Enigmas pasajeros
Estábamos escuchando a la profesora, o por lo menos mis compañeros, hablar sobre el arte del renacimiento. Nos encontrábamos en la última hora de clase de un viernes, así que todos nos encontrábamos bastante cansados. Ese día, la profesora nos asignó un trabajo, el cual no tenía planeado completar, por lo tanto, abrí el libro y simplemente me recosté sobre la palma de mi mano, imitando leer.
Cuando abrí el libro en la página indicada, me pareció extraño encontrar una mancha negra, el libro era nuevo. Al principio la ignoré, frustrada, miré a mi compañero para pedirle una goma, pero no tenía y cuando volví a mirar, la mancha había doblado su tamaño. Me refregué los ojos con las palmas, pero cuando volví a abrirlos esta ocupaba la totalidad de la hoja, esto no podía estar ocurriendo, era muy extraño. Pestañeé para asegurarme que no fuera una ilusión, pero cuando mis párpados se volvieron a abrir me encontraba en un lugar totalmente desconocido. Estaba bastante desorientada y muy confundida, respiré hondo y empecé a mirar alrededor.
Un hombre de mediana edad empezó a acercarse a paso rápido, parecía estar apurado. Al cruzarnos, me pechó, yo reaccioné con un movimiento brusco. El hombre parecía igual de perdido que yo. Se disculpó y se presentó, cuando su nombre salió de sus labios, quedé petrificada, estaba frente al famosísimo Leonardo Da Vinci. Nerviosa, le pregunté por su prisa, luego de lo que pareció ser una infinidad, él simplemente preguntó si lo quería acompañar. Era obvio que iría con él, ansiaba verlo pintar y esculpir, y ver sus grandiosas creaciones.
Mis ideas fueron interrumpidas por su voz que anunció el comienzo de nuestro viaje a Milán. En un abrir y cerrar de ojos saltábamos a nuevas aventuras, lo acompañé durante años de su vida, aunque para mí fueron minutos. En una hora ya habíamos atravesado durante el periodo en el que pintó y creó la canalización de ríos para purificar el agua, “La Virgen de las Rocas”, “La Divina Proportione”, “'La última cena” y “La Gioconda”, mi favorita. Todavía recuerdo cuando el señor Francesco Bartolomeo llegó con su esposa para poder conseguir su retrato, su señora era muy mona, he de mencionar. Su cuadro fue muy enigmático, todavía puedo ver cuando cierro mis ojos su sonrisa. Se lo pregunté hasta el día que me despedí de Leonardo, si en realidad ella sonreía o mantenía un gesto frío. Pues nunca lo sabré. Cuando miraba para descifrarlo sus labios desaparecían, cuando miraba su rostro ahí estaban, no podía comprenderlo y por eso era mi obra favorita, nunca me aburriría de verla porque nunca la entendería. Además, solía posicionarme detrás de él para así observar lo que pintaba, y mientras me movía, parecía que la pintura me seguía con la mirada, me ponía los pelos de punta. También pude asistir en este viaje a las disecciones de cadáveres y acompañarlo en sus últimos años de vida en el palacio de Cloux en Francia.
Su último día fue extraño, fue en el que volví a despertar. Su vida había acabado y la mía recién comenzado.