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—-El nuevo postulante es un animal de mirada salvaje — dijeron —.

Si lo aceptamos, es seguro que causará problemas.

—Es un primo del caballero Zhao, nuestro benefactor, ¿cómo podemos rechazarlo? Suspendan sus dudas mientras examino la cuestión

—El abad prendió una varilla de incienso y se sentó sobre un canapé con las piernas cruzadas. Murmurando un ensalmo entró en trance.

Cuando el incienso estuvo consumido, regresó.

—Prosiga con la ordenación— dijo el abad—.

Este hombre representa una estrella en el cielo. Su corazón es honesto.

Aun cuando su apariencia es salvaje y su pasado problemático, eventualmente se purificará, y alcanzará la santidad.

Ninguno de ustedes es su igual. Tomen nota de mis palabras, y que nadie disienta.

—El abad sólo está encubriendo sus culpas — dijo el superior a los otros —. Pero tendremos que hacer lo que nos ordena. Sólo podemos aconsejar. Si no nos quiere oír, es su problema.

El caballero Zhao y los demás fueron invitados a almorzar en la abadía. Cuando hubieron terminado, el superior presentó la lista de lo que necesitaría Lu Da como monje: zapatos especiales, ropa, sombrero, capa y un cojín para arrodillarse.

El señor entregó algo de plata y pidió que el monasterio comprara los materiales necesarios y los confeccionara.

Un día o dos más tarde, todo quedó listo. El abad eligió un día y una hora propicios, y ordenó tocar las campanas y redoblar los tambores.

Todos se congregaron en el salón del púlpito.

Cerca de seiscientos monjes, cubiertos con capas, juntaron las palmas de sus manos en señal de respeto al abad que estaba sentado en su estrado; luego se dividieron en dos grupos.

El caballero Zhao, con sus lingotes de plata y sus telas finas, llevando una varilla de incienso, se aproximó al estrado e hizo una reverencia.

Entonces fue anunciado el propósito de la ceremonia. Un novicio condujo a Lu Da hasta el estrado del abad.

El prior le ordenó que se quitara el sombrero, dividió su cabello en nueve partes y las anudó. El barbero las rasuró y desplazó su navaja hacia la barba de Lu Da.

—Al menos déjeme eso — exclamó el mayor. Los monjes no pudieron reprimir la risa.