Por Constanza Rodríguez
El teléfono comenzó a sonar en la madrugada. Inmediatamente, Guadalupe contestó. Eran las mismas personas que la habían llamado hace tres días. Lo que ellos le dijeron la dejó helada: habían encontrado a su hija, la cual había desaparecido hace cuatro días mientras volvía sola del instituto para reunirse con sus amigos. La habían encontrado muerta en el lago.
Apenas colgó, su marido entró corriendo a la sala donde se encontraba su esposa y le preguntó emocionado: "¿Y... qué te dijeron? ¿Ya la encontraron?" Ella asintió levemente, y su esposo se puso feliz. Sin embargo, al observar detenidamente su mirada, su felicidad se desvaneció. "¿Qué pasó? ¿Está ella bien?" preguntó alarmado.
"No, cariño. Nada está bien", dijo ella y se echó a llorar sobre el hombro de su marido. Al cabo de unos minutos, cuando ella ya había dejado de llorar lo suficiente como para poder hablar, le contó todo, incluyendo cuidadosamente todos los detalles.
Apenas terminó de hablar, Mario dijo: "Entonces supongo que tenemos que ir". Casi inmediatamente, ellos estaban de camino al lago donde habían encontrado el cadáver de su hija.
Ella solo tenía trece años. Su nombre era Lucía. Era alta y delgada, con ojos del color del caramelo, casi tan dulces como la miel. Su cabello era largo y pelirrojo. Prácticamente se podría decir que era la niña perfecta, pero tenía una única imperfección, su temperamento. Sin embargo, solía poder controlarlo.
La única cosa que la hacía perder el control era cuando su hermano pequeño, Barney, mascaba chicle, o mejor dicho, hacía plop. Eso era lo único que la irritaba. Incluso había dicho que si él hacía un solo plop más, se arrepentiría. Como siempre, Barney, que era muy terco, hizo plop, y Lucía perdió el control y lo arrojó por la ventana. Afortunadamente, vivían en un segundo piso y él no sufrió daños permanentes.
Pero desde ese día, Barney no volvió a mascar chicle frente a su hermana, quien era cinco años mayor que él.
Pero, en fin, sigamos por donde estábamos... Ah sí, apenas llegaron al lago, el sheriff, quien era un gran amigo de Mario, los recibió y les dio la terrible noticia de que su hija evidentemente estaba muerta. Ellos pidieron ver el cuerpo de su hija por última vez, pero se lo impidieron, ya que dijeron que era tóxico estar cerca de ella sin tomar las medidas necesarias y que, aun así, era un riesgo. Para ella no tenía sentido, ya que, si ella realmente se había ahogado, no habría razón para que el cuerpo de su hija tuviera una sustancia tóxica. Pero guardó su comentario. Más tarde, cuando llegó a su casa, lo primero que hizo fue subir las escaleras e entrar en la habitación de su hija.
Una avalancha de recuerdos la invadió y, por accidente, se quedó dormida en la cama de su hija.
Durante la semana, actuaba como si no le afectara, pero cuando nadie la observaba, la extrañaba en secreto, cuidando de no preocupar a su marido.
Algo no encajaba. La muerte de su hija era inusual. ¿Cómo había terminado su cuerpo en el río cuando se suponía que estaba en el cine con su mejor amiga, Lara, y su padre?
Entonces se le ocurrió la maravillosa idea de preguntarle a Lara sobre lo que realmente pasó con Lucía.
Apenas llamó a la puerta, fue el padre de Lara quien la recibió. Él era alto y delgado, justo como su hija. La única diferencia era que su cabello era moreno, como el de su madre, mientras que su padre era pelirrojo, como el padre de su padre, y así durante generaciones.
Ella le preguntó a Lara si sabía por qué había muerto su hija. Lara no pudo más y lo soltó todo. Dijo que, cuando volvían del instituto como todos los días, a Emma se le ocurrió ir al centro comercial a comprar un helado. A Lara y a Lucía les encantó la idea, pero tenían que pedir permiso a sus padres. Sin embargo, a Lucía se le había acabado la batería del celular, así que no pudo avisarles. Aun así, decidieron ir igualmente.
En el centro comercial, a Emma le entraron ganas de ir al baño. Para no dejar sola a su amiga, Lara la acompañó y la esperó en la puerta del baño, desde donde no se podía ver la mesa donde estaba sentada Lucía. Al regresar a la mesa, descubrieron que Lucía no estaba allí. Lo extraño era que ella no les había dicho a dónde iba y había dejado todas sus cosas, incluido su celular. Lucía nunca dejaría su celular.
Decidieron buscarla, pero lamentablemente no la encontraron. Se estaba haciendo muy tarde, así que recogieron las cosas de Lucía e hicieron camino hacia sus respectivas casas. Supusieron que Lucía se había ido a su casa, pero se había distraído y había dejado sus cosas por accidente. Así que cada una se fue a su casa tranquila.
Apenas terminó de relatar lo sucedido, Lara se echó a llorar. Dijo que no se había esperado que ella desapareciera, y mucho menos que muriera.
Más tarde, Guadalupe regresó a su casa con nueva información y nuevas dudas. ¿Cómo había llegado el cuerpo de su hija al río cuando la última vez que fue vista fue en el centro comercial con sus mejores amigas?
Esa noche, se quedó despierta con esa duda en mente.
Pasaron unos días, y en una tarde nublada con una leve ventisca, el timbre de su casa sonó. Al abrir la puerta, se encontró con dos hombres vestidos de traje negro de terciopelo. Uno de ellos dijo que era de la CIA y el otro supuestamente era del FBI. Ella no les creyó ni un segundo, pero aun así los dejó pasar.
Ellos le preguntaron por su hija. Sin embargo, ella los interrumpió y les cuestionó qué tenía que ver la muerte de su hija con los asuntos de la CIA y el FBI. Un silencio infinito se instaló en la habitación hasta que su esposo entró, rompiendo la tensión. Guadalupe ofreció amablemente a los oficiales un té, mientras continuaban interrogando a su esposo, quien se sentó a su lado.
Ella aprovechó la oportunidad para escabullirse a la cocina y llamar a su hermano, un agente del FBI. Su hermano confirmó que no los conocía y le advirtió que se mantuviera en la cocina, ya que había patrullas de policía en camino. Resultaba que los supuestos oficiales no eran más que dos de los ladrones de bancos más conocidos y peligrosos del mundo.
Siguiendo el instinto de proteger a su familia, hizo lo que una buena esposa haría: llamó a su marido, fingiendo que necesitaba ayuda para alcanzar algo en la cocina. Cuando su esposo entró, ella inmediatamente le contó lo que su hermano le había dicho, y juntos acordaron asegurar la puerta y esperar a que llegara la patrulla policial.
Pero los extraños visitantes no estaban dispuestos a rendirse. Apenas colgó el teléfono en la cocina, se escuchó el sonido casi imperceptible del pestillo de la puerta…