Articulo 29 - EL CELIBATO, EL MATRIMONIO Y EL HOGAR

Artículo 29 EL CELIBATO, EL MATRIMONIO Y EL HOGAR

Los solteros.

El que haya recibido del cielo el don del celibato y manifieste ser limpio de corazón y con toda su mente y guarde la debida continencia sin verse atormentado de malas pasiones, que sirva a Dios conforme a su vocación, mientras se sienta dotado con ese don divino; pero que no se considere superior a los demás, sino sirva al Señor siempre sencilla y humildemente. Estos célibes valen más para cuidarse de las obras divinas que aquellos que se distraen con los deberes familiares privados. Mas si viesen que ya no poseen el don del celibato y se sintiesen de continuo sujetos a pasiones, recuerden la palabra del apóstol: «Más vale casarse que quemarse» (1 Cor. 7:9).

El matrimonio.

El matrimonio mismo (un remedio saludable contra la incontinencia y, a la vez, práctica de la continencia) ha sido instituido por Dios, el Señor, el cual lo ha bendecido abundantemente y querido que hombre y mujer permanezcan unidos indisolublemente y convivan en amor y armonía (Mat. 19:4 ss). Ya sabemos que el apóstol ha dicho: «Honroso es en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla (Heb. 13:4). Y también: «Si la doncella se casare, no pecó (1Cor. 7:28).

Sectas.

Por nuestra parte, condenamos la poligamia y repudiamos la opinión de quienes ponen peros a un segundo matrimonio.

La boda en la iglesia.

Enseñamos que el matrimonio debe contraerse ordenadamente en el temor de Dios y no en oposición a las leyes que prohíben se celebre entre familiares de ciertos grados a fin de evitar el incesto. Para contraer matrimonio es preciso el consentimiento de los padres o sus representantes y, sobre todo, con el fin impuesto por Dios al instituir el matrimonio. El matrimonio debe ser confirmado en la iglesia públicamente con oraciones y la bendición. Además, ha de ser llevado en santidad mediante una inquebrantable fidelidad conyugal, recíproca dependencia, amor y pureza.

Jueces para los matrimonios.

Evítense las riñas, la discordia, la lascivia y el adulterio. En la Iglesia habrán de existir un tribunal y piadosos jueces, cuya misión será la de proteger los matrimonios, poner coto a la impudencia y desvergüenza y allanar las desavenencias matrimoniales.

La educación de los hijos.

Los padres deben educar a sus hijos en el temor del Señor. También han de cuidarse de ellos recordando la palabra del apóstol: «Si alguno no tiene cuidado de los suyos, y mayormente de los de su casa, la fe negó, y es peor que un infiel» (1 Tim. 5:8). Cosa de los padres es también que sus hijos se preparen para un oficio o profesión honestos, a fin de que aprendan a ganarse el pan, y no deben consentir anden desocupados. Deberán, asimismo, en todos los aspectos inculcarles una verdadera confianza en Dios, evitando así que ora por desconfianza ora por ingenuidad o por fea rapacidad se aparten del buen camino y no den los frutos apetecibles.

Queda fuera de toda duda que aquellas obras realizadas por los padres con verdadera fe, cumpliendo sus deberes matrimoniales y familiares, son ante Dios santas y realmente buenas y agradan a Dios no menos que las oraciones, el ayudo y las limosnas. Es esto lo que enseña el apóstol Pablo, especialmente en sus epístolas 1.a a Timoteo y a Tito. Y con dicho apóstol contamos entre las doctrinas de Satanás las de aquellos que prohiben el matrimonio, lo reprochan públicamente o sospechan secretamente de él como si no fuera santo y puro. Por nuestra parte, aborrecemos el celibato impuro, la lascivia y la fornicación oculta y pública de los hipócritas que aparentan continencia y son los que menos se atienen a ella. A todos estos los juzgará Dios. Por el contrario no condenamos ni la riqueza ni a los ricos, siempre y cuando se trate de gente piadosa que use debidamente de sus riquezas. Pero condenamos a la secta de los «Apostólicos» y sus congéneres.