Articulo 21 - LA SANTA CENA DEL SEÑOR

Artículo 21 LA SANTA CENA DEL SEÑOR

La Santa Cena.

La Cena del Señor, denominada también Mesa del Señor o Eucaristía, o sea, acción de gracias, debe su nombre a que Cristo la instituyó la última vez que cenó con sus discípulos (lo cual hasta ahora nuestra Santa Cena representa) e igualmente debe su nombre a que los creyentes que participan de ella reciben de manera espiritual alimento y bebida.

El que ha instruido y santificado la Santa Cena.

Pues no instituyó la Santa Cena un ángel o un hombre cualquiera, sino el mismo Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, el cual la ha santificado, primero, para su Iglesia. Pero dicha consagración o bendición perdura hasta el día de hoy para todos aquellos que no celebran otra cena que la Cena por el Señor instituida y al hacerlo leen en voz alta las palabras con que el Señor la instituyó, y en todas las cosas miran solamente a Cristo, de cuyas manos, por así decirlo, reciben lo que les es ofrecido por los ministros de la Iglesia.

La Santa Cena en memoria de Cristo.

Mediante el sacro acto quiere el Señor que el sublime beneficio que él ha realizado para la humanidad permanezca en perpetuo recuerdo, es decir, en renovada memoria de que él en virtud de su cuerpo entregado y su sangre derramada ha perdonado todos nuestros pecados y rescatado de la muerte eterna y el poder del diablo: Y ahora nos da su carne como alimento y su sangre como bebida, carne y sangre que nos alimentan para vida eterna, si lo recibimos con fe de manera espiritual. El Señor renueva este gran beneficio tantas veces como se celebra la Santa Cena. Pues él ha dicho: «¡Haced esto en memoria de mí!» Mediante esa sacra cena queda sellado el hecho de que el cuerpo del Señor ha sido verdaderamente entregado por nosotros y su sangre derramada por nosotros para perdón de nuestros pecados, a fin de que nuestra fe no vacile.

El signo y la cosa designada.

Con este sacramento el ministrante pone de manifiesto exteriormente y en forma visible, por así decirlo, lo que interiormente es concedido al alma por el Espíritu Santo de forma invisible. Externamente considerado, el ministrante ofrece el pan y se oyen las palabras del Señor: «Tomad, comed: Esto es mi cuerpo; tomad y repartidlo entre vosotros. Bebed de este cáliz todos: Esto es mi sangre.» En consecuencia, los creyentes reciben lo que el servidor del Señor les entrega: comen el pan del Señor y beben de la copa del Señor. Pero interiormente reciben, en virtud del servicio realizado por Cristo, carne y sangre del Señor mediante el Espíritu Santo y son alimentados con ambas cosas para vida eterna. Porque la carne y la sangre de Cristo mismo, al haber sido entregado por nosotros y ser nuestro Salvador, es el fundamento y la sustancia de la Santa Cena, y no consentimos que ninguna otra cosa la sustituyan.

Comida corporal del Señor.

Añadiremos algo más, a fin de que se entienda mejor y más claramente cómo es que la carne y la sangre de Cristo son alimento y bebida de los creyentes, que ellos reciben para vida eterna. Hay varias maneras de comer: Se puede comer corporalmente, llevando los alimentos a la boca, mascándolos y tragándolos. Los «capernaitas», en su tiempo, así interpretaban el comer la carne de Señor. (Este mismo los refuta con sus palabras de Jn 6:63.) Pero la carne de Cristo no puede ser comida corporalmente, cosa que resultaría una maldad y repugnante grosería; no es la carne de Cristo comida para el vientre. En este punto no cabe discusión. Justamente por eso desaprobamos en los decretos papales la regla aplicada al cuerpo de Cristo, regla que dice: «Yo, Berengar...» (Capítulo 2.° sobre «Las consagraciones). Porque ni los piadosos de la Iglesia primitiva creyeron, ni nosotros tampoco creemos que el cuerpo de Cristo sea comido corporalmente con la boca o realmente comido.

Comida espiritual del Señor,

Existe, sin embargo, una manera espiritual de comer el cuerpo de Cristo, sin que esto signifique que supongamos que el alimento se transforma en espíritu, sino que, según nosotros, el cuerpo y la sangre del Señor conservan su carácter y su modo especial de ser y nos son comunicados espiritualmente. Acontece esto no en forma corporal, sino espiritual por el Espíritu Santo, el cual nos proporciona lo adquirido por la carne y la sangre del Señor al ser entregado a la muerte; nos lo proporciona y hace que nos lo apropiemos. Lo por Cristo adquirido y logrado es el perdón de los pecados, la redención y la vida eterna, y de este modo Cristo vive en nosotros y nosotros en él. Pues él es quien hace que le recibamos con verdadera fe como nuestra comida y bebida espirituales, esto es, como nuestra vida.

Cristo como alimento mantiene nuestra vida.

De igual modo en que la comida y la bebida materiales no solamente refrigeran y fortalecen nuestro cuerpo, sino que, al mismo tiempo, le dan vida; del mismo modo, decimos, refrigeran y fortalecen nuestra alma la carne de Cristo por nosotros entregada y su sangre por nosotros derramada, y no sólo la refrigeran y fortalecen, sino que también le dan vida: Por cierto que esto no acontece por el hecho de que comamos el pan y bebamos del vino corporalmente, sino porque ambos nos son comunicados de manera espiritual por el Espíritu Santo. Pues dice el Señor: «El pan que yo daré es, al mismo tiempo, mi carne, que daré para que el mundo tenga vida» (Jn 6:51). Y también: «La carne (comida corporalmente, claro está) de nada aprovecha; es el Espíritu el que da vida.» Otrosí: «Las palabras que os he hablado son Espíritu y son vida» (Jn 6:63).

Por la fe entra Cristo en nosotros

El alimento hemos de comerlo e ingerirlo a fin de que en nosotros ejerza su acción y sus cualidades benéficas, ya que de nada nos aprovecha si, simplemente, lo tenemos a mano sin usar de él. Igualmente es necesario que gustemos de Cristo con fe, a fin de que él sea nuestro, viva en nosotros y nosotros vivamos en él. Dice el Señor: «Yo soy el pan de vida; el que a mí viene no pasará hambre, y el que crea en mí no tendrá sed nunca más.» Y también: «El que coma mi carne vivirá, porque yo vivo», y «...él quedará en mí y yo permaneceré en él».

Alimento espiritual.

De todo lo indicado se desprende que no entendemos por alimento espiritual una especie de alimento ficticio, sino el mismo cuerpo del Señor, cuerpo entregado por nosotros, pero que, indudablemente, no es disfrutado por los creyentes corporalmente, sino espiritualmente, por la fe. Nos atenemos, pues, estrechamente a la doctrina de Cristo, nuestro Señor y Salvador mismo, conforme al Evangelio de Juan, capítulo 6. Y este comer de la carne y beber de la sangre del Señor es tan necesario para salvación, que sin ello nadie puede ser salvo.

La comida espiritual es necesaria para salvación.

Pero diremos también que tal comida y bebida espiritual igualmente tiene lugar fuera de la Santa Cena tantas veces y siempre el hombre crea en Cristo. Posiblemente a esto se refieren las palabras de Agustín, cuando dice: «¿Para qué estás preparando tus dientes y tu vientre? Cree, y así, creyendo, habrás ya comido.»

El comer sacramentalmente el cuerpo de Cristo.

Además del disfrute sublime espiritual, existe el comer sacramentalmente el cuerpo del Señor, comer mediante el cual el creyente no participa simplemente en forma espiritual e interior del verdadero cuerpo y la verdadera sangre del Señor, sino que recibe, al acercarse a la mesa del Señor, también en forma externa y visible el sacramento del cuerpo y la sangre del Señor. De modo que el creyente ya ha recibido antes, en tanto ha creído, el alimento que da vida y lo está disfrutando hasta ahora; pero recibe algo más si toma el sacramento. Y es que por la continua comunión del cuerpo y la sangre del Señor realiza progresos y su fe se inflama más y más, crece y adquiere fortaleza en virtud de ese alimento espiritual. Porque mientras vivimos, la fe crece constantemente. Y quien con fe verdadera reciba el sacramento exteriormente, no recibe únicamente el signo o símbolo, sino, como ya dijimos, disfruta también de la cosa misma. Además, presta obediencia a lo ordenado por el Señor, da gracias de corazón y alegremente por su redención y la de toda la humanidad, conmemora con fe la muerte del Señor y ante toda la Iglesia da testimonio de ser miembro del cuerpo de la misma.

De esta manera es confirmado y sellado a aquellos que reciben el sacramento el hecho de que el cuerpo del Señor fue entregado y su sangre derramada no de un modo general, por así decirlo, por los hombres, sino que carne y sangre son sobre todo, alimento y bebida para vida eterna de todo creyente que goza de la Santa Cena.

Los incrédulos comen el sacramento haciéndose culpables.

Pero quien se acerque sin fe a la santa mesa del Señor disfruta del sacramento sólo externamente sin recibir lo esencial del sacramento, o sea, aquello que aporta vida y salvación. Semejantes personas comen indignamente a la mesa del Señor. Pero quienes indignamente comen del pan del Señor y beben de su cáliz se hacen culpables del cuerpo y la sangre del Señor y comen y beben para sentencia condenatoria de sí mismos. Porque todo aquel que vaya a la mesa del Señor sin verdadera fe escarnece la muerte de Cristo y por eso come y bebe para su propia condenación.

La presencia de Cristo en la Santa Cena.

Por esta razón nosotros no relacionamos el cuerpo del Señor y su sangre con el pan y el vino como diciendo que el pan mismo es el cuerpo de Cristo (aunque sacramentalmente lo sea) o qua el cuerpo de Cristo esté corporalmente escondido en el pan, de forma que dicho cuerpo tenga que ser adorado en el pan, o que quien recibe el signo o símbolo recibe incondicionalmente la cosa misma.

El cuerpo de Cristo está en el cielo, a la derecha del Padre. Y eso obliga a que elevemos los corazones y no nos atengamos al pan ni adoremos al Señor en el pan. Sin embargo, el Señor no está ausente cuando su iglesia celebra la Santa Cena. También el sol se halla lejos de nosotros, en el cielo, y no obstante está con su potencia entre nosotros. Pues tanto más se halla Cristo, el sol de justicia con nosotros, aunque corporalmente se halle ausente, en los cielos; no está, claro es, presente corporalmente entre nosotros, sino espiritualmente mediante su actuación que da vida, como Cristo mismo ha dicho durante su última cena, prometiendo que estaría entre y con nosotros (Juan 14:15 y 16). De esto se deduce que no celebramos la Santa Cena sin Cristo, y, sin embargo, celebramos una «cena incruenta y misteriosa», como la denominaba toda la antigua Iglesia.

Otros fines de la Santa Cena.

Además, nos amonesta la celebración de la Cena del Señor a reflexionar qué miembros del cuerpo hemos sido hechos y cómo por eso debemos mostrarnos unánimes con todos los hermanos, y esta reflexión nos llevará a vivir en santidad, a no mancharnos con vicios o religiones ajenas, sino a permanecer en la verdadera fe hasta el fin de nuestra vida y a esforzaros por brillar en vanguardia con una conducta santa.

Preparación para la Santa Cena.

Es, pues, justo que antes de acercarnos a la mesa del Señor nos examinemos a nosotros mismos, conforme a las indicaciones del apóstol. Ante todo, miremos cómo es nuestra fe y si creemos que Cristo ha venido para salvar a los pecadores y para llamar al arrepentimiento y, también, si cada cual cree pertenecer al número de aquellos que han sido redimidos y salvados por Cristo e, igualmente, si uno se ha propuesto cambiar su vida descaminada y vivir santamente, permaneciendo con ayuda del Señor en la verdadera fe y, en armonía con los hermanos dando sinceras gracias a Dios por la redención, etcétera.

Maneras de celebrar la Santa Cena.

El gozar de la misma en ambas especies.

Por lo que respecta al sacro acto, o sea, a la forma y manera de celebrar la Santa Cena, consideramos que la mejor y más sencilla es la que se atiene lo más cerca posible a lo ordenado, primeramente, por el Señor y a la doctrina de los Apóstoles. Dicha forma consiste en la predicación de la palabra de Dios, en piadosas oraciones, en cómo el Señor actuó y la repetición de ello, en el comer del cuerpo y beber de la sangre del Señor, rememorando la muerte salvadora del Señor y también y al mismo tiempo, en la acción de gracias creyente y en la comunión de todos los miembros de la Iglesia cristiana. Refutamos, por consiguiente, la opinión de aquellos que han privado a los creyentes de una parte del sacramento, o sea, del cáliz del Señor. Los tales obran muy pecaminosamente contra lo ordenado por el Señor, el cual ha dicho: «Bebed de él todos»; y esto no lo ha dicho expresamente con respecto al pan.

Cómo haya sido la celebración de la misa entre los antiguos y si era permitida o no, es cosa que no vamos a discutir ahora. Pero con toda franqueza decimos que la misa hoy celebrada usualmente por toda la Iglesia Romana, ha sido abolida en nuestras iglesias por numerosas y muy bien fundadas razones, que ahora, en favor de la brevedad, no podemos enumerar detalladamente. En modo alguno nos era posible aprobar el que el acto salvífico se convirtiese en un espectáculo vacío y una fuente de ingresos o que sea celebrada pagando, y además no aceptamos se diga que el sacerdote, al celebrar la misa, «hace» el verdadero cuerpo de Cristo y lo sacrifica realmente para perdón de los pecados por los vivos y por los muertos y también incluso en honor o para celebrar o conmemorar a los santos que están en el cielo, etcétera.

«Enseñamos que los ministrantes de la Santa Cena vayan vestidos corrientemente y se valgan de utensilios también corrientes, aunque lo uno y lo otro debe ser, naturalmente, limpio y decoroso. El bienaventurado obispo Ambrosio ha dicho: "Los sacramentos no exigen se emplee el oro, cosa que tampoco armoniza con ellos, ya que no pueden ser adquiridos por oro." Por eso usamos en nuestras iglesias de cestas colocadas sobre la mesa del Señor, y el pan se pone en platillos de madera y en ellos es ofrecido al pueblo..., y no en "platillos sacrificiales" de oro, como suele llamárseles. Asimismo, no se ofrece la sangre del Señor en cálices de oro, sino en vasos de madera. Y es que enseñamos que Dios no aprueba el lujo, sino la mesura; por otro lado, al hacer uso de los sacramentos, no hay que preocuparse del material de los utensiliosy poner en éstos la mirada, sino que ha de tenerse en cuenta únicamente el misterio. Por eso nos valemos de mesas portátiles de madera y hemos abolido todos los altares. Con respecto a cuántas veces ha de celebrarse la Santa Cena en el templo, cada iglesia debe determinarlo libremente, pero siempre a condición de que ninguna abuse de esta libertad.»