* MEDELLÍN - LAS PLUMAS DE GARDEL - Por Reinaldo Spitaletta

Agradezco al investigador Luciano Londoño López, quien me brindó la oportunidad de difundir esta nota.

EL COLOMBIANO, Medellín, mayo 9, 10 y 11/1999

Las plumas de Gardel (1) 

La lección de anatomía (O de cómo el cadáver, ay, sigue cantando) 

Sí, es cierto. Mucho se ha escrito -y se seguirá escribiendo- sobre Gardel. Pero, acerca de detalles posteriores a su muerte, poco se conoce. El médico Jaime Rodríguez Estrada, que “arregló” el cuerpo del cantor, revela, por primera vez, aspectos substanciales, inéditos durante 64 años, sobre ése que podría denominarse también un “cadáver exquisito”.

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MEDELLÍN

 A las dos de la tarde, el estudiante de segundo año de medicina, Jaime Rodríguez Estrada, comenzó, con otros cinco condiscípulos, su práctica obligatoria de disección de cadáveres, en el anfiteatro de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Era lunes, 24 de junio de 1935. Dirigidos por el instructor Marco Tulio Osorio, estudiante de grado superior, todo transcurría muy normal. Una rutinaria lección de anatomía.

Eran las cuatro y treinta, cuando el celador del Anfiteatro, el Maestro Palacio, entró y sacó a los estudiantes de su concentración

-Dotores, dotores- dijo. En la puerta está el carro de la Funeraria Rendón. Vienen a pedir el favor de que ustedes arreglen un cadáver, porque no han podido tapar el ataúd.

La Funeraria Rendón (de don José Rendón), en Bolívar con Maracaibo, era la más elegante de Medellín, con el coche fúnebre más lujoso.

Uno de los compañeros de Rodríguez atendió al vigilante, salió con él, y, al regresar, les informó: “Ocurrió un grave accidente en el Campo de Aviación de Las Playas. Se chocaron dos aviones y hay muchos muertos”. El cadáver que tenían en la funeraria era el de Jorge Moreno Olano, abogado, nacido en Medellín. Había muerto en el accidente de aviación, ocurrido a las tres y diez de la tarde, en Las Playas. Lo identificaron porque en el pantalón llevaba su nombre y en un bolsillo, un pasaje de la compañía aérea Scadta, también a nombre suyo.

Los estudiantes prosiguieron su clase, pero, momentos después, un poco antes de la cinco de la tarde, comenzaron a llegar al anfiteatro los cadáveres de las víctimas del siniestro.

“En esos años pocas eran las ambulancias existentes en la ciudad. Llegaban en volquetas o cualquier otro vehículo en que fuera posible su traslado. Venían envueltos en sábanas, y los que había sido posible identificarlos, que era la mayoría, traían su nombre en pequeños papeles pegados con ganchos de nodriza”, recuerda el doctor Jaime Rodríguez Estrada, de 85 años, médico gineco-obstetra, ya retirado.

Al aeropuerto, las autoridades habían llevado cajas mortuorias, pero, debido a las contracturas de los cadáveres, originadas por el fuego, no podían cerrar las tapas. Los trasladaron al Anfiteatro, para que allí los adecuaran.

“El asunto era muy difícil de resolver, porque, en esa época, la Oficina Médico-Legal sólo tenía al director y un estudiante como ayudante, que tenía que atender toda Antioquia. No podían, entonces, realizar en un ratico las autopsias de los muertos, que eran más de quince”, dice el médico Rodríguez.

Por eso, en el aeropuerto, familiares de los muertos, pedían que les dejaran llevar los cadáveres a una funeraria, para que, en ellas, los arreglaran. “Eso fue lo que pasó con el cadáver de Moreno Olano”, declara Rodríguez Estrada.

A los estudiantes les dijeron que pusieran en condiciones los cuerpos, para poderlos meter en los ataúdes y taparlos. En efecto, los cadáveres calcinados con gasolina quedan no sólo resecos sino con las articulaciones rígidas, como decir, por ejemplo, los brazos estirados.

El primer cuerpo que entró al Anfiteatro fue el de Guillermo Escobar Vélez, natural de Itagüí, “de unos veinticinco años de edad”, y marcado con el número dos, en el informe de los médicos legistas. Presentaba “quemaduras de cuarto, quinto y sexto grado en la generalidad del cuerpo”.

Después, todas las mesas de disección se llenaron de cadáveres. A algunos fue necesario ponerlos en el suelo. “Fue entonces cuando las autoridades presentes en el lugar nos pidieron a los estudiantes el favor de colaborarles, haciendo la adecuación de esos tizones humanos para lograr acomodarlos en los ataúdes”, recuerda don Jaime.

-¿Por cuál empiezo?-, preguntó el estudiante Rodríguez Estrada al hombre que estaba organizando la actividad.

-Por favor, arregle este- y señaló uno, sobre la segunda mesa, a la entrada de una de las dos salas.

Estaba, como los otros, envuelto en una sábana. El estudiante, al destaparlo, vio un cuerpo calcinado, los brazos y piernas contraídos, reducido en su tamaño, “era como un tizón, no tenía pies, y menos zapatos”, recuerda. A un lado, pegado a la sábana, había un papel abrochado con un gancho de nodriza, con un nombre escrito a mano: “Carlos Gardel”.

En el informe médico-legal, el cuerpo del cantor y actor de cine, fue marcado con el número 11: “hallado en decúbito ventral bajo las válvulas de un motor. De cuarenta y ocho años de edad, uruguayo, de la ciudad de Tacuarembó, provincia de Montevideo (nacionalizado en la Argentina). Identificado por el buen estado de la dentadura, una cadena, al parecer de oro, sin reloj en la muñeca izquierda, un chaleco aboyonado (sic) con plumas, y por una cadena fina pendiente de la ropa con unas llaves y una chapetica con esta leyenda: “Carlos Gardel -Jean Jaures 735-Buenos Aires”.

El informe señala, además, que el cuerpo presentaba quemaduras de cuarto, quinto y sexto grados generalizadas y sangre en la región temporal, el pómulo y el ojo derechos. “Por causa de la incineración faltan ambos pies”.

“En ese momento me conmoví. Me dio una decepción de lo que es la vida. Doce días antes, lo había visto actuar en el Circo-Teatro España. Era un tipo buen mozo, y verlo así, me conmovió... En ese momento, Gardel era otro de los muchos muertos entre artistas y personajes nacionales o extranjeros, y el dolor popular se repartió entre todos ellos, sin ninguna distinción”, rememora el médico, metido en un traje azul oscuro, corbata roja.

Bisturí en mano, el estudiante Rodríguez se acercó al cuerpo incinerado y comenzó su labor. “Para vencer la contractura de su extremidad superior izquierda, había que abrir la articulación del hombro izquierdo. Y así lo hice”. Cuando la abrió, la sorpresa se subió a la cara del estudiante. Lo más asombroso estaba por llegar.

Lea mañana: El oro en los molares de Gardel, el vuelo de las plumas y otras revelaciones.

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Las plumas de Gardel (2) 

Los muchachos de antes no usaban "esclavas"

El mito Gardel sigue creciendo en América Latina. Este relato hace parte de la realidad del cantor, de eso tan concreto que fue su muerte. Presentamos la segunda parte de “Las plumas de Gardel”.

Por REINALDO SPITALETTA

MEDELLÍN

Cuando metió el bisturí en la articulación del hombro izquierdo de Carlos Gardel, Jaime Rodríguez, con su curiosidad de estudiante, vio que se desprendió una masa plana, gruesa, o lo que los especialistas llaman un “plastrón”, y entonces, al descubierto, quedaron numerosas plumitas blancas, de uno y medio a dos centímetros de largo, por medio centímetro de ancho. ¡Plumas!

Habían, muchas de ellas, en su capa profunda, resistido al calcinante fuego del desastre de los aviones de la Saco y Scadta.

Se regaron en la mesa, otras cayeron al suelo. Pero había más. En el otro hombro el estudiante practicó la misma operación, y las plumas se desprendieron del cadáver del cantor.

“Todo eso para mí fue causa de admiración. Las plumas eran de las hombreras, y yo nunca había visto, antes, que se usara tal elemento, porque los sastres lo que utilizaban eran las llamadas almohadillas, placas de material grueso, compacto, como de cerdas”, dice el médico Rodríguez.

Tras salir de la sorpresa inicial por el abundante plumero, el estudiante continuó su trabajo. Apreció la mano izquierda, retraída contra el antebrazo, casi en ángulo recto. “Hay que abrir la muñeca”, pensó. Introdujo profundamente el bisturí y, de pronto, sintió un ruido metálico. Algo extraño no permitía que siguiera cortando. Con cuidado, separó los tejidos y con la punta del instrumento levantó una cadena.

“Cuando seguí hacia afuera encontré una plaquita de cuatro centímetros de largo por dos de ancho, unida por los dos extremos a la cadena... No recuerdo ahora cómo la retiré, si tenía un broche o un cierre, o fue reventada, pero, lógicamente, por la mano no se podía sacar fácilmente, pues no hubiera podido portarla sin perderla. Su color, por la acción del fuego, era negro, pero, al limpiarla, logré apreciar que era de oro, o, al menos, así me pareció. Se trataba de lo que, aquí, llamábamos esclava o manera o manilla”.

De pronto, el médico interrumpe su relato. Parece esculcar en su memoria.

“Ese tipo de manillas, aquí, los novios se las regalaban a las novias, para celebrar fechas, cumpleaños, cosas así. Las que uno regalaba eran de plata... Me llamó mucho la atención ver esa manilla en la muñeca de Gardel, porque le digo que eso nunca lo había visto: un hombre con esclava. Eso era muy raro”.

Después de limpiarla, el estudiante también vio una inscripción: “Bertha Gardes Rue 20 #12-24 Toulouse France”.

“No estoy muy seguro si esos eran los números que vi. Ya se borraron de mi memoria. Es que son muchos años los transcurridos, pero sí sé que son muy aproximados a los verdaderos... Le repito, que sólo las mujeres eran las que usaban esclava, casi siempre regalo de sus admiradores y debidamente marcada con su nombre, pero, nunca, hasta entonces, vi a un hombre usarla. Muchos años después me enteré de que los aviadores y personas que con frecuencia utilizaban ese transporte, portaban esclavas para poder ser identificados en caso de accidentes. No sé si Gardel la usó con tal fin”.

De la esclava a los dientes

Después, el estudiante llamó al señor (alguna autoridad, que él no recuerda quién era) que estaba organizando lo de los cadáveres en el Anfiteatro, le mostró la esclava y entonces llamaron al inspector de permanencia. “Sólo había uno -recuerda el médico-, que tenía su oficina en el ángulo suroccidental del Palacio Municipal, en el sótano. Era un abogado de apellidos López Escobar. No me acuerdo del nombre. Vino. Le entregué la esclava”.

El estudiante continuó manipulando el cadáver de Gardel, a fin de dejarlo listo para el ataúd. Le abrió la boca y halló algo que llamó su atención. Observó sus dientes, en buen estado, “aunque muy trabajados, con obturaciones o calzas, como dice la gente, en porcelana. Los molares tenían múltiples obturaciones, y esa fue mi sorpresa: todas estaban hechas de oro puro, lo que nunca había visto, pues, aquí, en la pastoril Medellín sólo se usaba la amalgama. Aquí el oro lo usaban los montañeros, para aparentarles a las novias. Se hacían coronas de oro y se reían, para impresionar”.

Luego de examinar la boca, el estudiante terminó su labor con el cadáver de Gardel. Y pasó a arreglar otros. Observó en el salón del Anfiteatro que daba al oriente y se encontró con los cuerpos de los pilotos de las aeronaves: dos alemanes, pilotos del avión Manizales, de la compañía Scadta (H. Fuerst -que, según el informe médico-legal tenía “sendas calzas de oro en los incisivos medios superiores”- y Hans Thoms -con “un canino con corona de oro”), y los dos del avión de la Sociedad Aeronáutica Colombiana (Saco), Ernesto Samper Mendoza y William B. Foster.

“Hasta ahí fue mi relación con el cadáver de Gardel. No tenía que presentar informes ni exámenes sobre el asunto”, dice el médico Rodríguez.

“Es mi hijo”

Al día siguiente, martes 25 de junio de 1935, el estudiante Rodríguez volvió al Anfiteatro. Después de las nueve de la mañana, entró un hombre, que se identificó como William Foster, gerente en Colombia de una sucursal bancaria norteamericana. Iba a reconocer el cadáver de su hijo. Alzaron la sábana, miró: “Así es imposible reconocerlo” -dijo-. “Ábrale la boca” agregó. Vio un puente en la dentadura superior y concluyó: “No hay duda. Es mi hijo”, y se retiró llorando.

A las ocho de la noche, cuando el estudiante Rodríguez Estrada iba para su casa (en Pichincha con Sucre), pasó por la Plazuela San Roque (hoy, Plazuela Uribe Uribe), se metió al caserón que era como la policlínica, llamada entonces Oficina de Accidentes, averiguó por las víctimas del siniestro y supo que sólo, allí, quedaba una, todavía viva.

Entró a la pieza y, sobre una cama metálica, vio el cuerpo de un hombre, desnudo, casi todo calcinado, que respiraba con dificultad. “Aunque no podía verme porque sus párpados edematizados no permitían separarse, se dio cuenta de que alguien se acercaba, y con esa voz melancólica de los argentinos, aumentada por el dolor, me dijo: “doctor, no me deje morir, que mañana por la tarde me esperan en Buenos Aires mi mujer y mis hijitos”.

El estudiante dio la vuelta y salió. Por sus mejillas, rodaban las lágrimas. Más tarde, sobre la misma cama metálica, moriría Ángel Domingo Riverol, uno de los guitarristas de Gardel.

Lea mañana: ¿Será o no el cadáver de Gardel el que está en el cementerio de La Chararita, en Buenos Aires?

Fuentes:

-Entrevista al médico gineco-obstetra, Jaime Rodríguez Estrada

-Documento inédito “Recuerdos del antier”, del médico Jaime Rodríguez Estrada.

-Boletín, Comité de Historia de la Medicina, Facultad de Medicina, U. de A. (vol. 2, No. 1), enero, febrero, marzo, 1980

-Centro de Información Periodística El Colombiano. 

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Las plumas de Gardel (y 3) 

El muerto sí es el muerto 

Hace más de un año, una periodista uruguaya, Ligia Almitrán, lanzó la idea de promover un análisis de ADN a los restos de Gardel, para determinar su origen. Después, un médico colombiano, dijo que no serían los restos del cantor los que reposan en La Chacarita. ¿Cuál es la verdad?

Por REINALDO SPITALETTA

MEDELLÍN

A Carlos Gardel no sólo lo persigue la gloria, sino, también, una ya larga disputa sobre su origen. Dos tesis se reparten la cuna: la francesista (que nació en Toulouse, hijo de Berthe Gardes, etc.) y la uruguayista (que nació en Tacuarembó, producto de una relación incestuosa del coronel Carlos Escayola, etc.). La una y la otra hubieran podido quedar sin piso, cuando un médico colombiano, declaró, en 1998, que los restos que reposan en el cementerio de La Chacarita, en Buenos Aires, no serían los de Gardel.

En efecto, el doctor Camilo Botero Marulanda, de 94 años, en un reportaje a una publicación de la colonia argentina, en Bogotá, declaró que, cuando sucedió el desastre en el que pereció Gardel, él era “director de Urgencias del Hospital San Vicente de Paul” y el responsable de identificar los cadáveres.

“Los cadáveres estaban completamente calcinados. Eran como palos de escoba, cuando uno los toca se desbaratan. Yo no sabía quién era Gardel, pero uno de los sobrevivientes, un guitarrista del cantor, me contó que Gardel usaba zapatos con una especie de plumas”, añadió Botero a la mencionada publicación, en el mismo informe, reproducido en Montevideo por el semanario Tiempos del Mundo.

Cuando -según Botero- él encontró un cadáver que “tenía algo que se parecía a una pluma”, dijo, sin dudar, “este es Gardel”. Luego, sus asistentes envolvieron el cuerpo y lo marcaron como Carlos Gardel. “No hubo ningún otro tipo de identificación distinto al de la plumita”, porque, según él, en 1935 no estaba desarrollada la medicina forense y el estado de los cuerpos no permitía indicios para su identificación.

“Nadie intervenía en mis decisiones y los familiares de las víctimas tenían que aceptar mi identificación”, afirmó.

Cambio de ruta

Aquí la historia vuelve a tomar otro rumbo, cuando aparece el testimonio (motivo de esta serie periodística) del médico Jaime Rodríguez Estrada, que, precisamente, desvirtúa las declaraciones de su colega, Camilo Botero.

Además, el informe médico-legista, realizado el día del accidente de los aviones de la Saco y Scadta (junio 24 de 1935), firmado por el doctor Luis Carlos Montoya R., que para ese momento cumplía “funciones médico-legales”, también dejan sin fundamento las aseveraciones de Botero.

El mencionado informe comienza así: “Los suscritos médicos legistas, bajo la gravedad del juramento que tienen prestado, exponen: en esta fecha reconocimos quince cadáveres de hombres, fallecidos en el accidente de aviación ocurrido en el día de hoy en el Aeródromo “Olaya Herrera”. Luego, el informe describe, uno por uno, el estado de los cadáveres y la manera cómo se identificaron, con sus nombres propios, nacionalidad, edad, etc.

Asimismo, en el Boletín publicado por el Comité de Historia de la Medicina, de la Facultad de Medicina de la U. de A., de enero, febrero, marzo de 1980, en un artículo sobre las investigaciones de accidentes de aviación, se dice lo siguiente: “En nuestro país, la investigación médico-legal de los accidentes de aviación no ha tenido la trascendencia que merece, y parece ser que antaño fueron mejor investigados, como puede verse en la transcripción de un accidente, el primero en nuestra historia médico-legal que tuvo una investigación adecuada para la época en que sucedió”. Se refiere al accidente en que falleció Gardel.

Sobre las declaraciones del doctor Camilo Botero Marulanda, antes citadas, el médico Jaime Rodríguez Estrada anota lo siguiente:

“Considero que la obligación de identificar los cadáveres que acusa el entrevistado, si acaso, sería para los que murieran en el hospital donde él era director, aunque sigo dudando, porque en tal fecha ya existía en Medellín la Oficina Médico-Legal, cuyo director era el doctor Julio Ortiz Velásquez. Los que murieron en el mismo sitio de la tragedia, llegaron al Anfiteatro debidamente identificados por profesionales de esa oficina”.

Sobre la plumita en un zapato de Gardel, el informe médico-legal es contundente: “Por causa de la incineración, le faltaban ambos pies”.

Y, como colofón, el médico Rodríguez, al desmentir aquello de que “no hubo otro tipo de proceso de identificación distinto al de la plumita”, dice que, “cómo es posible que el médico cuestionado (Botero), ocupando el cargo que ocupaba, viviendo en un medio científico donde se atendían a los supervivientes de la tragedia, no se hubiera enterado de una verdadera identificación realizada”.

“En la época tan citada -agrega el doctor Rodríguez-, me di cuenta que ese profesional antioqueño era persona muy honorable, acatado como médico y socialmente muy bien recibido. Cuando se trasladó a Bogotá, hace muchísimos años, fue acogido magníficamente. Por eso me extraña que ahora haya dado tal declaración y he analizado todas las causas posibles para haberlo hecho, pero sólo he encontrado una que podría ser la verdadera y definitiva: que aprovecharon su edad: más de 94 años”.

Gardel, plenamente identificado después del accidente, duerme su sueño de muerto, en el cementerio de La Chacarita, en Buenos Aires, a la espera, quizá, de que algún día le practiquen a sus restos las pruebas de ADN, para determinar su verdadero origen: o francés o uruguayo.

Una última pregunta al médico Jaime Rodríguez: ¿Es usted gardeliano?. “No, yo quedé saturado. No soy ni gardeliano ni gardelista. No me choca Gardel. Me gusta mucho el bolero”.

Ah, en el inventario de objetos entregados al apoderado de Carlos Gardel, Armando Defino, no figura la “esclava” con el nombre de Bertha Gardes (ver recuadro).

Al final de cuentas, lo único en que todos (gardelianos y no gardelianos) están de acuerdo, es en que El Mudo “cada día canta mejor”.                                            


Subpáginas (12): 

* MEDELLÍN - EL DOBLE ASESINATO DE CARLOS GARDEL - Sobre un informe de Mauricio Umana

* CERTIFICADOS DE DEFUNCIÓN DE GARDEL - Por Luciano Londoño López 

* GARDEL y el viaje con sus restos Medellín-Buenaventura - Por Luciano Londoño López  

* GARDEL Y LA SACO - Por Heriberto Fiorillo

* EL ENTIERRO DE GARDEL EN MEDELLÍN - Por José Gobello 

* GARDEL, RENACEN LAS CENIZAS - Por Germán Antía - Gentileza del periódico "El Colombiano" 

* HECHOS HISTÓRICOS RELACIONADOS CON EL ACCIDENTE EN QUE FALLECIÓ CARLOS GARDEL - Por Luciano Londoño López  

* HISTORIAS PARALELAS: lo que ocultó el funeral de Gardel - Luciano Londoño López

*¿ERA MASÓN GARDEL? - Testimonios de Roberto Ughetti

* MEDELLÍN - La tragedia - El inventario - Tomado de la página LoPaisa. com - ANTIOQUIA POSITIVA 

* LA PARTIDA DE DEFUNCIÓN DE GARDEL - Diario EL PAÍS, 23 de setiembre de 2005

* GARDEL Y MEDELLÍN - Revista La Canción Moderna - Julio 1935 - Juan Angel Russo