La influencia de las teleseries

¿Por qué las teleseries influyen tanto en los jóvenes? Para responder adecuadamente a esta cuestión hay que tener en cuenta tres aspectos que confluyen en la contemplación de esos productos audiovisuales: la “autoridad social” que hemos conferido a las series, la legitimación de conductas que están configurando y la “transferencia de personalidad” que los jóvenes desarrollan cuando las consumen.

“AUTORIDAD SOCIAL”

Ante la desorientación que puede darse en los padres (su indiferencia ante los valores o su actitud permisiva), en muchos casos los jóvenes están concediendo más autoridad epistemológica (cómo es la familia) y deontológica (cómo debe ser la familia) a los modelos que plasman las teleseries que a los valores aprendidos en clase o en las conversaciones con sus padres. En la actual crisis de valores que afecta a la educación (escuelas que se limitan a instruir en vez de educar, familias que renuncian a su misión educativa), es la ficción audiovisual la que les dice cómo es la familia “normal”, cómo deben ser las relaciones entre padres e hijos y qué grado de compromiso tienen unos y otros en el proyecto familiar. Más aún, les dicen lo que está bien y lo que está mal, qué deben hacer para alcanzar una vida plena, cómo deben entender el noviazgo y cómo lograr la felicidad.

Los modelos de familia de series como Aquí no hay quien viva o Los hombres de Paco (familias rotas, infidelidades conyugales en cada capítulo, exaltación constante de la homosexualidad), unidos a la promiscuidad familiar de Los Serrano o 90-60-90, y a la fuerte carga sensual de muchas series para adolescentes (El Pacto, El Internado, Física o Química), les parecen hoy a los jóvenes más reales y auténticas que el cariño y la entrega que han visto en su propia familia.

Aunque las series sean pura ficción, tienen actualmente para muchos jóvenes más “autoridad” sobre lo que es y debe ser la familia que el ejemplo vivido en su hogar durante años y años. ¿Qué me van a decir mis padres sobre lo que debo o no debo hacer con mi novio?, llegan a pensar muchas chicas adolescentes. ¡Si yo ya sé lo que es el noviazgo! ¡Si yo lo he visto, lo he vivido! En realidad, lo ha visto y lo ha “vivido” en las series. Y eso, que es pura ficción, se le antoja más real que lo aprendido en casa y en el aula.

¿Por qué sucede esto? Entre otras cosas, porque muchos padres transmiten un modelo de familia en el que parecen no creer en absoluto: lo transmiten sin apenas convicción, ni alegría, ni entusiasmo; sin especial entrega y –desgraciadamente- no siempre con una clara coherencia de vida.

LEGITIMACIÓN DE CONDUCTAS

Hay un efecto social de las teleseries todavía más importante del que acabo de mencionar: la función de legitimación que las ficciones audiovisuales ejercen en nuestra sociedad. En su libro Theories of film, Andrew Tudor define así este efecto sobre el público: Es el efecto más potente de los habitualmente descritos, por el que las películas justifican o legitiman creencias, actos e ideas.

Hoy en día, el cine ha legitimado conductas y percepciones de la realidad que hace sólo unos años provocaban el rechazo moral de buena parte de la sociedad. Hoy, después de haberlos visto una y otra vez en filmes y teleseries, han pasado a ser “normales”, legítimos. El cine les ha dado carta de naturaleza, ha establecido socialmente que son mucho más corrientes de lo que se piensa, que son plenamente válidos y, en todo caso, que deben verse como inevitables. Por eso invita al público a aceptarlos como “políticamente correctos”.

Entre otros comportamientos que afectan directamente a la familia y que el cine y las teleseries han contribuido a legitimar, podrían señalarse:

— La convivencia durante el noviazgo: en todas las teleseries juveniles, desde El internado, 90-60-90 hasta la polémica TV movie El pacto, en la que siete adolescentes de 4º de ESO deciden quedarse embarazadas por solidaridad con otra alumna. Engañando de paso a sus parejas, llegan no sólo a banalizar el sexo, sino a justificar la maternidad por mero capricho, al margen de todo compromiso.

— La justificación y exaltación de la homosexualidad, en cintas como Brokeback Mountain, Philadelphia o La boda de mi mejor amigo y en teleseries como Aquí no hay quien viva o Los hombres de Paco.

— La ruptura familiar como forma de liberación, y la infidelidad como realización personal. Entre otros filmes que idealizan y legitiman el adulterio, cabe destacar Los puentes de Madison y entre las teleseries… casi todas.

— La promoción del aborto, como alivio para la madre (¿?) y como modo de “ejercer la Medicina”: por ejemplo en Las normas de la casa de la sidra.

— La legitimación de la eutanasia, con películas ideológicamente orientadas como Million Dollar Baby o Mar adentro. Además queda plenamente justificada en muchos diálogos de las teleseries actuales.

Ciertamente, el cine ha sido siempre una “fábrica de sueños”. En esos sueños, nos proyectamos habitualmente y con ellos tratamos de configurar nuestras identidades. Por eso, porque es punto de referencia para nosotros mismos, el mundo audiovisual ha sido también comparado a un gran espejo. Pero hoy en día parece ser “un espejo distorsionado”, porque al mirarnos en él y buscar nuestro verdadero rostro, lo que vemos resulta ser bastante alejado de nuestra vida, de nuestros valores, de nuestra familia. Lo que esas imágenes autorizan a pensar y a llevar a cabo es asumido por los espectadores como algo legítimo, validado y plenamente aceptable en nuestras vidas.

TRANSFERENCIA DE PERSONALIDAD

Finalmente, el cine nos invita siempre a una poderosa “transferencia de personalidad”. El filme y la ficción televisiva tienen una enorme capacidad seductora: nos transportan a otro mundo, nos invitan a soñar y nos hacen ver la realidad de otro modo. Nos hacen vivir otras vidas sin necesidad de salir de la sala de estar o del patio de butacas.

Esta capacidad de “fascinarnos”, de evadirnos de nuestro mundo y transportarnos a otro es la situación que Woody Allen plasmó en la película La rosa púrpura del Cairo (1985). Como Cecilia (Mia Farrow), la protagonista de ese filme, todo espectador siente también una llamada a “meterse” en la historia que ve en la pantalla. Si el argumento es bueno y cautivador, el espectador se “olvida” de que está viendo una ficción y asume esa historia como una experiencia que está “viviendo” en ese instante. Es decir, se siente impulsado a cruzar el espacio que lo separa de la pantalla y adentrarse en otro contexto de valores, seguramente alejado de sus creencias. Con su imaginación entra en el mundo de la ficción cinematográfica y experimenta en sí las emociones que viven los personajes: se alegra, se entristece o se enamora con el protagonista y hace propias sus inquietudes.

Este proceso de simpatía con los personajes es conocido en la industria cinematográfica como “transferencia de imagen o de personalidad”, y se alcanza cuando el espectador se pone en el lugar del personaje, asume sus ideales y empatiza con sus emociones. Cuando se da la identificación -más frecuente en los jóvenes y adolescentes- el espectador tiende a reducir las diferencias de criterios morales porque desea parecerse lo más posible a él.

Si los personajes de una teleserie aprueban las relaciones sexuales durante el noviazgo, los adolescentes que las vean tenderán a identificarse con esos deseos; si el protagonista de un filme siente rechazo al compromiso matrimonial, el espectador lo sentirá también (al menos, durante el filme); y si un personaje carismático cae en el adulterio movido por el sentimiento amoroso hacia una mujer, el espectador lo aprobará también emocionalmente, aunque sus convicciones vayan por un camino totalmente distinto. Si el 007 va a salvar al planeta, es tan fuerte y tan atractivo —interioriza, sin pensarlo, el espectador— que yo puedo perdonarle que, en el camino, se acueste con alguna mujer, incluso aunque esté casada. ¡Porque es mi héroe!

Ese deseo de identificación suscitado por la trama acaba por minimizar las diferencias en la escala de valores, al menos durante la proyección. No puedo identificarme con el protagonista —seguir la historia a través de sus ojos— y, al mismo tiempo, cuestionar sus ideales o sus comportamientos. Si el protagonista es infiel a su mujer (pero la historia justifica esa infidelidad por un “sentimiento verdadero”), o si miente para conseguir escapar (y así llevar a cabo su proyecto en favor de los demás), es decir, si la historia me arrastra, es muy posible que acabe asumiendo esas conductas como “auténticas” y acabe comulgando con ellas. Al menos, durante la proyección.

Esta transferencia de personalidad (conocida como “identificación”), resulta especialmente fuerte cuando hay una previa sintonía con el actor protagonista. Si una espectadora adora a Tom Cruise, cuando le vea en una película tenderá a querer todo lo que él quiere y a detestar todo lo que él detesta. Y si un espectador siente atracción por Scarlett Johansson, tenderá también a identificar sus emociones con las de ella, buscando una sintonía en las actitudes y los comportamientos asumidos por su personaje en la película. Emocionalmente, llegará a comulgar con esos planteamientos, sobre todo si su formación es escasa o sus convicciones son superficiales.

Una cosa está clara. La “autoridad social” de las teleseries y la “transferencia de personalidad” con personajes carismáticos se ven fuertemente atenuadas y matizadas cuando los padres han sabido ganarse el cariño de sus hijos. Si los hiciéramos partícipes de la tarea maravillosa que ha sido para nosotros formar una familia, del gustoso sacrificio que hemos puesto en traer hijos al mundo y educarlos, de la importancia de nuestra misión como padres (la más importante de nuestra vida), probablemente ellos amarían también nuestro modelo de familia y concederían menos autoridad a las teleseries. Compartirían con nosotros la ilusión de crear un hogar y de entregarse por amor en un compromiso matrimonial que llenará de sentido toda su vida.

Alfonso Méndiz Noguero

Universidad de Málaga