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El anciano Jin llamó a su hija y cargó al hombro su pértiga. 

Agradeció a Lu Da, y empezó a moverse hacia la puerta del hospedaje. 

El asistente lo detuvo.

—«¿A dónde va, tío Jin?

——¿Te debe algún alquiler? — preguntó Lu Da.

— Anoche saldó la cuenta; pero Don Zheng me ha ordenado que cobre el dinero que le prestó para su hija.

—Yo devolveré personalmente el dinero del carnicero. Deja partir al anciano.


El asistente se negó. Lu Da le dio una bofetada, con tal fuerza que el asistente escupió sangre. 

El golpe siguiente le arrancó los dos dientes delanteros. El asistente huyó a rastras hacia el interior de la posada, donde se escondió.


Por supuesto que el posadero no se atrevió a intervenir.


Jin y su hija salieron de la posada a toda prisa, y se alejaron de la aldea para recoger la carreta que el anciano había alquilado el día anterior.


Temeroso de que el asistente pudiera aún tratar de detenerlos, Lu Da se sentó sobre un taburete de la posada y permaneció allí cuatro horas.

Sólo cuando consideró que el anciano estaba suficientemente lejos, se marchó.

De allí se dirigió hacia el Puente Zhuangyuan.


Allí tenía Zheng una carnicería de dos habitaciones con dos tajaderos.

Cuatro o cinco piezas de cerdo colgaban en exhibición. 

Zheng estaba sentado detrás del mostrador, junto a la puerta, vigilando a sus diez o más asistentes que cortaban y vendían la carne.

En eso Lu Da llegó a la puerta y gritó:

—Carnicero Zheng!

Zheng lo reconoció. Rápidamente salió de detrás del mostrador y lo saludó con respeto.

—-Un placer, mayor — ordenó a un asistente que trajera una banqueta —,por favor, siéntese señor.

Lu Da se sentó.

—-El comandante de la guarnición me ha ordenado que compre diez libras de carne sin grasa, finamente cortada, para hacer relleno. 

No debe haber una sola partícula de grasa.