• El arte del grabado en la España del Quijote

1590-1630 Progreso y esplendor del grabado calcográfico

Juan Carrete Parrondo

Publicado en

El Arte en la España del Quijote, Madrid, Empresa Pública Don Quijote de la Mancha 2005 S.A., 2005, págs. 81-91.

Se puede afirmar que entre los años 1590 y 1630 se produce en España el total triunfo de la técnica del grabado calcográfico sobre la técnica del grabado sobre madera, aunque siempre circunscrito a los grandes núcleos de población urbanos, y fundamentalmente a Madrid pero también en Toledo, Sevilla y Granada. Fueron años en los que se produjeron cambios radicales en el desarrollo de la técnica y el arte del grabado, tanto en la producción como en el consumo.

Tres circunstancias básicas hay que tener en cuenta para la comprensión del peculiar fenómeno. En primer lugar, la creación de una infraestructura técnica de talleres de grabado, el caso de Pedro Perret en Madrid, Diego de Astor en Toledo y Francisco Heylan en Granada, son hechos aislados aunque con grandes repercusiones, que traerán consigo la instalación en España de nuevos grabadores extranjeros. Y unida e íntimamente relacionada con esta situación, la creciente demanda de grabadores calcográficos por parte de los impresores y de un público al que ya no satisfacía la estampa realizada por medio del grabado sobre madera por su falta de fidelidad y precisión, y finalmente la realidad de las masivas importaciones de estampas de Flandes y de Francia que abastecían una demanda fundamentalmente de estampas religiosas.

El grabado calcográfico, ha recibido históricamente el nombre de talla dulce, en su modalidad tanto del grabado a buril como del aguafuerte. Teniendo presente que se solía emplear la técnica del buril casi con exclusividad en el grabado de retratos y de temas históricos por ser obras en las que era totalmente necesaria su utilización; en aquellos otros asuntos considerados menores, como la reproducción de arquitectura o paisaje, se servía el grabador principalmente de la técnica del aguafuerte, aunque a veces, combinada con el buril.

Para adentrarse en lo que representa la técnica de la talla dulce hay primeramente que entender el lenguaje gráfico que crea y que se reduce a la utilización de la línea y el punto, en su combinación geométrica, basada en el máximo rigor, llegando a dar infinitas combinaciones, con las que se consiguen las distintas tonalidades que van del gris al negro por medio de las tallas paralelas, y las distintas calidades y texturas a base de las contratallas que se cruzan en ángulos rectos o agudos más o menos cerrados. Las líneas curvas en paralelo y guardando distintas distancias sugieren el volumen y la profundidad; y cuando el grabador tenía que traducir la superficie sensual de la piel utilizaba el suave punteado o las diminutas tallas cuneiformes a través de un código de interpretación de enorme severidad pero a la vez de muy variadas posibilidades. La talla dulce es, pues, una técnica capaz de multiplicar los tonos y de conseguir que los colores queden traducidos a las infinitas gamas que van del blanco al negro.

El instrumento por excelencia en esta delicada técnica es el buril se conducía sobre la plancha de cobre, apoyándolo sobre el hueco de la palma de la mano y dirigiéndolo con el dedo índice. La talla se iba abriendo más o menos profunda según la presión que comunicara el brazo.

Al grabador a buril lo primero que se le exigía era ser un diestro dibujante, avezado en copiar con soltura dibujos y pinturas de los grandes maestros, además de conocer los principios de la arquitectura y de la perspectiva. Pero no hay que olvidar que el grabador era a la vez artesano y que tenía que conocer y preparar sus propios utensilios, empezando por la plancha de cobre, que tenía que ser de cobre batido en frío, cuidando el grabador de redondear las esquinas y hacer los biseles con el fin de no dañarse en su manipulación y de que no rompiera el papel al estamparla.

El auténtico carácter de la técnica del grabado a buril consistía en cómo traducir por medio de las buriladas las luces y objetos a representar, y aunque para las distintas calidades se aplicaban técnicas diversas, existían normas generales: bosquejar la obra en general, es decir, grabado el contorno del dibujo, intentar dejar concluidas diversas partes aisladas; las colecciones de buriladas se debían ir distanciando en las zonas más iluminadas, y espesándose en las sombras; en las obras de gran tamaño habían de emplearse buriles más gruesos y largas buriladas, al contrario que con los formatos pequeños; los trazos con el buril no habían de ser completamente rectos, sino ligeramente curvos.

La técnica del aguafuerte consistía en dibujar con una punta metálica sobre la capa de barniz protector que recubría la plancha de cobre e introducir esta plancha en un baño de ácido. Los trazos abiertos por la punta permitían que el ácido mordiera al cobre. Tan, aparentemente, sencillo procedimiento no dejaba de necesitar una especial pericia, tanto en lo referente a la elección de los materiales como al manejo de los instrumentos.

Una vez barnizada la plancha y calcado el dibujo, se procedía, por medio de agujas de punta bien redondeadas y escoplos con sección en forma de óvalo, a rayar el barniz. Se utilizaba, según se deseara que salieran trazos finos o gruesos, la aguja o el escoplo. Pero con sólo la aguja se podía conseguir que la misma línea resultara más gruesa en unos tramos que en otros: todo dependía de la presión con que incidiera en el barniz y a veces en el mismo cobre.

Con las diversas maneras de manejar el escoplo se conseguía gran variedad de trazos. El método en concreto consistía, al igual que con el buril, en trazar distintas colecciones de rayas, cruzadas entre sí o sin cruzar, para conseguir reproducir el dibujo preparatorio, teniendo en cuenta que para plasmar las distintas calidades y matices había que utilizar técnicas diversas. Las carnaciones se solían hacer a base de tres colecciones de rayas, en que las dos primeras se cruzaran medio oblicuas, y teniendo presente que la terminación debía hacerse por medio del buril, grabando puntos redondos o alargados. Para los ropajes, los paisajes, la arquitectura e incluso para el grabado de pequeño formato se aplicaban distintas técnicas, según los efectos que se trataran de conseguir.

Una vez grabada la plancha era el momento en que, por medio de la acción corrosiva del ácido, éste mordiera el cobre en las partes no protegidas por el barniz.

Dos procedimientos se solían usar para que el aguafuerte atacara a la plancha. El primero consistía en introducir ésta, una vez protegido el dorso con barniz, en un recipiente de madera y cubrirla de aguafuerte. Otro sistema consistía en cercar con cera los bordes de la plancha para que retuvieran el aguafuerte que se vertía sobre ella. El tiempo de actuación del aguafuerte sobre el cobre dependía de la menor o mayor intensidad que se deseara que tuvieran los trazos; para ello las zonas que requerían poca intensidad de mordido tenían que ser cubiertas de barniz al poco tiempo de la actuación del ácido, mientras que en las zonas en que era necesaria una mayor profundidad se volvía a repetir la operación hasta conseguir el efecto deseado.

Las láminas de cobre grabadas con la técnica de la talla dulce, tanto las abiertas a buril como por el aguafuerte, se imprimían sobre papel, es decir, se estampaban por medio de una prensa manual llamada tórculo. Esta máquina se componía de dos soportes laterales sobre los que reposan dos cilindros macizos de madera. El cilindro superior se movía por medio de una rueda de aspas a la que se impulsaba manualmente. Entre los dos cilindros, una gruesa tabla de madera –platina– servía para colocar la lámina entintada y sobre ella el papel, que al introducirse entre la presión de los dos cilindros hacía que la tinta de la lámina pasara al papel. Con anterioridad a esta operación era necesario entintar la lámina. La tinta, fabricada a base de huesos de algunos frutos, se introducía en las tallas de la lámina, previamente calentada, con la ayuda de una muñequilla, limpiando a continuación la lámina con un trapo de algodón y pasando suavemente la palma de la mano con la precaución de no sacar la tinta de las tallas, entonces ya estaba la lámina en condiciones de pasar por el tórculo.

La producción de estampas además llevaba consigo la formación de una empresa, aunque fuera pequeña, y una estructura comercial: el editor, el vendedor y el público, más el hacedor de la imagen (grabador) que a veces podía coincidir con el primero y el segundo, una maquinaria específica de tórculos y prensas, y finalmente unos operarios especializados. Pero sobre todo requería la inversión de un capital con el propósito de conseguir unas prontas ganancias, lo cual nos lleva a deducir que era una industria que tendía a concentrarse en grandes centros de producción, para desde allí realizar una distribución a los pequeños consumidores.

Dos circunstancias no ajenas a las empresas artísticas emprendidas por Felipe II -la creación de la Academia de Matemáticas (1582) y de la Imprenta Real (1594)- supusieron un estímulo hacia un mayor clasicismo y rigor en la forma artística. El influjo regio supuso en cuanto al grabado un mayor acercamiento a las realizaciones extranjeras, lo que motivó su progreso y un gran esplendor comparado con la etapa anterior.

Así, pues, entre 1590 y 1630 se dieron las condiciones necesarias para la incorporación de artífices flamencos y franceses que dominaban la técnica del grabado de talla dulce, muy desarrollada en algunos países de Europa, pero aún incipiente entre los españoles, pues además de ser muy pocos quienes cultivaban, cada vez era mayor la demanda del grabado calcográfico.

La llegada de Pedro Perret (1584), llamado por Juan de Herrera para grabar los diseños de El Escorial, y su nombramiento como Grabador de Cámara en 1595, supuso un impulso y avance estilístico, técnico y de mentalidad, que conformaría una nueva etapa del grabado español. A Perret le siguió una larga nómina de grabadores que fueron los que lo desarrollaron: los también flamencos Diego de Astor (c. 1605), Francisco Heylan (c. 1608), Cornelio Boel (c. 1616), Juan Schorquens (c. 1617), Alardo de Popma (c. 1617), Isaac Lievendal (c. 1618), y los franceses Pompeyo Roux (c. 1609) y Juan de Courbes (c. 1620), que culminará en la década de los veinte y treinta con la incorporación de Juan de Noort (c. 1638) y la joven María Eugenia de Beer (c. 1627).

Las causas de esta irrupción de grabadores extranjeros hay que buscarla en la necesidad que de ellos tenían la propia monarquía, la nobleza y el alto clero, pues la imagen gráfica se había convertido en un poderoso medio de difusión de la ideología mantenida por el poder, y esta oportunidad no fue desaprovechada por los estamentos que lo detentaban. De ahí que la gran mayoría de estos grabadores se establecieran en la Corte y que pusieran sus dotes de diestros dibujantes y técnica de aplicados grabadores al servicio de lo que sus clientes les dictaran; clientela que en pocas ocasiones era directamente la casa real, los nobles o las altas dignidades eclesiásticas, sino eruditos escritores y científicos que, bajo la protección o mecenazgo de los poderosos, pusieron su pluma, erudición y conocimientos en defensa del ideario político y religioso de la época.

Así pues, los grabadores recién llegados tuvieron como principal actividad diseñar -no inventar- y abrir las láminas de las estampas que, como ilustraciones técnicas y frontispicios se incluían en los libros, que consistían, en la mayoría de las ocasiones, en el retrato y escudos de armas del rey o de algún noble al que se glorificaba y ensalzaba por medio de símbolos y alegorías que visualizaban la magnificencia, poder y virtudes del representado.

Entre los pintores españoles del siglo XVII se aceptó el grabado como una de las manifestaciones del dibujo y, por tanto, una de las artes liberales, es más, Pablo de Céspedes lo consideraba en plano de igualdad con la pintura: "Y ahora al presente (1604) muchos con nueva manera -de grabar- grandeza de arte, por quienes puede el buril competir con el pincel".

Pero si en Italia, Flandes, Holanda y Francia fue bastante común que los pintores ensayaran en gran número de ocasiones -como lo demuestran las obras que se conservan, entre otros, de Reni, Cantarini, Il Guercino, Maratta, Luca Giodarno, Salvatore Rosa, Gelle, y Van Ostade- en España fueron muy escasos los pintores que dedicaron su atención a esta práctica. Quizá haya que buscar la justificación del corto número de estampas producidas en la peculiar estructura económico-social en que aparecen, pues estas estampas artísticas tenían su mercado natural en la clase burguesa acomodada, clase poco desarrollada en España y, por ende, escaso el número de posibles compradores, que además tendían en sus gustos a imitar a la aristocracia, por lo que preferían una torpe pintura a una estampa de calidad. Así pues, esta escasa demanda de estampas artísticas no podía proporcionar grandes beneficios económicos a sus autores, de lo que se deduce su falta de iniciativa para emprender tales obras y, a la vez, la casi inexistencia de la figura del editor de estampas y, lo que era más importante, del coleccionista.

No obstante esta negativa situación y falta de estímulos, durante este periodo de 1590 a 1630, los pintores Francisco Ribalta, Juan de las Roelas, Francisco de Herrera el Viejo y Vicente Carducho se dedicaron al grabado calcográfico. Característica común a todos los pintores es que su dedicación al grabado fue esporádica, en algunos casos quizá más como un mero acercamiento a la técnica, que sin duda les atraía, pero sin que les dieran ocasión para practicarla con intensidad.

Uno de los pocos editores de estampas fue el también grabador Cornelio de Beer, quien editó estampas de Juan de Noort, Pedro Perret y de Pedro Rodríguez, en las que se incluían tanto las de tema religioso como la Inmaculada, de Pedro Perret (1627), o las de Santa Lucía, Jesús en la Gloria rodeado de Santos, Los discípulos de Emaús, La coronación de la Virgen, junto a las de tema profano, como las de Las cuatro estaciones (1629), todas ellas grabadas por Juan de Noort. También Cornelio de Beer editó un San Lorenzo, por pintura de Rubens, grabado en 1623 por Pedro Rodríguez dedicado a Lorenzo Ramírez de Prado. Probablemente fue el propio Cornelio de Beer el editor -aunque no figure en la estampa- de la Colección de Aves que grabó su hija María Eugenia.

Labores editoriales, la de Cornelio Beer y, quizá, de otros, que dado el escaso número de la producción, hay que pensar que no alcanzaron el éxito esperado. La competencia con los editores extranjeros debió de ser imposible de sostener, debiendo dedicarse los grabadores casi exclusivamente a temas muy específicos, es decir, a aquellos por los que las multinacionales del grabado no se interesaban o les era difícil acceder, como las portadas de los libros, para las que tenían que ajustarse a su contenido, o las estampas religiosas con advocaciones de carácter local; escaso trabajo, pero suficiente para la supervivencia de un corto número de grabadores.

A todo esto hay que añadir la gran cantidad de estampas impresas en Europa que estaban destinadas al mercado español. Miles de estampas sueltas de temas religiosos se importaban de Flandes. La documentación da a conocer cómo en 1655 un librero madrileño importó "trescientas piezas de Milagros de Santo Domingo, y trece mil piezas en octavo y cuarto de diferentes Santos y Santas, y otras dos mil de un folio".

En París varios editores se especializaron en el comercio de estampas con España. Martin Bonnemer, muerto en 1584, trabajó para clientes españoles, muchas de sus estampas llevan leyenda en español, como La Justicia y San Francisco. Simon Graffart se dedicó al comercio de estampas populares con España por lo menos de 1603 a 1609, estuvo en estrecho contacto con Laurent Melhon, Jean Rambaud y Jacques Bertrant, comerciantes del Delfinado, y Jean Salmon, comerciante de Tours, todos ellos se dedicaban al comercio con España. Jacques (c. 1550-1595) y Nicolas (1577-1633) Lalouette, editores de estampas de devoción, exportaron grandes cantidades a España. Jean Leclerc (1560-1622), comerciante de estampas, exportó a España gran cantidad de estampas de devoción realizadas en la técnica de la talla dulce. Las relaciones con España de Thomas Leu (c. 1555-c. 1612) están documentadas de 1603 a 1608, son conocidos sus tratos con Laurent Melhon, comerciante de Grenoble, François Tremblay, comerciante de Orléans, Jacques Ducos, comerciante de Cazères-en-Gascogne y con el comerciante de estampas Carel van Boeckel, todos ellos comerciantes con España. En el inventario de 1598 de Denis de Mathonnière (c. 1545-1596), estampador y grabador de temas religiosos, alegorías religiosas y morales, naipes, cronologías, estampas de ornamentación (hojas, pájaros, caza), calendarios, juegos y anatomías, aparecen seis resmas de estampas valoradas en setenta sols la resma y con los títulos tanto en francés como en español, señal inequívoca de que se exportaban a España. Nicolas Proue (c. 1555-1611), grabador en madera, se dedicó al comercio de estampas religiosas y alegorías con España al menos de 1603 a 1607. Estuvo en estrecho contacto con los mercaderes Laurent Melhon de Grenoble, Antoine Dupuis de Toulouse, Jean Girard y Jean Heullain, todos ellos activos comerciantes con España.

La estampa calcográfica desempeñó durante el siglo XVII, como ya lo había hecho durante los siglos XV y XVI el grabado sobre madera, una importante función como complemento del contenido en los tratados técnicos, obras sobre geometría, astronomía, arquitectura y ciencias naturales, debido a su cualidad de representación concreta y poder informativo en un lenguaje claro y accesible. Gaspar Gutiérrez de los Ríos, en su Noticia general para la estimación de las artes, publicada en Madrid en 1600, ya comentaba a este respecto: "No se me puede negar, viniendo a nuestro propósito, sino que muchas cosas se declaran por las pintadas y dibuxadas que no se conocen bien por los escritos por mas que se especifiquen, como son la forma de los instrumentos e ingenios de guerra y la manera con que se usa de ellos, los ingenios de hacer los puentes en los ríos, las disposiciones de los exércitos y otras cosas que vemos que se pintan y dibuxan en muchas historias para que las entendamos". Y de esta manera muchos autores remitían al lector a las estampas para ahorrarse prolijas y siempre inexactas descripciones.

En general, este tipo de grabado sólo implicaba para su realización un somero conocimiento de la técnica, al alcance incluso de quienes no eran grabadores profesionales, o para aquellos que comenzaban su aprendizaje. Pero de lo que no hay duda es que el grabado calcográfico aportó una precisión de la que carecía la técnica de la entalladura.

En España se publicaron ilustrados tratados de arquitectura, como la Regla de los cinco órdenes de Architectura de Iacome Vignola (1593) en traducción de Patricio Caxes o el de Andrea Paladio, Libro primero de Arquitectura (Valladolid, Juan Lasso, 1625). También se publicaron los dos primeros tratados de arquitectura militar (Cristóbal de Rojas, Teoría y práctica de la fortificación, Madrid, 1598, y Diego González de Medina Barba, Examen de fortificación, 1599), y varios tratados de ingenios de artillería: Luis Collado, Práctica manual de artillería (1592). En cuanto a los libros ilustrados de medicina y continuando con la tradición de décadas anteriores se publicó la obra de Luis Mercado, Instituciones de Su Magestad mandó hacer al doctor Luis Mercado (1599).

No obstante el gran impulso recibido, el grabado español no alcanzó durante el siglo XVII el desarrollo que en el resto de los más avanzados países europeos. Pedro Díaz Morante, autor de una de las más famosas cartillas caligráficas, nos ha dejado en la propia cartilla, titulada Nueva arte donde se destierra las ignorancias que hasta oy ha avido en enseñar a escrivir. Primera parte (Madrid, Luis Sánchez, 1616) una visión de síntesis de cual era la situación del grabado en España, así como las vicisitudes que pasó para grabar las láminas, pues no tuvo más remedio que aprender a abrirlas: "Como en España nunca los maestros han abierto letra en láminas de cobre, no hallé abridores de abrir letras tan famosos como los hay en Italia; porque si este libro le hubiera abierto un maestro diestro fueran más lucidas y más bien cortadas y más imitadas a mi forma”. Y más adelante añade: "Aunque se me han ofrecido hartos inconvenientes para dexarlo en no haber hallado a mi gusto abridores de letras diestros y maestros en su arte, porque me ha costado mucho dinero hazer y deshacer laminas, por no salir bien; porque fuera de ser nuevas en el arte algunos no han acertado bien a hacerlo (solo don Antonio de Villafañe ha sido el que más acertadamente y con mas arte ha abierto como se verá en las láminas que ha abierto en este libro) y el discreto y desapasionado escribano echará de ver que nunca sale la letra abierta con tanta perfección y forma como está en las materias originales". No debió de quedar el autor muy satisfecho con el trabajo del grabador, pues en la Segunda parte (Madrid, Luis Sánchez, 1624) escribió: "Las cuales letras y materias o las corté yo de mi mano en láminas de cobre, o las di a cortar y tallar a otros que saben cortar mi letra, imitándola como ella esta escrita". Pero tampoco le satisfizo su propia obra, y así, en la Tercera parte (Madrid, Imprenta Real, 1629) indica: "Si los cortadores o talladores de mis materias y los estampadores fueran diestros en cortar letra española formada al uso de España, fueran mis formas mas bien formadas. Mas, primero que se adiestran para tomar la forma se ha gastado con ellos mucha pesadumbre, mucho dinero y se les han sufrido muchas impertinencias, y mil disgustos; porque cuando ya están algo diestros y recibido grande trabajo en enseñarles algo, encarecen los precios, tan subido que no se puede un buen artista animar a sacar a luz todo lo que sabe".

BIBLIOGRAFÍA

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