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— Ya es suficiente, monje — le dijo.
Lu lo miró indignado.
—Le pago por lo que bebo. ¿Quién le manda inmiscuirse?
—¿Cuánto más quiere?
—Tráigame otro cubo lleno. Al mesonero no le quedó sino obedecer. Y en poco tiempo, Sagaz vació el nuevo recipiente.
Luego metió en su sotana una pierna de perro que no había podido terminar.
—Quédese con la plata sobrante — le dijo al salir —, Regresaré mañana por más.
El asustado propietario quedó pasmado y boquiabierto, mirando a Lu dirigirse hacia el monte Wutai.
A medio ascenso de la ladera, Lu se sentó en el pabellón y descansó.
Allí el vino empezó a hacer sentir sus efectos.
Dando un salto, se lamentó: “Hace mucho que no tengo un buen entrenamiento.
Mis articulaciones se están volviendo rígidas y crujientes. Lo que necesito es un poco de ejercicio”.
Es así que salió del pabellón, tomó el borde de cada una de sus mangas con la mano opuesta y empezó a balancear sus brazos con vigor, de arriba a abajo, de izquierda a derecha, cada vez con mayor fuerza.
De pronto, por accidente, un brazo golpeó contra un poste del pabellón. El poste se partió con un fuerte crujido, y la mitad del pabellón se desplomó.
Dos guardianes escucharon el ruido y treparon a un lugar propicio para echar una mirada, y desde allí vieron a Lu tambaleándose cuesta arriba.
— Ay! — exclamaron —.
¡Ese bruto está borracho otra vez! Cerraron la puerta y la trancaron.
Por una rendija observaron a Lu avanzar.
Cuando descubrió que la puerta estaba cerrada la golpeó varias veces con los puños.
Pero los porteros no se atrevieron a permitirle el paso.
Lu golpeó un rato, en vano. De pronto advirtió un ídolo guardián budista en el lado izquierdo de la puerta.
— Eh, gran individuo inútil! — gritó Lu —.
¡En vez de ayudarme a golpear la puerta, levantas tu puño y tratas de asustarme!
¡No te tengo miedo!
Saltó sobre el pedestal y arrancó la valla como si se tratara de chalotes.
Empuñó un poste roto y lo golpeó contra la pierna del ídolo, haciendo caer una lluvia de oropel y yeso.