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Shi Jin se quedó varios días. 

Allí pensó: “He incendiado mi casa para salvar a las tres personas. Aunque me las he arreglado para conservar unos pocos objetos valiosos de pequeño tamaño, mi gran propiedad está completamente destruida.” 

Se sintió incómodo. ¿Cómo podía permanecer en un lugar como ése? Entonces le dijo al jefe de los bandidos:


—Mi maestro de armas, el instructor Wang, está vinculado a la guarnición del paso de la frontera occidental. He estado tratando de salir a buscarlo, pero la muerte de mi padre me impidió partir. 

Ahora que mi casa está en ruínas, nada me retiene aquí.


—No vayas, hermano — insistieron los tres jefes —, quédate un tiempo, y luego lo discutiremos. 

Si no quieres unirte a nosotros, cuando las cosas se sosieguen un poco te reconstruiremos la casa y podrás convertirte de nuevo en un respetable ciudadano.


—Sus intenciones son buenas, pero no deseo permanecer. Si encuentro a mi maestro y consigo algún tipo de trabajo en el que pueda distinguirme, seré feliz el resto de mi vida.


—¿Por qué no te quedas y te vuelves nuestro jefe? ¿Eso te haría feliz?

—preguntó Zhu Wu en tono de duda —. Claro que nuestra fortaleza de la montaña es demasiado pequeña para un hombre como tú.


—Mi reputación es irreprochable. ¿Cómo voy a mancillar el cuerpo que mis padres me dieron? Es inútil que me traten de persuadir de que me convierta en bandido.


Unos días más tarde Shi Jin decidió partir. Fueron en vano las exhortaciones de los tres jefes. 

Dejó a sus sirvientes y la mayor parte de su dinero en la fortaleza, y sólo tomó algunas pequeñas piezas de plata, las que envolvió en un atado.


Un sombrero alón de fieltro, coronado por una borla roja, cubría el delgado pañuelo negro que llevaba sobre la cabeza. 

Tenía atado al cuello un pañuelo amarillo vivo. 

Vestía una túnica militar de seda blanca, amarrada a la cintura por una faja de color ciruela, de cinco dedos de ancho. Se había envuelto las piernas con cintas azules y blancas. Átadas a los pies tenía alpargatas de cáñamo, buenas para las montañas. Una espada le colgaba al cinto.


Shi Jin amarró su atado a la espalda, tomó su alabarda y se despidió de los tres jefes. 

Estos, junto con los otros bandidos, lo acompañaron hasta el pie de la montaña.