disertación sobre sí misma y sus convicciones morales...
—… Hoy es un día especial y nos limitaremos a celebrar este encuentro. Tiempo habrá, por supuesto, de modificar ciertas… costumbres mal adquiridas —concluyó.
—¿Qué costumbres? —le preguntó Lucía, aludida… ¡Pronto ha empezado la víbora a morder…!
—Toda señorita que quiera equipararse a una persona adulta ha de seguir algunas normas…, como ponerse de pie para saludar y no quedarse ahí sentada, sobre las rodillas de su padre; eso lo hacen las niñas de cinco años… Por supuesto, no debemos preocuparnos. Estoy segura de que con paciencia y la correspondiente colaboración llevaremos todo a buen puerto.
¡A buen puerto! ¡No naufragaras tú antes de llegar a él, cerda! No solo quiere la señora usurpar nuestro hogar sino que, encima, se comporta como una chula prepotente delante de papá...
Las dos hermanas intercambiaron un fugaz gesto de empatía.
Había llorado tendida en la cama, ante la nocturna y omnipresente expresión de esa Marilyn en papel cuché que impregnaba el ambiente… Se despertó por la mañana con la esperanza de que todo hubiera formado parte de una pesadilla. Un temblor momentáneo le recorrió el cuerpo, y salió de forma impulsiva al pasillo... Por favor, dime que te lo has pensado mejor; que vas a deshacerte de la mala pécora…
Al llegar a la otra habitación, aguzó el oído y rezó para que del interior no surgiera «la horrible voz». Cegada por el instinto, se apoyó sobre el picaporte de la puerta. Se sobresaltó al comprobar que con tal empuje la había abierto: el pijama de «papaíto» le resaltaba la estatura.
—¡Lucía!, ¿qué haces aquí?
¡Oh, gracias al cielo! Al menos, la intrusa se largó anoche...
Ante el silencio de la muchacha, el padre avanzó unos pasos. Lucía dejó posar algunas lágrimas sobre la piel recién afeitada, que recibió un beso largo de niña y mujer: percepciones cruzadas, revestidas de protección paternal y de suspiros lozanos.
—No llores, hija mía —Roberto rompió el silencio—. Más pronto de lo que crees te habituarás a esta situación. Ya lo verás… Venga, cuéntame con mayor detalle lo del vestido. Así que vas a disfrazarte de…
Lucía le rozó los labios con el dedo índice para interrumpirlo. De forma entrecortada susurró:
—Disfrazarme no, papi… Voy a convertirme en ella.
Entre las cortinas del salón se filtraban los postreros rayos de sol, reflejados sobre la butaca donde se probaba una vez más los zapatos de tacón. En su armario aguardaba el ceñido vestido blanco que Clara ya le había procurado; y también, eso no podía faltar, la peluca rubia platino.
—¡Ya estoy aquí! —anunció de repente Roberto, junto al lejano sonido de la puerta de entrada.
—¡Papaíto! —respondió en voz alta la joven.
¡Oh, no puede verlos ahora…! Se quitó deprisa los tacones y volvió a calzarse las zapatillas. Consiguió esconderlos a tiempo, pero en el momento de regresar al salón le sobrevino un repentino escalofrío… ¡Maldita sea…!
—Hola, Lucía. Me ha dicho tu padre que esta noche vas a ir a una fiesta; que llevarás un disfraz de… ¿Cómo se llamaba la rubia…?
—Marilyn —intervino Roberto con cierto tono de guasa ante el aparente desconocimiento de Celia.
—¡Ah sí...! ¡Eso…! Marilén…
«¡Marilén!». Ni siquiera eres capaz de pronunciar su nombre, ¡estúpida! ¡Y no vuelvas a intentarlo! La miel no está hecha para la boca del asno...
—¡Qué peculiar va a resultar! —exclamó la recién llegada, con «sonrisa de hiena»—. Lástima que nosotros dos no podamos comprobarlo esta noche. Debería existir un agujerito para verlas, ¿verdad, querido?
—¿Cómo…? Señora, él sí irá al baile conmigo —replicó Lucía—. No necesitará mirarme por ningún agujerito. Díselo, papaíto.
—¡Qué impertinente eres! —espetó Celia, dedo índice en alto.
Con gesto desdeñoso la adolescente agarró el brazo del padre… ¡Que te pudran, imbécil…!
—¡Oh, Celia...! —medió Roberto—. Creo que tengo yo la culpa de este malentendido... Sí. Sé que habíamos acordado ir a cenar y al teatro... En realidad, te guardaba la sorpresa: pensaba llevarte a la fiesta. Además, no exigen llevar disfraces.
¿Esa mujerzuela en… nuestro baile? ¡No, papito…! Cerró la hija los puños con fuerza.
—¿Nosotros a la fiesta?
—Sí. Dime… ¿Te gusta la idea?
—¡Vaya con el secretito…! Bien. He de reconocer que resulta apropiada… No. Si a lo tonto, hoy vamos a danzar tú y yo al compás de la música.
«¡Danzar tú y yo al compás de la música!». ¡Habrase visto la cursi esta! Con tanto malparto, ¿no podía haberse producido uno el día en que naciste? Me quieres jorobar el gran sueño. ¡Pues eso sí que no…!
El singular fulgor desprendido por Lucía viajaba inadvertido a través del salón…
—Entonces, conviene que vaya a casa para arreglarme. Menos mal que vivo cerca.
Si hasta por semejante coincidencia se evidenciaba el mal fario... Y encima, esperar a que la momia se acicale...
—¡Estupendo…! —celebró Roberto—. Querida, ¿deseas que te acompañe?
—¡Oh, no! Tú también has de vestirte…Y no te olvides. Debes ponerte aquel traje que te regalé, marca Rod Lacombe. Quiero presumir ante quienes asistan al evento. —Celia se permitió insinuar una escueta risa.
«Presumir», dice la graciosa. ¡Anda! Vete a casa, métete en el váter y tira de la cisterna; a ver si te caes por el desagüe...
Llegó Clara media hora después. Llevaba colgado del brazo, y envuelto en plástico, el vestido que ella misma iba a lucir. Portaba también una apropiada representación de cosmética y perfumería, suficiente para satisfacer las exigencias de Audrey Hepburn y, por supuesto, de Marilyn Monroe.
Lucía la sujetó por los hombros para comunicarle lo sucedido; ese grano surgido en el hermoso cutis de una cercana y excitante noche.
—Bueno… Quizá no sea tan monstruosa como pensamos, y el hecho de que asista al baile sirva para conseguir un acercamiento.
—¿Tú crees...? Como vives con tu pareja, no la soportas tanto como yo. Además, papá me tenía que sacar a bailar. Y si ella anda por ahí, en medio de la pista..., ¡ya me dirás, hermanita!
—¡Tonta!, claro que bailarás con él… Y no solo eso. Seguro que algún joven apuesto se fija en ti. ¡Con lo bonita que eres, y encima idéntica a Marilyn! ¡Es que te van a rifar!
—¡Bah! Los chicos de hoy en día parecen tan infantiles y estúpidos. Se pasan la vida con sus dichosos teléfonos móviles y esa música basura que escuchan… Ya nada es como en los años cincuenta.
—Lucía, lo dices como si tú hubieras existido entonces.
—Conozco perfectamente aquellos maravillosos años —respondió con gravedad. Dibujó luego una mueca contenida—: Clara, en realidad no ibas muy desencaminada… Quiero contarte un secreto que jamás había revelado a nadie.
—¿A qué te refieres?
—Hermanita… —prosiguió, con la mirada perdida—, veo imágenes de situaciones vividas; cada vez sucede con mayor frecuencia… Al principio aparecen borrosas, pero se vuelven nítidas en cuanto escucho una canción de aquella época. Me encuentro entonces allí, sentada en el jardín y en la misma fiesta, acechada por los fotógrafos… Hasta que dicha ilusión se esfuma de nuevo.
—¡Cuántos pajaritos tienes! Desde luego, imaginación no te falta.
—Te hablo en serio.
Clara le acarició la cabeza y sugirió:
—Será mejor que nos preparemos. La hora se nos va a echar encima.
«La huesuda habrá regresado emperifollada para la ocasión, ¡como si la viera!, con las inquietas y estrechas posaderas invadiendo el sofá…» Al menos eso pensaba a tenor de lo percibido desde la cercana y secreta puerta del lavabo; lugar convertido en camerino auxiliar y efímero hacia el estrellato:
—… Mujer, es normal que tarden en prepararse. Disfrazarse requiere tiempo.
—No me refiero solo a la espera… Ya que me has permitido compartir la tutela de Lucía, debo hacer hincapié en lo mismo de siempre: su comportamiento deja mucho que desear.
—Yo creo que exageras.
—¿Exagero...? ¡Hombre, no muestra el menor interés por actuar como una señorita intachable!
—Tienes que darle tiempo. Todavía no te conoce bien.
—¿Y qué me dices del disfraz…? Al menos, Clara irá más recatada, como esa… Adre Erbur —risas compartidas y furtivas—. Pero lo de Lucía ya es otro cantar… Sí. Lo he meditado antes en casa. No me parece muy de recibo que haya elegido a la… Marilén Mondró —más risas—, tan pecaminosa y provocativa… Mira. Si no renuncio al baile es por ti; para no amargarte la noche...
El retraso llegó a su fin: unos taconeos avanzaban con lenta cadencia de alfombra roja. Aquel ritmo, surgido por efecto de magia, se introdujo en el salón a través de la invisible ventana abierta que comunicaba con la época dorada; escaparate de los sueños a punto de cumplirse... «Papá» se levantó sonriente ante la doble aparición. Ajeno al gesto disuasorio de Celia, presenciaba el milagro: la ceremonia de Desayuno con diamantes que, con el pelo recogido en moño y los innatos rasgos que Clara había prestado al personaje, dejaba todo el protagonismo —pues era su gran noche— a la sensual conjunción de formas redondeadas: La tentación vive arriba había venido para iluminar una realidad burda y cotidiana... La respuesta absorta de Roberto se convertía en avanzadilla «imprescindible e inmaculada» del gran público ante la sex symbol de oro, a pesar del traje de Rod Lacombe que «esa bruja estrecha» le había hecho vestir para un acontecimiento tan importante como este.
Superado el primer envite emotivo, volvió a contemplarlas en un transcurrir de segundos a cámara lenta, como si el milagro de Hollywood hubiera traspasado el túnel del tiempo y del espacio para que solo él pudiera agasajarlas. Mas llegó el momento de concretar de nuevo la atención en la Marilyn recién arribada del Olimpo: iris que brillaban de tan particular éxtasis bajo la peluca rubia platino; cejas ligeramente arqueadas con la complicidad del lápiz; pestañas postizas; el lunar colocado como corresponde, en la mejilla izquierda, cerca de la boca; y los labios, cubiertos de rojo pasión.
Celia observaba, con apariencia de haber palidecido, la escultura de casi un metro setenta alzada sobre los tacones; envuelta esta en el pecaminoso vestido blanco, diseñado para mostrar los hombros y el preludio de un generoso busto... ¡Ríndete ante la evidencia…!
Advertía Lucía un evocador refulgir a través de aquellas «gafas de intelectual» que la contemplaban por primera vez convertida en Marilyn... Besó a su padre en un alarde de espontaneidad, hasta rodearlo con mágicas esencias de Chanel N.º 5. Dejó entonces escapar una breve y traviesa risa al descubrir la mancha de carmín que le había dejado. Él sacó un pañuelo, y la joven se lo arrebató para impregnarlo de saliva y deslizarlo con delicadeza sobre el perfilado rostro; las sensuales uñas quedaban entonces ocultas bajo la tela... Eliminado ya cualquier atisbo de pintura, ella dobló la prenda y se la introdujo en el mismo bolsillo de la chaqueta.
—¡Eres idéntica! —la sorpresa apenas había permitido a Roberto un susurro. Trató en seguida de alzar la voz—: Sí… ¡Estás preciosa!
La sonrisa de Marilyn redujo aquella amplia estancia en una especie de primer plano inmortal...
El ritmo que partía de la pista central se mezclaba con el tintineo del hielo en las copas del enmoquetado bar. Desde el vestíbulo ya se adivinaba el coqueteo entre alguna María Antonieta y cualquier empresario, teléfono móvil en mano; o el cóctel compartido por Mozart y la típica señora ataviada con pantalones y chaqueta de ejecutiva, corte del siglo XXI. El entorno se antojaba así de anacrónico en el espacio obligado y previo a la sala de baile, homenaje al pasado.
Entró Audrey Hepburn acompañada por un joven apuesto. Pero al iniciar después el ajustado vestido su desfile, la sensación de majestuosidad, anticipada con la elegancia de la primera actriz, revoloteó aún con mayor fuerza en el ambiente. Se prodigaron entonces exclamaciones de admiración y deseo ante un padre orgulloso, una hermana feliz de formar parte de la escena y «una huesuda» cuyo corazón debía de palpitar con ritmo más acelerado... ¡Ahí te duele, bruja…!
La música, que les había recibido con agitados bríos de Elvis, se tomó un efímero respiro. Al regresar, ofreció ya un sonido suave y evocador durante los primeros acordes de Great pretender. La pista se convirtió en destino de agarradas parejas; meta también de deseos, satisfechos o rechazados, entre quienes buscaban pareja de baile.
Acompañada por el galán, Audrey Hepburn se levantó de la butaca donde se había acomodado, llevada hacia aquel lento carrusel sin perder la digna elegancia que representaba. Celia amagó un gesto de reclamo; pero el padre se concentró en la expresión de su Marilyn, convertida ya en mujer.
—Cariño, ¿no te importa…? Le prometí el primer baile —buscó enseguida Roberto la avenencia, concedida con forzada y rígida resignación.
Y la figura sensual se irguió así, cual ninfa en un fondo celeste de anhelos ya traspasados. Embelesada, sentía fluir en los dedos una corriente indescriptible, transmitida por la mano protectora que la guiaba. Mientras Doris Day inspiraba al dios Eolo vientos sublimes, la peluca rubia platino danzaba sobre olas de un mar creado para la ocasión, en el grácil acompasar de los tacones. Ambos extremos proclamaban la materialización de un mito, observado por todas las pupilas presentes en el lugar del milagro.
—¡Es ella! —pudo descifrarse el arrobamiento testimonial de una señora, transportada a otra década y lugar.
Celia, hundida en la butaca, a buen seguro se clavaba las uñas sobre el vestido y dejaba escapar el rechinar de unos dientes apretados; sonido propicio como instrumento discorde de la bella balada.
Y en el altillo mágico, la Venus se encaramaba ya entre los brazos de «Arthur Miller». Buscaba el contacto benefactor de su cara; sentía la cálida montura de las «gafas de intelectual», más cercanas que nunca. Todo lo que la rodeaba se había desvanecido por completo al cerrar los ojos… Siempre seré tu Marilyn…
Se intensificaban los efectos de la canción... Albergaba entonces la esperanza de que aquella pauta serena y orgullosa, antes paternal, avanzara hacia la definitiva fascinación; siempre perfumada con el sutil aroma de Chanel N.º 5. Pero en el apogeo del carnoso carmín, que se insinuaba y le rozaba ya los labios, Roberto se apartó con aparente calma y oteó confuso la boca prohibida; poco antes de Marilyn, ahora de Lucía.
—Querida..., ¿qué te sucede?
—No soy yo, papá. Ella me guía y me siento feliz...
Cierto runrún absorbía la melodía ya agonizante, cuando un golpe seco separó a la joven de los brazos protectores. Celia había irrumpido en la pista profiriendo exabruptos ante un corrillo de gente: el hechizo y la elegancia venidos de Hollywood se disolvían como un azucarillo en grotescas aguas.
—¡Detente, por favor! —trató su prometido de sujetarla.
—¡Si lo sabía yo!
—¡No vuelva tocarme en la vida, estúpida!
—¡Maleducada...! ¡Roberto, hay que meter en vereda a esta desvergonzada!... Eso si realmente me quieres… ¡Ha intentado besarte! ¿Es que no te das cuenta, idiota?
—¡No insulte a papá, maldita sea! ¿Acaso se ha propuesto arruinarme la vida?
Mas tal furia dio paso a una ahogada voz:
—¡En mala hora la conoció!
—¡Lucía, cariño...! —exclamó Clara, con desconcertado tono de amparo.
—¡Venga! Seguro que si conversamos en casa, con tranquilidad, podremos entendemos... —sugirió Roberto sin mostrar demasiado convencimiento. Y añadió—: Celia, yo te quiero; pero debes tranquilizarte de una vez.
—Muy bien... Terminemos ya con esta farsa.
Como arengada por recónditas voces, se dirigió la «huesuda» mano hacia el sagrado símbolo rubio platino para quebrantar las leyes de la religión Marilynensis. Y agravió lo más hondo del corazón de la adolescente cuando agarró la peluca y descubrió ante el atónito público allí concentrado las miserias de un cabello normalmente hermoso, que en aquellos momentos adquiría tintes de tragedia; de humillación… ¡Quiero morirme, desaparecer de aquí…!
—¡Te has vuelto loca! —Roberto se echó las manos a la cabeza.
—Jamás le perdonare lo que ha hecho a mi hermana —sentenció Clara, con la respiración acelerada.
Marilyn rompió a llorar y huyó de la pista. Buscó la intimidad de unos lavabos; ya no de elegantes preparativos, sino de prosaicos duelos. Esa «ramera inmunda» había conseguido que los sueños hieráticos se hicieran añicos: el álter ego con esencias musicales de época, el glamour, las «gafas de intelectual de mi Arthur Miller que me adora»... Todo esto se había esfumado mientras el espejo le mostraba el río de lágrimas y rímel que surcaba la suave piel; el sofoco rodeado por escuálidos monstruos.
Reflejada en el cristal vio a Audrey Hepburn entrar con lentitud. Y en la retina se le grababa el simétrico guiño solidario que intentaba confortar a la Marilyn sin corona.
—Papá no puede amar a un ser tan abominable —subrayó Lucía, inerte, salpicada por los restos de sofoco y estrellato...
Roberto devolvía al plato la cuchara a medio llenar. Clara se encontraba junto a él, alejada de los aromas a puchero y ajena también a la fruición con que comía su galán… Lucía era capaz de intuirlo, como si a través de la silla vacía contemplara con luceros de cautiverio y rehabilitación espiritual la quebrada escena familiar en tan forzada ausencia. El pensamiento fluía caprichoso, hasta rozar la gloria arrebatada por ese «maligno con forma de mujer». Afloraron recuerdos fugaces de niñez y vivencias adolescentes que se difuminaban entre vítores del público, aromáticos ramos de flores, sesiones de fotos; y otra vez, regreso al acerbo presente: «Escucha. Debes poner más de tu parte. Has realizado algunos progresos, pero aún te falta mucho camino por recorrer», había observado una voz de cúpula jerárquica, fría e insensible. «Muchachita, no existe la felicidad completa; aunque se nos brinda la oportunidad de acceder a una pequeña porción de la misma», concluía otra, subordinada, más amable… ¡Oh, no! Aquellas últimas palabras no concordaban con el espíritu de tan inhóspito centro. Es posible que su imaginación quisiera traicionarla. Entonces, ¿qué límites nos impone la realidad…? ¿Dónde te encuentras ahora, Marilyn? ¿No te das cuenta, papi, de que aquí me encuentro muy sola…? Quizá él seguiría sin probar bocado. Contemplaría el caldo hasta convertirlo en confidente y confesarle: «¡Cuánto la echo de menos!». Recordaría, llegado el caso, las palabras de Celia —seguro que la huesuda las había pronunciado—, en un amanerado juego de buenas intenciones: «Me equivoqué en las formas, no en el fondo. Pero mira, Roberto..., sinceramente pienso que a ella le ayudará mucho cambiar de ambiente»… «Mi Arthur Miller» podría en cualquier momento revivir la despedida en los jardines de la entrada; repleta de setos, rosas y convalecientes anímicos: «No llores, hija. Ya verás como sales de aquí más pronto de lo que crees. Conocerás a jóvenes, también con problemas; pero capaces de facilitarte la corta estancia en este lugar. Y ahora dame un beso. El domingo es día de visitas. Vendré con tu hermana. Tendremos mucho de qué hablar. Te quiero mucho... Adiós»… Veía coincidir las miradas de «papi» y Clara, hasta que fluía en ellos una mezcla de compasión y justificación mutua: «Quizá algunos días de tratamiento y relajación fuera de casa sí resulten beneficiosos para Lucía. No deberíamos sentir remordimientos»…
La habían acompañado hasta el despacho de la directora. Frunció el ceño al entrar.
—Siéntate. Verás…
—Señora, ya me conozco esta historia —la joven se mantuvo de pie—. Va a decir que lo lamenta mucho y que aún he de quedarme aquí.
—¡Lucía…!
—¿De qué se trata ahora: de un mal informe firmado por alguna mano negra, o el psicólogo se ha ido de vacaciones y debemos esperar a que regrese?
—¡No seas insolente…! ¿Ves? Tú misma nos das la razón.
—Ya comienzo a estar harta de todo; no me merezco este trato. Yo soy la víctima, no la mala de la película. Después de un mes, lo único que deseo es volver a casa… con ella —añadió, pensativa.
—¿Con quién...?
—No… Con nadie —balbuceó.
—¡Sí…! Ya me lo imagino... Bueno. Quiero que sepas que todo va a depender de ti. Vamos a esperar un mes más. Según cómo evoluciones respecto a tus paranoias, te cursaremos o no la baja en este centro.
Lucía la miró con desaire… ¡Pero qué imbécil…! Salió sin avisar del despacho, dio un portazo; y le llamó la atención que la directora no asomara la cabeza para recriminarla.
Apenas se había movido, decidió quitarse el zapato donde escondía su foto preferida… ¿Ves, Marilyn? Esta gentuza se empeña en separarnos... Al guardarla de nuevo, se percató de la amortiguada conversación que provenía del despacho: «Hola. Soy Luisa… Ahora mismo acaba de salir…». Y aunque apoyó una oreja contra la puerta, no escuchó nada más... ¡Esta estúpida ha bajado la voz…! Trazó un secreto corte de mangas, adornado con muecas burlonas.
Poco después llegó al jardín y se puso a lanzar piedras pequeñas sobre un charco, donde no dejaban de formarse virulentas ondas… No podrán retenerme. ¡Enviarme a mí a este maldito lugar! ¿Por qué lo has permitido, Arthur Miller? ¿Acaso nuestra hermosa historia va a terminar otra vez? Marilyn se ha ofendido por lo sucedido la noche del baile. No. Esto es intolerable ¡Malditas chinitas…!
—¡Lucía, deja de tirar piedrecitas! Has estado a punto de lastimar a varias compañeras —la recriminó una cuidadora.
—¡Es que nadie me va a dejar en paz! —prorrumpió la joven. Arrojó al suelo las que le quedaban en la mano.
Se encontraba recluida en una habitación diferente. El peso del castigo por su conducta sobrevolaba entre las paredes vacías. Un simple camastro, base inhóspita donde se había tumbado, una pequeña ventana y algunos libros de poemas se erigían en únicos compañeros, ajenos al cercano día de visitas vetado para ella… «A ver si así aprendes a comportarte mejor. No me canso de repetirlo; te has vuelto una descarada y una desequilibrada.» «Pues será desde que estoy secuestrada en su eficiente centro, señora directora. Vergüenza me daría a mí… Ni usted ni nadie tiene derecho a ofenderme.» No olvidaba tal disputa al ingresar en aquella particular cárcel, inmersa a la vez en otra de mayores dimensiones con apariencia de parterres frondosos, y camuflada mediante sonrisas institucionales —hipócritas papaíto, que lo he visto yo— dirigidas siempre a los familiares de las internadas.
Mas pronto hubo de discernir si tales recuerdos se gestaban solitarios; o si, por el contrario, heraldos reales hacían acto de presencia. Y en el gradual despertar de la conciencia, unos sonidos del exterior respondían de forma concluyente… ¡Murmullos crecientes…! Resultaba extraño; no se permitía que viniera nadie hasta el domingo. Entonces, ¿qué hecho podía alterar tan confinado silencio?
Se levantó rauda. Aunque la ventana no disponía de la mejor orientación, trató de descifrar semejante alboroto. De súbito, sintió una voz aguda, vehemente; y otra grave, menos intensa… Se le erizó el vello.
—Déjenla salir o llamamos a la policía… —amenazó Clara.
—Nos la vamos a llevar ahora mismo—farfullaba Roberto, enardecido.
Lucía se abalanzó sobre el alféizar y propinó puñetazos contra los barrotes
—¡Papá...! ¡Papá…! ¡Aquí…!
Al percibir las lejanas llamadas que la chica profería, él repitió su anhelado nombre a través del viento.
—¡Ahora mismo te sacamos de aquí! —gritó Clara…
En aquel desesperado y afectivo intercambio, Lucía visualizó a la directora, que espetaba órdenes a diestro y siniestro sin dejar de gesticular. No tardó la puerta de la celda en abrirse: una desdeñosa vigilante le indicaba que saliera de allí…
Atravesó un corto trayecto, de aires contenidos que anunciaban ya aromas de azahar. Tan pronto como los setos permitieron la perspectiva del contiguo jardín, se zafó de la mujer y echó a correr, brazos en cruz.
—¡Papaíto! ¡Papaíto…!
El reencuentro fue velozmente sellado con un intenso beso sobre la mejilla paterna, testigo de mutuas caricias. Y dicha unión con el Edén, surgida en la misma salida del infierno, se rubricó entre los apretujados brazos de Clara.
—Larguémonos de aquí, hijas. —exclamó enseguida Roberto, mientras insinuaba un gesto reprobatorio destinado a la directora.
—La vamos a denunciar —advirtió Clara.
Sin atender a los intentos de justificación, se encaminaron zigzagueantes hacia la salida; como si los pasos fueran guiados por el timón irregular de los sentimientos…
Una hora más tarde arribaron a casa. El coche se había detenido junto al portal.
—¿No subes, papi? —preguntó Lucía, ya de pie, en la acera. Se tapaba la boca al bostezar.
—No, hijita. Debo volver a la oficina; he dejado trabajo pendiente. Vete después con tu hermana al taller; eso te distraerá. Además, tiene noticias importantes que contarte.
—¿Sí…? Me muero de ganas por conocerlas… ¡Venga, no me dejes en ascuas! ¡Dime…!
—No, cielo. Esas cosas se hablan sin prisas. Clara te lo contará todo mejor.
—Ya… Tienes razón, papito —movió Lucía la cabeza con resignación. Luego depositó otro beso sobre sus apiñados dedos, y al soplar lo impulsó para que atravesara la ventanilla en una imaginaria materialización.
Roberto arrancaba ya el vehículo. Se le habían enrojecido los ojos... ¡Cuánto se ha emocionado con mi regreso…!
Cruzó deprisa parte del salón y se dejó caer sobre el sofá. Clara la observaba complaciente:
—En el coche te mostrabas tan cansada que preferimos no despertarte durante todo el viaje…—Y una vez situada junto a ella, concluyó—: No voy a tenerte más en ascuas, cariño. Se trata de Celia. Han roto.
La muchacha apretó los puños. Agitó los brazos para impeler un incontrolado chillido.
—¡Shh! ¡Los vecinos! —exclamó Clara entre risas.
—¿He oído bien…? ¿La hemos perdido de vista para siempre?
—Sí. Solo le falta devolver una copia de las llaves de casa.
Lucía suspiró con profundidad y cerró los ojos. Al abrirlos, agitó las manos, cogidas entre sí, y profirió un prolongado ¡yupi…! Y cuando los aspavientos cesaron, manifestó:
—¡Ay, hermanita!, al final este sufrimiento habrá valido la pena…
Había guardado un repentino y cauteloso silencio, antes de musitar con seria expresión:
—¿Qué tal se encuentra papá?
—Como es normal, lo ocurrido ha supuesto un gran desengaño para él. Aunque todo queda ya de sobra compensado con tu feliz regresó.
Se levantó Lucía y deambuló de manera apresurada.
—Habrá que celebrarlo… Me pondré el vestido y la peluca…
—¿No te das cuenta de que para eso debería organizarse otro baile? Si no, disfrazarse carece de sentido. Fíjate en mí: Audrey Hepburn tendrá que esperar algún tiempo dentro del armario.
—Norma Jean no necesitaba ningún baile. Yo tampoco —replicó Lucía con pasajeros tintes de trascendencia.
—Mira. Siempre te he defendido y apoyado pero…
—Dime, por favor, que el vestido y mi peluca siguen ahí. ¿No los tiraría esa bruja a la basura… antes de largarse, verdad?
—¡Oh! Te aseguro que no volvió a tocar nada. Tampoco se lo hubiera permitido… Están a buen recaudo, junto a los maquillajes y pinturas.
Se reflejó el alivio de Lucía, acompañado de un enorme soplido.
—¡Eres incorregible…! Ven. Siéntate, que no he acabado… Además, se trata de algo relacionado contigo.
—¡Uf! —chasqueó la lengua, expectante.
—Cariño…, seguro que te acuerdas de la asistente social.
—De ella nunca me olvidaré, hermanita.
—Pues ahí viene la primera parte relacionada con el… chanchullo.
—¿Chanchullo?
—Sí. Como sabes, esa mujer nos recomendó que siguieras durante algún tiempo una especie… de terapia compartida. Pues esta medida, en apariencia consecuente y bien intencionada, formaba parte de una maquinación ideada por Celia.
—¿Por Celia?
—Lo que oyes. Me temo que es amiga de la directora del centro; se conocen demasiado bien.
—¿Insinúas que…?
—Sí, cariño. Además, engañó desde un principio a nuestro padre. Lo dispuso todo para mantenerte alejada de nosotros mucho más tiempo del necesario.
—¡Hija de perra!
—La pillé in fraganti esta mañana, al venir a recoger unos catálogos de moda que dejé olvidados en la habitación de soltera… Había coincidido con papá en el portal, y ella todavía se arreglaba para irse. Traté de no hacer ruido al entrar, porque yo quería evitarla a toda costa. Por fortuna, ni se enteró de que me encontraba aquí... El hecho es que la oí hablar en determinado momento. Ya puedes imaginarte qué sorpresa me llevé al enterarme de que conversaba con la directora, mientras sacaba a relucir por esa boquita sus artimañas. Ya entraré después en detalles… Por supuesto tendrá que responder ante un juez; se me ocurrió la feliz idea de grabar lo que decía.
La cara de Lucía, eclipsada parcialmente por las manos, quedaba al descubierto a medida que estas se deslizaban hasta la barbilla. Miró fijamente a su hermana y, mediante un impetuoso movimiento, volvió a levantarse.
—¡Ahora se explica todo! Por eso siempre andaban con excusas a la hora de darme el alta… ¡Claro! Hablaban las dos de mí, nada más salir yo del despacho… ¡Pobre papá! —asestó un puñetazo sobre la mesa de centro—. Así que el plan fue tramado por semejante zorra huesuda.
—¿Huesuda...? —se reía Clara—. Ahora, lo importante es que ya te encuentras en casa…
Habían dado buena cuenta de lo preparado horas antes por la cocinera. En el improvisado brindis final, la primogénita sonreía ante el profundo regodeo que desprendía el rostro de Lucía: una expresión adherida al cristal de la copa de vino.
Bien… —Clara consultó a continuación el reloj—. Se hace un poco tarde. Será mejor que te tomes el resto del día libre… Yo de ti me iría a dormir; necesitas un poco más de reposo. Llamaré a papá y le contaré que te quedas en casa… Pórtate bien, cielo…Nos vemos.
Descalza, Lucía se tumbó en el mismo sofá. No tardaría en recibir el abrazo de Morfeo…
Se despertó dos horas después. Fue a prepararse un café bien cargado, que le dio fuerzas para caminar desnuda y salmodiar una indescifrable melodía con los brazos extendidos hacia arriba… Pero el sonido del teléfono la interrumpió en plena escenificación. Lo descolgó con indagador semblante; las piernas le temblaron.
¡Oh, cielos! ¡Es él…!
La voz paternal anunciaba que en dos horas regresaría a casa porque iba a finalizar el trabajo antes de lo previsto. Deseaba obsequiar a su hijita con una buena cena de bienvenida.
Lucía necesitó pellizcarse para creerlo. Un flujo intenso le recorrió todo el cuerpo: «Arthur Miller» estaba dispuesto, después de tantas décadas de espera, a celebrar la gran velada… ¡El sueño…! Nada podría evitar que este se cumpliera, sin testigos ni «brujas malnacidas».
—¡Papito! ¡Papito...! Me encantaría que… Significaría mucho para mí que trajeras Dom Pérignon. ¡Venga, por favor! Brindaríamos con el champán que a ella le gustaba... Tan adecuado para una noche especial —susurraba y acariciaba el auricular del teléfono—. Eres un encanto —añadió reflexiva.
Sí. Más que nunca, había de regresar la rubia platino... Tranquila, Marilyn. Voy a rescatarte para siempre… En una cuidadosa pose, contemplaba la complacida desnudez en el espejo...
El agua al caer en la ducha le había hecho imaginar el tintineo de diamantes, venidos desde Tiffany’s para engalanar semejante ocasión. Acometió el ritual de toalla y secado, perfeccionado a medida que se aproximaba a la habitación. Al abrir el armario, destellos ámbar cercaban las pupilas y perfilaban la visión que otorgaba el vestido blanco, los zapatos; y en especial, esa peluca sagrada tan agraviada en público por «la innombrable». Comprobó también que el juego de cosmética y perfumería seguía intacto: debía ofrecer un aspecto inmejorable cuando él llegara… Cerró la puerta.
Todo giraba a singular velocidad. Las cuatro paredes de la estancia se desplazaban, en una confusa amalgama de imágenes que volvían a intercalarse con la realidad, ya hermosa: estudios de cine del prodigioso pasado; medias que cubrían lentamente las piernas; el jardín, adornado por parejas bajo las caricias sonoras de Brenda Lee; el tacto de la ajustada y curvada seda, cremas, pintalabios, lápiz de cejas, pestañas bien dispuestas y el lunar en la mejilla; popularidad, Ellos las prefieren rubias; Chanel N.ª 5; horas de soledad y lectura; tacones y culto final rubio platino, conducido por manos de nuevo famosas… Marilyn regresaba de esta forma y se fundía con aquel cuerpo adolescente. Norma Jean y Lucía se habían convertido en testigos íntimos del milagro…
Con carácter de estrellato, dispuso el mantel de las grandes ocasiones sobre la mesa del comedor, junto al salón. Colocó una vela roja y dos copas de champán… ¡Le encantará…! Arengada por la exaltación del momento, se encaminó hacia el mueble bar para ambientar la espera con pequeños sorbos de ginebra. El espíritu sonoro de Duke Ellington se presentó; ella lo seguía mediante un baile, agarrada al danzarín imaginario.
Al finalizar la pieza fue abordada por un súbito pensamiento, y decidió volver al pasillo... Había dejado atrás el desván y ya atisbaba esa calma que siempre le proporcionaba la habitación paterna. Se adentró entre las crecientes sombras de la avanzada tarde y vislumbró un pequeño objeto sobre el aparador… ¡El estuche de mamá…! Le resultaba extraño que se encontrara fuera del cajón. Lo abrió y extrajo dos pendientes y un collar de oro. Percibió el cosquilleo de la lágrima repentina que le acariciaba el rostro; se la secó en seguida… No te preocupes, mami. Papá está en buenas manos…. Pergeñó un breve protocolo de contemplación; de suave beso, como prudente homenaje para no mancharlos con carmín. Y se vio convertida en sosegada vigía del tesoro familiar al devolverlo a su paciente universo de lujo y tapa cerrada.
Habían transcurrido unos minutos de silencio en la soledad del salón. Mientras apuraba el vaso de ginebra, un sonido lejano la puso en guardia… ¡La cerradura! ¡Ya está aquí…! Dibujó una traviesa mueca y se dio prisa al esconderse en el hueco entre la pared y la biblioteca. Se descalzó… Voy a sorprenderle por detrás… Desde aquella perspectiva, con el beneplácito de la penumbra, no podía ser delatada por el espejo… Pero ¿y estas pisadas? ¡No son las suyas…!
—¿Sí? ¿Hay alguien...? —surgió una desconfiada voz—. Perfecto. Todos se han marchado —afirmó luego, como si deseara que algún ser invisible la escuchara.
—¿Qué hace aquí? —la recuperada Marilyn salió presurosa del escondrijo. Pulsó el interruptor de la luz más potente.
—¡Dios mío! —Celia retrocedió unos pasos. Tardó en responder—: Venía… a traer las llaves… Suponía que te encontrabas con tu hermana.
—Pues ya lo ve… Usted siempre dispuesta a tocar las narices.
—Te has disfrazado de nuevo… —dijo tratando de reponerse.
—Sí… —la joven exhibía un burlón contoneo—. A pesar del juego sucio que ideó con esa estúpida compinche. Es una rastrera que se ha aprovechado de mi padre... Devuélvame las llaves y lárguese.
Celia las sacó del bolso. No atinó con el pulso; se le cayeron al observar la mesa.
—¡Vaya...! ¡Una fiesta para dos!
—No le importa... Resulta evidente que usted sobra.
—Ya me he dado cuenta… Pero no me iré sin recoger lo que tu padre me regaló ayer. A pesar de todo, no se ha retractado del ofrecimiento… Esta mañana me lo dejé con las prisas.
—¿De qué demonios me habla?
—El estuche, con las joyas…; me pertenecen. Tú nunca las vas a poder utilizar. Por mucho que te disfraces, no dejarás de ser Lucía; una muchacha enferma; la hija de un pelele… Ahora, déjame pasar.
Celia consiguió alejarse a trompicones, condicionada por la propia respiración agitada que se adentraba ya a través del pasillo.
Llevada por una insondable fuerza, la leyenda renacida irrumpió en la cocina; viaje de ida y vuelta, cadencia de gacela; con el fuego en sus ojos y a lo loco; pies descalzos que buscaban destinos de justicia y manos que empuñaban el acero de la ira… En la abigarrada vorágine de pensamientos, cobraba fuerza la imagen de aquel miserable que abusó de ella y ultrajó sus trece primaveras; la de «papaíto», quien la consoló y cuidó con las inmediatas e impactantes imágenes de Niágara, los dos juntos, en los ciclos curativos de la Filmoteca Nacional destinados a alejarla de tan mala experiencia… Mamá, ¿qué te sucede? ¡Has muerto! Funeral. Desasosiego. Papito vuelve a consolarme… Presente odioso… Solo os tengo en esta vida a ti, a Clara y… a ella… Te voy a sacar de la habitación a rastras ¡Deja las joyas de mi madre, puta asquerosa…! Cariño, regresemos los dos al añorado y lejano ayer… Norma Jean está sola en el mundo y has venido, maldita huesuda, a burlarte de semejante pena… ¡No me toque, señor! ¡Se lo suplico…! ¿Te acuerdas, cabrona, de lo que sucedió en el baile…? Arthur Miller, ¿dónde estás…? ¡Suelta ahora mismo el collar…! ¿Qué le ha sucedido a Marilyn? ¿Se habrá suicidado por culpa de esta cerda? ¡La has matado! ¡Sí…! Ojos que reflejan pánico... Chillidos... Dolor... Ecos postreros... Redención… Silencio… Paz…
Continúas al socaire del milagro ofrecido por el espejo del salón, inspirando con fuerza el aire de la fama… Las luces barrocas, atenuadas para ultimar la espera, iluminan tus uñas rotas, y la media rasgada te confiere aún mayor encanto. Sobre el ceñido vestido aprecias el valor ornamental de las manchas de sangre, mezcladas con esencias de Hollywood… «Habrías actuado de igual forma, ¿verdad?», preguntas a la Norma Jean de cristal que te observa junto a ella: Santa Trinidad forjada ante el reflejo mágico de aquellos años.
Paseas la punta de la lengua por los labios y aguardas el glamour del brindis con Dom Pérignon… Esbozas ahora la canción favorita al son de My heart belongs to daddy... Sí. Tu corazón por fin pertenece a «papi», entre suspiros de Chanel N.º 5 renovado; liturgia nacida para quedarse como símbolo glorioso. Te encuentras en el singular elíseo; tan elevado y, a la vez, tan próximo al abismo del desván donde un cuerpo inerte y «huesudo» purga las culpas tras sus últimos estertores… Y en la conciencia confirmas que el escueto soliloquio se convierte en diálogo cuando Norma Jean te responde: «Ya nadie nos impedirá ser Marilyn».