Jugando a los bolos, derrotó cinco. Salto, dejando escapar un grito de exclamación.
—¿Por qué festejas? —pregunta mi amigo, mirándome desconcertado—. Cinco bolos no son tantos.
—El cinco es mi número de la suerte. Siempre me acompaña. Si saco un cinco en un examen, sé que en el próximo sacaré un diez —sigue mirándome, sin entender—. Mirá.
Espero mi turno, determinado. Veo mi nombre en la pantalla, expectante, indicando que debo arrojar la bola. Hago un movimiento con el brazo, que manda la esfera a volar… y hago un strike.
—No estaba mintiendo —digo, observando la cara de sorpresa de mi amigo.
De noche, veo la quiniela. Puse cincuenta pesos, ya que contenía el número cinco. Observo las bolillas rodar, salto de emoción, esperando que lo elijan los presentadores.
Treinta y ocho. Ya voy uno.
Sesenta y dos. Voy dos.
Doce. Voy tres.
Setenta y tres. Voy cuatro.
Y cinco… lo cual me hace ganador. No me inmuto: ya sabía que ganaría.
Al día siguiente, me dirijo a recoger mi premio: cincuenta millones de pesos. Mientras caminaba, diviso un papel tirado en el piso. Lo levanto y veo que es un descuento del cinco por ciento en el parque de diversiones de la ciudad. Decido guardarlo, curioso: tenía el número cinco.
Después de conseguir el dinero, voy hasta el parque. En la boletería me hacen el descuento y me dicen que casi no hay fila adentro. Les agradezco, pero no me conmueve: ya sabía que estaría vacío.
Me subo a una montaña rusa, una de mis favoritas. Antes de hacer una bajada enorme, la atracción se detiene súbitamente. Anuncian por altavoz que tardarán cinco minutos en arreglarla. Mi número.
Pero, por primera vez, sentí terror. Porque, justo después de esos cinco minutos, empiezo a bajar en picada. Solo que, al mirar hacia arriba, veo los rieles… rotos.