• El grabado en las misiones jesuíticas, por Josefina Plá, 2006.

Josefina Plá, “La imprenta y el grabado en las misiones jesuíticas”, “El grabado en las Doctrinas”. En Josefina Plá. El barroco hispano guaraní, Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción - Intercontinental Editora, Asunción-Paraguay, 2006

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EL GRABADO EN LAS DOCTRINAS

No habrían sido los Padres Jesuitas los sagaces pedagogos que fueron si al intentar con esta imprenta mayores facilidades para la Doctrina hubiesen descuidado el aspecto ilustrativo.

Quizá no sea preciso recordar que el auge del grabado acompaña al éxito creciente de la imprenta; la plancha de madera primero, la plancha sobre metal luego, siguen a la letra de molde en su hipertrófica aventura, emancipándose de ella también en incontables ocasiones, en su misión suasora [c] y didáctica, esencialmente popular. Esos grabados en madera o sobre metal, ya incorporados al libro, ya autónomos; bajo la forma de hojas sueltas, láminas o estampas, desempeñan papel vital en la difusión y conservación de la doctrina, sobre todo a raíz de la Contrarreforma. La ilustración y la estampa llegan a zonas del espíritu adonde no alcanza el texto, por las virtualidades psíquicas universales de la imagen. Hay cosas que al hombre común no le entran al entendimiento sino por los ojos; cosa "de tejas arriba" de las cuales sin embargo es preciso de todo punto tenga idea firme el creyente. Así la fealdad del pecado, encarnado en el diablo; la fiereza de los tormentos infernales o la visión beatifica. La dificultad de entender, a la par que la necesidad de hacer comprender, aumenta cuando se trata de recién conversos, de indios, de gentes de más limitadas luces si cabe. Los mismos jesuitas observaron ya desde el comienzo que sus neófitos "comprendían mejor por la vista que por el oído"; en ellos la fantasía, la avidez de lo nuevo y maravilloso, prevalecía sobre lo intelectual. Para llenar cumplidamente su misión pues, la imprenta de Doctrinas debía tener en cuenta ese factor ilustrativo.

Gran parte del proceso y carácter del arte desarrollado en las Misiones jesuíticas durante la existencia de las Doctrinas tiene su explicación en este aspecto "visual"’ que adoptó de preferencia la materia didáctica en la conversión y subsiguiente afirmación de la fe en las poblaciones sometidas al régimen misionero.

Natural era pues que los jesuitas emprendiesen la formación de grabadores que pudiesen responder a estas exigencias; completando así a la vez su independencia de la metrópoli en lo que respecta a los elementos publicitarios. Un aspecto no desdeñable de esta independencia fue por cierto la economía que para las Doctrinas representaba la impresión realizada in situ. Precisamente uno de los argumentos en que los misioneros apoyaron su solicitud de una imprenta fue que así los libros necesarios para la catequesis y adoctrinamiento – que debían ser, no se olvide, en lengua aborigen – resultarían más baratos.

Y así como en todas las Misiones existieron talleres de pintura y escultura, hubo también talleres de grabado. Estos debieron lógicamente ser los últimos en incorporarse a la lista artesanal de las Misiones; pero si consideramos como primera etapa de los mismos el ejercicio de copia a que me he referido, debemos aceptar que su funcionamiento se inicia casi al mismo tiempo que el de las otras artesanías.

Según el padre José Cardiel, a quien debemos la noticia de que en todos los pueblos misioneros había grabadores, "algunos eran tan buenos, que sus trabajos fueron a Italia, Francia y Alemania". Ningún otro testimonio abona esta noticia del Padre Cardiel; pero sabemos que en otras áreas virreinales circularon ampliamente estampas de producción local, principalmente mexicanas (de la estampa de la Virgen del Rosario, por Juan Ortíz, se tiraron dos mil ejemplares, número enorme para aquel tiempo) y de esas estampas algunas llegaron a Europa. Nada tendría pues de particular que también de aquí se hubiesen enviado, teniendo en cuenta que esa técnica alcanzó en las Doctrinas notable grado de perfección.

Casi todos los grabados en que actualmente podemos apoyarnos para la apreciación de lo que fue esa artesanía en Misiones, se encuentran insertos en el libro De la diferencia entre lo temporal y lo eterno, del Jesuita español Juan Eusebio Nierenberg, editado en Santa María la Mayor en 1705. Seria el tercero de los incunables misioneros. De él quedan solamente dos ejemplares completos, y dos incompletos; de éstos, uno en nuestra Biblioteca Nacional (1).

La obra mencionada, que Torres Revello califica de monumental, y de la que Angel Justiniano Carranza dice ser "libro rarísimo, digno de una monografía", es un volumen de 438 páginas con texto a dos columnas. Son de notar la corrección y nitidez tipográficos, la limpieza de la impresión. Lleva 43 láminas abiertas en cobre, metal entonces de elección para estos trabajos a buril; y 67 viñetas e iniciales de capitulo, también sobre cobre. En opinión de Currea, se trata "del más perfecto de los libros editados en el Nuevo Mundo".

De todos los grabados, sólo uno aparece firmado: es el que representa al Padre Tirso González, General de la Orden: Lo suscribe Joannes Yapari, al cual corresponde el titulo de primer grabador platense y también único grabador misionero identificado.

La firma dice Joan. Yapari sculpsit, con lo que, de acuerdo al uso, se reconoce el trabajo de buril, pero no el de diseñador original.

Las demás láminas carecen de firma, y todas ellas han venido siendo atribuidas al mismo grabador. Furlong (2) disiente, y estoy de acuerdo con él. Esta atribución no resulta plausible, cuando se observan los distintos niveles de pericia y estilo evidentes en estas planchas. Mucho difieren entre sí, por ejemplo, esta lámina firmada, buena sin duda, con su diseño preciso, su claroscuro un poco duro; y la alegórica que representa a la Iglesia; la que muestra a Cristo juzgando a los siete obispos de Asia; la que reproduce a las cabezas de la Orden, San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier; o las que ilustran las torturas del infierno.

Preside en las dos primeras de las anónimas nombradas una evidente sabiduría estilística (el diseño de la segunda tiene por cierto su duplicado en una tabla tallada que se conserva en el Museo argentino de Luján; ejemplo del trasiego de técnicas característico de la época), la grafía es sensitiva, hay flexibilidad en el arabesco, finura en el detalle. En la que representa a los fundadores, simétricamente compuesta, el dibujo de los paños es rígido, las líneas parecen tiradas a regla, el claroscuro es pobre, el globo terráqueo ostenta una geografía arbitraria. Es la obra de una mano exacta pero escasamente sensible a los matices. En las láminas que representan tormentos infernales, algunas ofrecen rasgos muy semejantes a los que caracterizan el buril de Yapari (Frater fui draconum); en otras, la distinta grafía de los cabellos o las llamas, el bato diferente del claroscuro, sugieren cuando no diseño de autor distinto, buriles también diversos (3). En algunas, por fin – las que podríamos llamar panorámicas, el dibujo tiende a un sintetismo que sacrifica el detalle en aras de la expresión; la espontaneidad prima sobre la técnica. En cuanto a las viñetas o las iniciales de capítulo, el dibujo es suelto, abreviado, expresivo en su misma ingenuidad; también aquí podrían diferenciarse matices de oficio: pero en general son grabados expertos, encantadores.

Como los modelos utilizados fueron de autorías distintas, también, podría alegarse que las diferencias radicaron en ellos, y que el copista indígena no hizo sino reproducirlas. Pero una comparación de los modelos identificados con las copias correspondientes no favorece esta hipótesis. Diseños originales de la misma mano presentan distintos grados de oficio al pasar a la copia. En mi opinión, repito, no es arriesgado aceptar que los grabados son individualmente o por grupos, de distintas manos; y que sólo se permitió firmar al grabador que mayor éxito alcanzó en su trabajo, o cuyo esfuerzo se juzgó, por razones que no conocemos, más importante o digno de distinción.

Estimada esta obra en conjunto, y aún al margen de su valor histórico, es por demás interesante. La asimilación del oficio por el indígena fue sorprendente. Debemos de nuevo recordar que el indio no poseía una tradición artesanal específica, ni siquiera basada en el ejercicio de una plástica propia, que en otras áreas proporcionó al nativo un punto de partida para su trato con materias y formas. Todo fue adquisición inédita. Era el indígena en cambio, como hemos visto, excelente copista, y en esta copia tenía buen adiestramiento previo. Copió, pues, láminas ya existentes; quizá en algún caso, no comprobado aún, diseños compuestos por los Padres. No es imposible que en algún caso encarase el indio la libre composición; pero no podemos por ahora aventurar una atribución de este género en ninguno de los grabados que nos ocupan. Los talleres de grabado en las doctrinas debieron girar en esta disciplina artística como en las otras, sobre el desempeño de maestros encargados de proporcionar los modelos y dirigir y controlar los trabajos (4) aunque alumnos aventajados y diestros (los alcaldes) pudiesen en muchos casos dirigir y supervisar los aspectos secundarios, como fue usual en los talleres de pintura, escultura y oficios (5).

¿Cuáles fueron los modelos utilizados en los talleres de las Doctrinas para estos grabados?

En lo que se refiere a las láminas en la obra del P. Nierenberg, tres fueron, al parecer, las fuentes identificables:

I.– Ilustración de la edición antuerpiense de 1684 del mismo libro (grabados del artista flamenco Dirk Bouttats).

II.– Grabados sueltos de diversas procedencias (en el caso del retrato del P. Tirso González, el original parece haber sido un grabado inglés).

III.– Iconografía infernal del estampario corriente en la época – muchas de estas estampas tienen su origen tan lejos como mediados del XV–. Algunas de estas láminas pudieron inclusive formar parte de libros religiosos, a los cuales la penuria bibliográfica local impide acceso.

Los diseños tomados al primer ilustrador, Bouttats, no precisan comentario. En cuanto a los de origen diverso, hay que tener presente que la importación de estampas europeas fue abundante; se le añadió luego la de producción americana; y en cuanto a libros, llegaron a América igualmente en gran número: los primeros que llegaron al Río de la Plata lo hicieron en la bodega de la nave capitana de D. Pedro de Mendoza. En todas las Reducciones existieron bibliotecas, nutridas para la época – San Borja, 516 volúmenes. ltapúa 530. San Pedro 830. Candelaria 3700. La mayoría de estos libros eran de contenido religioso.

Pero en lo que se refiere a las viñetas e iniciales capitulares, podríamos identificar asimismo como fuente la iconografía popular y estamparia española. Muchas de esas viñetas pudieron ser tomadas de libros en circulación.

Pero aun la copia, si se toman en cuenta las dificultades de una técnica compleja como la del grabado en metal, significa en esta área como en ninguna un triunfo de la habilidad indígena y del magisterio de los Padres.

Es en las láminas que reproducen las ilustraciones de Dirk Bouttats donde el estudio comparativo, con el modelo a la vista, permite apreciar, a la vez que el grado de perfección en la técnica, la intervención del espíritu indígena aportando modificaciones en el acento plástico. La figura altera perceptiblemente sus cánones, la perspectiva se diluye, la composición tiende a centrarse buscando instintivamente la simetría, con el consiguiente reflejo en el equilibrio de conjunto.

No son éstas las únicas manifestaciones observables. A menudo esas estampas están reproducidas invertidamente, fenómeno involuntario corriente en la copia o trasiego y que resulta cuando se diseña directamente sobre la plancha el dibujo original. También se introducen modificaciones compositivas, sustituyendo elementos simbólicos o no por otros que a juicio de los Padres pudiesen resultar más asequibles al indígena, o simplemente de contenido más impresive [d]. Así en la lamina de Bouttats que representa los últimos momentos de un pecador, y cuya inspiración en Brueghel es indudable, el cuadro que colgado sobre la cabecera del moribundo representa un festín y con el cual se quiere aludir a los pensamientos profanos y de gula que aún en la agonía preocupan al enfermo, ha sido sustituido por una horrifica aparición de diablos en su más eficiente atuendo profesional, que al parecer se aprestan a llevarse el ánima empecatada en cuanto abandone el cuerpo.

De las láminas destinadas a ilustrar torturas infernales, algunas, como se ha dicho, reproducen figuras aisladas de réprobos asediados por feroces dragones y serpientes. Estas láminas encuentran su equivalencia en estampas o pinturas de México o Perú, de fecha anterior o posterior, revelando así la existencia de un modelo común (6). Otras son escenas de conjunto, panorámicas; y en ellas la composición reedita igualmente en líneas generales las que en sus cuadros y pinturas murales de trasmundo utilizaron los artistas alemanes, flamencos y aún españoles – especialmente catalanes –. Se colocan estas composiciones en la línea del arte superrealista – tema metafísico, intención simbólica – que en los artistas citados tuvo aspiración religiosa, y en algunos casos simplemente ética. La acumulación de escenas organizadas con una inventiva de refinada crueldad es su denominador común.

Aquí también, al pasar por la sensibilidad del diseñador misionero, los elementos figurativos, sin perder su autenticidad y personería iconográfica, experimentan una versión que los adapta a la mente del neófito, los coloca al nivel de la cosmovisión indígena. En otras palabras, el determinismo local hace sentir su influencia en la selección de los elementos superrealistas que configuran ese ámbito del pecador sin esperanza y le dan su tónica de horror retributivo.

Se observa que el artista misionero, obediente a las órdenes del Concilio de Trento, evita escrupulosamente el desnudo, que a los artistas alemanes, flamencos y aún españoles mencionados les tuvo siempre sin cuidado. El diseñador misionero se preocupa de que aún en tan apurado trance los precitos [e]– por lo menos los que ocupan situación conspicua – no carezcan de un pudoroso taparrabos.

La composición acumulativa, rica en incidentes, anecdótica, resulta por coincidencia feliz la más adecuada al sentir del neófito, moldeado sobre una visión de lo circundante en la que el hombre no ha impuesto aún su orden y método; la más afín al instinto que el primitivo, por universal testimonio, explaya al disponer sus diseños sobre piedra, madera o hueso. Pero en vez de las fantasías sofisticadas, fruto de una imaginación alimentada en vivencias culturalmente milenarias, que multiplica, conjugándolas, sus asociaciones, en el arte viejo mundista, el infierno del guaraní converso nos brinda escenas simples, extraídas del ámbito de sus experiencias más o menos familiares; fáciles de identificar y asimilar. Más que símbolos, representaciones directas, que no exigen esfuerzo interpretativo de parte de estas mentes sencillas. Los demonios sayones no ofrecen las fantásticas simbiosis de utensilios de cocina, de pieza de armadura o vasija de laboratorio, con el cuerpo humano o animal, a que fueron tan afectos esos pintores alemanes y flamencos del trasmundo – Memling, Van Der Huys, El Bosco –. Nada de "diablos con cara de alcuza". Son bestias más o menos humanizadas, o humanos más o menos animalizados, en la línea cultivada por Durero o Holbein, que son los que más se aproximan a la inspiración española e italiana, y cuyas láminas vinieron al Nuevo Mundo. En esas figuras hasta el más torpe de los conversos podría identificar la silueta familiar y temida de las alimañas pobladoras de sus montes y esteros; aguara, jaguar, carancho, jakare. Nada de instrumentos músicos como ingrediente sádico en este programa; los jesuitas amaban la música, y en ella encontraron un auxiliar precioso para su labor catequizadora.

En el centro de una lámina, el condenado que gira atado a una rueda padece la tortura adicional de un carancho que le diseca el esternón. Un diablo, con muestras de profesional complacencia, da a un huésped recién llegado la bienvenida con un golpe de porra a prueba de aspirinas. En otro ángulo, un belitre de orejas y rabo perrunos, enarbola una erizada penca contra un pecador, con la izquierda: detalle éste gracioso que se halla en Durero y los primitivos españoles mencionados, recordando sin duda el viejo dicho de que el diablo es zurdo. Inclusive es posible distinguir entre los precitos algunos que por el color más prieto y por el cinturón tejido o los adornos en los tobillos, muestran ser indígenas, que allá abajo por lo menos disfrutan de cristiana paridad en el trato con los blancos. Escenas todas realistas y reconocibles a pesar de ese gálibo un tanto extravagante de los dueños de casa. Conceptos en vez de metáforas, como lo requería la mente del converso.

Así es como en estas planchas se hace presente la impregnación telúrica. Ella es la que da a los dibujos, también, su tendencia angular, su economía de líneas, su congelación de movimiento en actitud, su ingenuidad en la solución de los problemas compositivos, su candor conceptivo.

En estos demonios verdugos vino por otra parte a encontrar el indio cauce sublimado a sus reprimidas creencias tradicionales: se hizo lícita para él la evocación de los genios y fantasmas habitantes de sus bosques y esteros del mismo modo que en los rostros radiantes de cierta iconografía anterior al XVI (estampas góticas) hallaron identificación para sus símbolos cosmogónicos, aherrojados los artistas del Altiplano (7). Vinieron en suma a ser estos diablos zoomórficos algo así como la concreción plástica, aquí permitida y licita, de esos mismos seres míticos que hasta entonces sólo habían tenido forma en la imaginación del nativo.

Los indígenas creyeron en la existencia de numerosos seres de éstos de híbrida traza, que conjugaban atributos humanos y animales o de animales diferentes, al modo de los faunos, las hidras o los cancerberos del Viejo Mundo. Ninguno de esos seres había tenido hasta entonces concreción plástica. El infierno recién adquirido debió ser para el indígena la cristalización de esas formas monstruosas, familiares a su fantasía, por fin "visualizadas"; y la vitalidad de la línea traiciona el entusiasmo con que el indígena asimilaba el tema, fecundo en asociaciones para su imaginación aún no liberada del misterio y terror selváticos.

En 1724, y asimismo en Santa María, se imprimió el libro Explicación del Catecismo, en guaraní, libro notabilísimo también, por haber sido su autor un indio, Nicolás Yapuguay. La tapa de este libro lleva una viñeta representando a la Virgen con el Niño.

La iconografía mariana abunda en bellísimos ejemplos de la más tierna y graciosa maternidad; españoles, italianos, flamencos y hasta alemanes han rivalizado en la creación de Madonas que son suma de suavidad divina y humana terneza. Pero pocas podrían compararse en este aspecto con la pintura que sirvió de modelo al grabador misionero, en su exquisita actitud de candorosa ternura en la Madre correspondida amorosamente por el Niño. La viñeta repite linealmente la pintura que, procedente de las Misiones, se halla en la colección que fue de D. Enrique Peña, en Buenos Aires, y de la cual existe en la misma colección una réplica con ligeras variantes. La reiteración en la copia muestra que se trató de una imagen conocida y estimada: el modelo original fue una Virgen italiana (8).

Una Madona en actitud semejante se halla en Cuzco, y un San José con el Niño en Quito: en ambos cuadros la pose es exactamente superponible, y el pintor resolvió el problema del sexo cambiando las vestimentas y colocándole a San José la correspondiente barba... Son ambas pinturas superiores desde el punto de vista de oficio a la Virgen misionera. Pero carecen de la espontánea dulzura de estos "primitivos" misioneros, primitivos que se aproximan, por el predominio lineal y el planismo cromático – y también por el grueso trazo de contorno – a lo icónico; pero que se apartan de él por su acento emotivo. El grabado del libro de Yapuguay reproduce la cándida y sencilla gracia de la composición, y está realizado con una sorprendente soltura de esquicio. No está firmado.

Otras dos hermosas viñetas exornan, según Furlong, el Catecismo del Padre Restivo, impreso también en Santa María la Mayor en 1724.

Fechada en 1728 existe una lámina que representa a San Juan Nepomuceno (único ejemplar, perteneciente a la colección del Sr. Alejo Martínez Garaño). Es una lámina de burilado finísimo, que evidencia en su autor una sensibilidad, al servicio de la técnica, muy superior a la de los grabadores antes mencionados. Quizá hubiese de tenerse en cuenta en la apreciación la experiencia en el oficio durante los años que separan el libro de Nierenberg de esta lámina. El trazo es fino, suelta la grafía, bellamente conseguidos los negros, y delicada la captación de matices. Están logrados con pericia los escorzos, el claroscuro es eficaz. La cabecera del grabado dice igualmente en letras de fino dibujo: "Fecit. Por el indio Thomas Tilcara. En San Ignacio Misiones del Paraguay 1728".

La composición se presta a conjeturas, pues al par que presenta un experto modelado de las figuras con los mencionados escorzos que establecen profundidad, el fondo ofrece rasgos cuatrocentistas, con sus grupos de pequeños edificios medievales similares a los que presentan los fondos de ciertos pintores como Crivelli, el Perugino y el Pinturicchio. En primer término se levanta una arcada, o mejor un puente coronado por balaustres, y sobre éstos, a trechos simétricos, estatuas. Enmarca la composición una orla de gusto de fines del seiscientos, y corona el todo un dosel de traza setecentista cuyos opulentos pliegues no carecen de plasticidad. Sólo la nube en que apoya sus pies el Santo es pesada, compacta como de argamasa. El diseñador fue el propio Tilcara: la palabra Fecit consagra la paternidad total del grabado.

Los detalles contradictorios hacen pensar que Tilcara utilizó en su diseño elementos de distinta procedencia y diferente estilo, acoplándolos; procedimiento éste frecuente en todas las épocas artísticas y a ciertos niveles de taller. En los misioneros, tenemos razón para creer que fue muy frecuente.

Tilcara, como bien lo ha observado Furlong, no es nombre guaraní; es toponímico calchaquí. Ningún indio de ese nombre figura en los padrones conocidos de Doctrinas de esos años. Furlong, basándose inicialmente en este dato, opina contrariamente a lo aceptado hasta ahora – y comparto su opinión – que este grabado no fue trabajado en las doctrinas guaraníes. Se funda para ello además en que la lámina dice: San Ignacio, Misiones del Paraguay, sin especificar Guazú o Miní como no habría dejado por cierto de hacerlo si hubiese trabajado en una de esas dos Misiones. Por lo cual, dice Furlong, es más lógico pensar se tratase de la Misión de San Ignacio de Chiquitos.

Fuera del mencionado Yaparí y del neófito Paica, a quien nombra el Padre Sepp en sus Cartas, sin atribuirle obra alguna en particular (aunque de ciertas expresiones parece deducirse que trabajaba mapas) no hay noticia nominal de otros grabadores jesuíticos y a partir de 1724 – o de 1728, si continuamos dando como oriundo de Doctrinas el grabado de Tilcara – se pierde el rastro de esa artesanía en Misiones. De la producción, que debió ser nutrida, sólo quedan las láminas impresas en contadísimos ejemplares de los libros mencionados (Véase Apéndice, lista bibliográfica).

Esta desaparición o pérdida total no debe sin embargo extrañamos. Son muchas las circunstancias que en esta área conspiran contra la conservación del material impreso: desintegración de los talleres misioneros, falta de una tradición cultural familiar, guerras, revoluciones, con todas sus secuelas y sobre todo la acción del clima cálido, húmedo, propenso al desarrollo de moho e insectos perjudiciales.

Una prueba de la copiosa difusión de láminas, ya locales ya importadas la tenemos en la acción transcultural perceptible en ciertos medios indígenas, entre los payaguás por ejemplo. Los payaguás, parcialidad reacia si las hubo a recibir el evangelio, tomaron de las estampas religiosas motivos que adaptaron al decorado de sus objetos de uso ritual (pipas, etc.). En algunos de esos objetos conservados en Museos extranjeros, pueden observarse las graciosas versiones que estos indígenas realizaron de ciertas estampas bíblicas, especialmente las que representaban escenas del Paraíso Terrenal, con su árbol de la ciencia del bien y del mal, la serpiente con alas y brazos, animales (transportados significativamente a la escala zoológica local). También se encuentran rasgos transculturados de las estampas del infierno, con sus demonios cornudos y de cola de dragón (9).

Hasta 1860 no volvemos a hallar en las artes paraguayas, religiosas o profanas, rastro alguno de grabado. Son ciento cuarenta años más o menos durante los cuales la tradición del grabado en madera se pierde por completo. Las gubias sólo siguen ejercitándose de modo precario en la disciplina original, la talla. En cuanto al grabado en metal, el interregno será más largo todavía: casi dos siglos.

NOTAS

1) La descripción de este volumen se da en el Apéndice sobre Bibliografía Misionera.

2) P. GUILLERMO FURLONG: Historia y bibliografía de las primeras imprentas platenses, Buenos Aires 1953.

3) Cotéjese, por ejemplo, la copia de la lámina que representa la Asunción de la Virgen de Bouttats con la copia de la lámina, también de Bouttats, que representa los últimos instantes de un pecador. La diferencia es palpable.

4) P. JOSE CARDIEL: Carta Relación de 1747.

5) Véase: P. JOSE HERNANDEZ: Organización social de las doctrinas guaraníes, Barcelona 1913. P. PERAMAS: Diario del destierro, Buenos Aires 1932; P. JOSE CARDIEL; citado.

6) Ejemplos: Pintura de Cuzco, de mediados del 600, que representa un réprobo entre llamas, asediado por rabiosas serpientes; xilografías de Manuel Villavicencio impresas en Puebla, México a mediados del setecientos. El origen de alguno de estos modelos se remonta tan lejos como la edición de Venecia de la Divina Comedia en 1515.

7) ANGEL GUIDO: Redescubrimiento de América en el Arte. Buenos Aires 1944. Conforme se ha expresado ya en el texto el artista colonial no insertó estos símbolos sin la "autorización" de una simbología cristiana previa, de la cual da ejemplo profuso, entre otros artistas, Durero.

8) Posiblemente la Madona con el Niño, de Lorenzatti.

9) Sobre estas experiencias trasculturadas, ver MAX SCHMIDT: Los payaguás, San Pablo 1949. También JOSEFINA PLA: Los piratas del río Paraguay. Revista América. Washington, enero 1963.

EL EJEMPLAR PARAGUAYO DEL LIBRO DE NIERENBERG

Una inscripción al frente del volumen, reza:

"Fue impreso en las Misiones del Río Yryguay, en la primera imprenta del Río de la Plata (1705)".

"Véase portada en la página 295 del libro de SIERRA, Vicente D.: Los Jesuitas Germanos (Buenos Aires 1944).

El libro, sin tapas ni portada, incompleto, consta de 195 folios o sea 390 páginas.

EN EL LIBRO I (comienza en la página 23) al final hay un grabado que representa una canastilla de flores; más 5 grabados distintos y 3 repetidos (todos iniciales de capitulo).

EN EL LIBRO II hay 8 grabados repetidos (iniciales de capítulo) y 1 distinto.

EN LOS LIBROS III, IV y V hay 23 grabados similares a los del LIBRO I y 2 grabados distintos.

En total 9 grabados distintos y 34 repetidos. De los 9 grabados distintos, 8 son comienzo de capitulo y 1 viñeta.

Total de grabados en el volumen:43 iniciales de capítulo menos uno que es final de idem.

(El total de estos grabados en el libro completo es de 67).

Este volumen figuró en la Biblioteca de Don Enrique Solano López, anexa al Archivo Nacional hasta 1969, bajo el número 2013. En esa fecha pasó a la Biblioteca Nacional junto con el resto del mencionado repositorio. Poco después desapareció.

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A esta lista bibliográfica se podría añadir los originales inéditos o códices, de los cuales hubo sin duda número apreciable, ya que sabemos que en cada Misión se llevaba una crónica de sus actividades, por lo regular "en guaraní" y a cargo de un indio; además existen manuscritos de obras de botánica, medicina etc. como los del Hno. PEDRO MONTENEGRO. La Biblioteca Nacional de Asunción conserva siete de estos manuscritos que pertenecieron al Sr. Enrique Solano López y figuraron en el catálogo de su biblioteca, impreso en 1906.