La maestra del silencio
Octubre, 2019.
Starovieschi, Y.
Estaba siendo tragada por el abismo que crecía en mi propio pecho, traté de llenarlo con tantas distracciones como fuera posible; comida nunca era suficiente, solo engañaba mi mente hasta que mis propios platos favoritos perdían el gusto que una vez amé, comprar solo se sentía bien por menos de un instante, pero lo lamentaba cuando veía que no había con quién compartirlo; actividades y charlas que solían gustarme perdieron su total significado. ¿Qué será lo que tengo que hacer para llenarlo?
Era como un pequeño demonio, que comía mis ideas y arruinaba amistades, Era como estar dormida pero despierta, una pesadilla en la que todos se alejaban con cada palabra que salía de mi boca.
-Este vacío tiene la culpa – fue lo primero que pensé.
Los demás no saben cómo me siento, no deberían juzgarme tanto – después de cada palabra, el demonio y el abismo seguían creciendo por igual.
Ellos no saben cómo es mi vida, deberían dejarme sola si tanto les molesto. – cada palabra que salía de mi boca era distorsionada de lo que en realidad pensaba, quería ayuda, pero me negaba a pedirla. Solo quería gritar que silencio es todo lo que necesitaba. Una y otra vez, voces en mi cabeza tratando de liberarme de unas cadenas que yo misma creé, terminaron haciendo su peso aún mayor.
Sin darme cuenta se crearon diferentes grietas igual de peligrosas que terminaron de destruir cada vínculo que alguna vez formé.
La culpa es un peso demasiado grande para una represa a punto de quebrarse…
-No es mi culpa, son ellos los que se alejaron primero.
-Esto es tu culpa
-No, no lo es
Ahí están de nuevo, voces que no paran por más que lo intente, van y vienen, gritan y susurran, producen ruido como las olas más bravas de la playa, pero nunca la armonía de una ola calma y silenciosa capaz de alejar problemas con cada vaivén.
-Quiero volver
-Pero no quiero verlos
-Quiero un abrazo
-Pero no quiero pedirlo
Como dos caballos tirando de una cuerda en direcciones opuestas, era inevitable que se desmoronaría todo eventualmente.
Terminar en la playa debió haber sido el destino porque apenas recuerdo haberme dirigido fuera de mi apartamento, entonces ¿de dónde podría venir la idea de una caminata en plena tarde? Sentí mis pies hundiéndose en la arena mojada, para luego ser tapados por olas heladas que comenzaban a reflejar el brillo de alguna estrella temprana en aparecer, ver las antiguas huellas borrándose en la orilla por alguna razón se sentía increíble.
¿Qué clase de persona habrá caminado antes de mi llegada? – antes de darme cuenta, preguntas como esta invadieron mi cabeza.
Seguí caminando hasta que vi a una mujer, mayor que yo, sentada en la arena, sin toalla, sin comida, bebida o alguna forma de entretenimiento. No pude evitar quedarme mirándola y pensando qué estará buscando en el horizonte tan desesperadamente que no ha alejado la vista de él desde hace un buen rato ya.
Sin decir nada solo me acerqué a ella, como si fuésemos conocidas de toda la vida, tomé asiento justo a su lado y miré el mismo punto que miraba aquella señora.
Preferí no preguntar, no estaba segura de por qué, pero creí conocer la respuesta. Esperé por un par de minutos y llegó, el momento que tanto había estado esperando, junto con la caída del sol, se fueron todas las voces, el vacío no se sentía tan pesado y todo era tan tranquilo como una dulce melodía.
La señora se paró atrayendo todavía más mi atención para finalmente hablar.
-¿Por qué guardaste silencio por tanto tiempo? – me preguntó con una voz dulce y suave, esperando mi respuesta
-Parecías no querer ser interrumpida. – contesté con naturalidad
-Estaba buscando algo.
-¿Lo encontraste? – pregunté genuinamente interesada
-Creo que lo hiciste antes que yo. – respondió con una sonrisa nostálgica
-¿Y qué era? – me alteraba cada vez más porque ella parecía tener la respuesta que quise saber desde hace mucho.
-…Cómo callar las voces. – dijo mirándome a los ojos
-¿Y por qué piensas que lo logré? – murmuré recordando lo que ellas me hicieron sufrir
Busca la respuesta en ese atardecer. – luego de eso, la señora comenzó a caminar por la orilla del mar, con los pies descalzos, hasta desvanecerse en el fuego del sol perdiéndose en el horizonte.
Volví cada tarde, buscando a aquella señora, la de ojos intensos pero amables, como la llamé al no atreverme a preguntar su verdadero nombre, la que tenía las respuestas, la maestra del silencio.
Un tiempo me llevó darme cuenta que ella no volvería y tampoco lo haría yo.