San Antonio - Su Persona

¿Qué hombre era San Antonio?

San Antonio presenta una personalidad muy compleja. En ella conviven también elementos en recíproco conflicto. Todo hombre es un enigma, cuando no un enigma de enigmas, irreductible a un engranaje bien claro y distinto.

Incluso un santo es impenetrable. Sin embargo, si aceptamos movernos en el mundo de la imperfección y de la aproximación, juzgamos fructuoso y bonito explorar alguno de los aspectos de este hombre extraordinario.

Sus cualidades morales transpiraban ya por la voz. Su voz es engrandecida por lo antiguos hagiógrafos con alabanzas especiales. Era definida como maravillosa, rica de todas las modulaciones: tranquila y fuerte, melodiosa y sonora, clara y agradable. Hablaba unas veces con dulzura y suavidad, y otras con tono grave y severo. Su oratoria muy eficaz tocaba todas las teclas de la persuasión, no era engañosa ni abstracta, no era vacía ni rumorosa. Era profunda, pero adecuada a todos los públicos, capaz de interesar a todo el mundo. Obtenía el consenso de los oyentes con la demostración convincente. Lo que más impresionaba era la participación viva con la que hablaba y la coherencia admirable de la vida con la palabra.

El comportamiento del Santo, sabio como pocos de su tiempo, estaba despojado de dureza o altitud. Era humilde y dulce. Vestía de manera pobre y estaba cerca también del más desprovisto e ignorante. Asombraba su gentileza y cortesía con todo el mundo, su paciencia y humanidad. Sin embargo, excesivamente espléndido en difundir la sagrada doctrina, devolvía a cada uno lo suyo con una balanza tan justa que, hablase a los grandes o a los pequeños, hería de forma ecuánime a cada uno con el dardo de la verdad. Sin duda, poseía un carácter de acero, pero templado por una profunda humanidad. Antonio había tenido una vida afectiva depurada de cualquier voluntad de disfrute egoístico. Para él era más satisfactorio dar, que recibir. Amaba, y fue correspondido.

Recogiendo los testimonios de aquellas personas que vivieron junto a él, un escritor describe así su perfil moral: ferviente por caridad, clarísismo por sabiduría, muy elocuente, amable cuando hablaba y afable en la conversación, paciente en la enfermedad, benigno en el exhortar, severo en la corrección, dulce en el acoger a los penitentes, humilde en el ejercicio de la autoridad, agradecido por los beneficios recibidos, devoto en la oración, silencioso en el convento, parco en el comer, prudente en los coloquios, amable y delicado con los iguales, respetuoso hacia los superiores, cortés y apacible con los inferiores. ¡Un gran santo y un hombre fascinante!

Lástima que ya no es posible acercársele de persona. Pero tampoco hoy en nuestra vida faltan los santos, la iglesia de Dios es siempre fecunda.

En el perfil espiritual resalta en seguida su apasionada constancia, desde la adolescencia, al silencio, al recogimiento, a la vida interior, a la oración. Sobre esto, los antiguos biógrafos concuerdan. Su vida es la historia de un gran orador. Lo testimonia su compañero, el beato Lucas: "Verdaderamente este santo fue hombre de gran oración". De la casa paterna a la canónica de São Vicente, desde aquí a Santa Cruz de Coimbra, desde aquí a la ermita de Olivãis, y después, a continuación de la experiencia misionera, en el eremitorio de Montepaolo. Su vida de apóstol está constelada por paréntesis de retiro y de eremitorio: la cueva de Brive, la Verna, el nogal de Camposampiero. Fue un hombre de vastas y constantes soledades.

Él, después, fue una boca cosida. Fue un hombre lleno de sorpresas. En las ordenaciones de Forlí, el solitario de la cueva de los Apeninos demuestra lo que es: un prodigio de ciencia sagrada, un incomparable comunicador. Sus hermanos, asombrados y confundidos, a partir de aquel momento se sentirán autorizados a pedir a Antonio cualquier prestación.

El hecho de que consiguiera hacer todo lo que se proponía de forma excelente, era considerado una cosa natural. No podía no ser políglota, un revolucionario en la pastoral (cuaresma diaria predicada, confesiones personales frecuentes y extendidas a todo el mundo), profesor de teología bíblica, escritor, superior, revisor de estatutos comunales, fundador de conventos, líder religioso aureolado por fenómenos sobrenaturales... Seguramente provocó confusión y sujeción; en él los extremos se juntan a la perfección, de la penumbra a la deslumbrante luz, del olvido a la más alta notoriedad. Siempre solo. ¿Cuánta gente, incluso entre sus colaboradores más íntimos, habrá intuido su profundidad interior?

Penetrando cada vez más en la órbita divina, San Antonio se abandona a la madurez de la fe. Se convierte en niño en los brazos del Padre que ve y provee. Renuncia a proyectar una vida suya, una santidad suya. Es el famoso principio de pasividad, de esconderse, que madura en él después del fracaso sufrido en Marrakesh.

En Asís calla, se queda escondido, no se ocupa para nada de sí mismo. Es pura, adorante, alegre dependencia de la voluntad del Altísimo. Es fray Graciano que interviene y se lo lleva a Romaña. En Forlí es el superior local quien lo recluta para improvisar la conferencia espiritual a los sacerdotes recién ordenados, es el ministro provincial el que le da el encargo de la predicación. Será el ministro general quien lo enviará a las zonas deterioradas por la herejía, el capítulo general el que le confiere el encargo de dirigirse al papa Gregorio IX para resolver cuestiones candentes, y será de nuevo el ministro general quien lo elegirá provincial. Quiso casi borrarse de lo visible para respirar sólo lo invisible.

San Antonio fue hombre de arriba en cualquier parte donde se encontrase, en el lugar predilecto de Santa María o en los parajes de la Marca Trevisana, él aparecía como un hombre celeste.

Según la ardua formula él estaba en este mundo, pero no era de este mundo. Se sumergía en la realidad histórica, sin dejarse encarcelar. Sabía hacerse todo a todos, y sin embargo espiritualmente estaba ya inserido en modo consciente en la órbita divina, viviendo una relación real y absorbente con Dios. No que, afectado por una atrofia de la sensibilidad humana, él rechace el riesgo, el empeño, pagando de persona, todo lo demás. No se deja sin embargo encarcelar por la ambigüedad, la solidaridad, porque su espíritu vive de fe en "otro lugar" sobrehumano. Así, desencarnado, irreal, se les aparece a los contemporáneos, de una interioridad tan exigente y dulce, como uno que es un común habitante de otro mundo.

San Antonio es también un místico. No es sólo el santo más amado, el gran predicador,el escritor de los Sermones, el monje franciscano. En sus escritos y sobre todo en su vida él nos ha dejado la huella de su profundísima relación con Dios y de una original doctrina mística la cual desea ayudar a encontrar a Dios a partir del corazón, con la oración y con el amor, en el silencio y en la soledad, incluyendo también la acción.

¿Cuáles son los rasgos sobresalientes de su doctrina mística? ¿Qué influencias de autores místicos se observan en su pensamiento? ¿Qué enseña acerca de la contemplación, el amor, la fe, la oración, el silencio y la soledad, la relación entre vida activa y contemplativa?

San Antonio ha sido el primer docente autorizado por San Francisco y el primer gran escritor de la Orden franciscana. Sus escritos redactados en forma de sermones - los Sermones dominicales, con un apéndice de Sermones marianos y de Sermones de sanctis (estos últimos inconclusos) - reflejan la fase doctrinal de aquella que fue la primera manifestación de la teología franciscana elaborada cuando aún vivía San Francisco, no sin una preocupación por su parte de que al favorecer de tal modo el estudio no se apagara el espíritu de la santa oración.

San Antonio define la filosofía o sabiduría del mundo "insignificante e insulsa". No porque la considerara inútil en sí misma sino porque la sabiduría del mundo se limita a satisfacer las aspiraciones humanas, las ansias de lucro y de vanagloria.

La primacía corresponde a la teología, fundada en la Sagrada Escritura. La sabiduría filosófica es la doncella de la teología. El Santo denuncia la preferencia escandalosa que algunos concedían a la filosofía y a los estudios jurídicos en perjuicio de la teología la cual se propone la salvación de las almas. Él sostiene con el ejemplo de San Pedro Damiani que preferir la filosofía a la teología hubiera sido como elegir entre Dios y el diablo.

La cultura del Santo es prevalentemente de índole sagrada. Los primeros historiadores primitivos testimonian su gran sabiduría teológica debida a la constante y diligente aplicación en el estudio de la Sagrada Escritura. Según Antonio la inteligencia de la Escritura (sacer intellectus) es superior a cualquier otra ciencia, es la única que hace al hombre verdaderamente sabio. Esta posición del Santo en relación con la filosofía no significa que él haya rechazado los principios científicos de los procesos racionales o de la técnica mental, pero en sus escritos se preocupa por subordinar la filosofía a la teología.

Pero Antonio, filósofo, está animado por otra ambición más noble, la del teólogo que se transforma en contemplativo. Él escribe que la contemplación es la más preciosa de todas las obras y todas las cosas que se puedan desear no son comparables a ésta.

Sus palabras casi nos sorprenden si pensamos que quien las escribió fue un hombre de una actividad pastoral muy intensa. Desde luego, no logramos explicarnos cómo pudo dedicarse a la contemplación él, que incluso en su breve período de apostolado no habría tenido tiempo ni siquiera para respirar.

La vida de Antonio está llena tanto de prédicas como de éxtasis, de conversaciones con Dios, de encuentros con el pueblo. El Santo de las multitudes es al mismo tiempo el Santo del silencio y de la soledad contemplativa.

Los exámenes científicos realizados en los huesos de San Antonio, en ocasión del reconocimiento de sus restos mortales efectuado el 6 de enero de 1981, confirman a partir de ciertos signos de las tibias y las rodillas que transcurría muchas horas arrodillado dedicado a la oración y a la contemplación.

La vida interior de San Antonio está en función de su incansable apostolado. Las pausas contemplativas eran con vistas al camino; es decir, está al servicio de los demás. Él pone a disposición del prójimo también y sobre todo las "rodillas".

También Antonio de Padua manifiesta la grandeza y la riqueza de su alma no tanto en su sugestiva, franca y enérgica predicación ni en su fama de taumaturgo como en la continua unión íntima con Dios.

El Santo considera que todos los cristianos están llamados a la contemplación infusa en general, sin especificación de grado, porque la contemplación es necesaria para la perfección de las virtudes: "Quienes quieran adquirir toda la justicia, es decir, la fe en Dios, la caridad hacia el prójimo, la penitencia hacia sí mismos, es necesario que vivan… en la quietud del espíritu y en la dulzura de la contemplación".

La vocación a la contemplación mística supone que el alma tenga los requisitos para recibirla. Entre éstos, Antonio enumera:

la pureza del corazón, que se extiende con el desprendimiento de toda cosa creada;

la pobreza, que exige el despojarse completamente, al menos en modo afectivo, de los bienes terrenales;

la humildad, que es una pobreza superior, porque es despojarse del propio yo y reconocer la miseria y nulidad de la naturaleza humana.

Otra virtud que dispone en modo particular a la contemplación es la castidad perfecta. Muy pocos autores místicos hacen mención de este requisito reservado a un limitado grupo de almas. San Antonio habla indudablemente de una experiencia personal. Él fue un candidísimo lirio de pureza. Para la mayor parte de los cristianos que vive en el matrimonio es suficiente la pureza de la mente (mentis puritate), conciliable con su estado.

Una idea fundamental vibra en los Sermones antonianos, y es el sentido de la vida polarizada en Dios a quien todo se debe dirigir. Para Antonio, la orientación de todo a Dios tiene un solo nombre: "oración".

Todo conduce al denominador común de la "oración", incluso en la variedad de la naturaleza del movimiento de ascensión hacia Dios o de su grado de perfección.

No hay página de los escritos antonianos de la cual no afloren el sentido y el gusto de la oración y la capacidad de orar. El Santo ora por "deber", pero siempre por convicción y necesidad espontánea.

Discípulo de Agustín, el doctor de la gracia, Antonio es el primero en practicar lo que enseña, y no cesa de pedir en todo momento, hasta él en el acto mismo de la predicación, la ayuda misericordiosa del Señor.

Para el Santo la oración es ante todo una relación de amor, que crea una íntima unión (oratio est hominis Deo adhaerentis affectio) con la persona amada (es decir, entre Dios y el hombre), llevando después a conversar dulcemente con ésta (familiaris quaedam et pia allocutio) provocando un gozo inefable, mientras haces de luz envuelven suavemente el alma que ora. Debido a su temperamento que necesita abrirse en lo que él ama, Antonio es un innato espíritu en oración.