Articulo 18 - LOS MINISTROS DE LA IGLESIA; COMO SON IMPUESTOS EN SU CARGO Y CUALES SON SUS DEBERES

Artículo 18 LOS MINISTROS DE LA IGLESIA; COMO SON IMPUESTOS EN SU CARGO Y CUALES SON SUS DEBERES

Dios se vale de servidores al edificar su Iglesia.

Para congregar y fundamentar su Iglesia, para dirigirla y mantenerla, Dios siempre se ha valido de servidores, sigue y proseguirá sirviéndose de ellos mientras haya una Iglesia en este mundo.

Institución y origen del ministerio pastoral.

De aquí que el origen, el nombramiento y el ministerio de los servidores sea antiquísimo; procede de Dios mismo y no es, desde luego, un orden nuevo, o simplemente, establecido por los hombres. Indudablemente, Dios podría haberlo creado por sí mismo y de forma inmediata constituir una congregación; pero prefirió bajarse del servicio de hombres para relacionarse con los hombres. En consecuencia, los servidores han de ser considerados no únicamente como simples servidores, sino como servidores de Dios, porque mediante ellos Dios quiere que los hombres se salven.

No despreciar el ministerio pastora

Quedamos, pues, advertidos de que por lo que atañe a nuestra conversión y enseñanza, éstas no nos sobrevendrán en virtud de una oscura potencia del Espíritu Santo, lo cual significaría despojar de su contenido el ministerio eclesiástico. Es preciso recordar una y otra vez las palabras del apóstol: «¿Cómo creerán a aquél de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?... Luego la fe es por el oír; y el oír por la palabra de Dios» (Rom. 10:14, 17). Y el Señor ha dicho en el Evangelio: «De cierto, de cierto os digo: El que recibe al que yo enviare, a mí recibe; y el que a mí recibe, recibe al que me envió» (Jn 13:20). Y el macedonio que, estando Pablo en Asia Menor, se le apareció en una visión, le amonestó, diciendo: «Pasa a Macedonia, y ayúdanos» (Acts 16:9). En otro pasaje dice el mismo apóstol: «Nosotros, coadjutores somos de Dios; y vosotros campo de labranza de Dios sois, edificio de Dios sois» (1 Cor. 3:9). Mas, al mismo tiempo, guardémonos de suponer demasiadas atribuciones al servidor y al ministerio; y pensemos en lo que el Señor dice en el Evangelio: «Ninguno puede venir a mí si el Padre no le trajere» (Jn 6:44). Pensemos también en lo que el apóstol escribe: «¿Qué es, pues. Pablo?; ¿y qué es Apolos? Ministros por los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, Apolos regó: mas Dios ha dado el crecimiento. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega; sino Dios, que da el crecimiento» (1 Cor. 3:5-7).

Dios mueve los corazones.

Creamos, por tanto, en la palabra de Dios, conforme a la cual Dios nos enseña externamente mediante sus servidores, pero interiormente mueve a la fe el corazón de sus elegidos mediante el Espíritu Santo, o sea, que hemos de dar toda la gloria a Dios por ese gran beneficio. Acerca de esto ya nos hemos referido en el primer capítulo de nuestra exposición.

Los servidores o ministros que Dios ha concedido al mundo.

Por cierto que desde el principio del mundo Dios se ha servido de los hombres más notables (pues si bien no eran sabios en lo concerniente a la sabiduría intelectual o filosofía, destacan por la verdadera sabiduría que de Dios tenían): Nos referimos a los patriarcas, con los cuales Dios habló muchas veces por medio de ángeles. Los patriarcas fueron los profetas y maestros de su época, y Dios dispuso, para que cumplieran su encomienda, que viviesen varios siglos, a fin de que fuesen como padres y luces del mundo. A ellos siguieron Moisés y los profetas, que fueron famosos en el mundo entero. Después de ellos envió el Padre celestial a su Hijo unigénito como el más perfecto maestro del mundo, en el cual estaba escondida la sabiduría divina que también llegó hasta nosotros mediante la doctrina más santa, más sencilla y más perfecta.

Cristo nuestro maestro.

Pero él eligió discípulos y de ellos hizo apóstoles. Y éstos se lanzaron por el mundo entero; y en todas partes, valiéndose de la predicación del Evangelio, congregaron iglesias. Después, nombraron pastores y maestros en todas las iglesias, conforme al mandato de Cristo, el cual, mediante sus seguidores, enseña a la Iglesia y la dirige hasta el día de hoy.

Así como Dios concedió al antiguo pueblo del pacto patriarcas, juntamente con Moisés y los profetas, ha enviado al pueblo del nuevo Pacto a su Hijo Unigénito juntamente con los apóstoles y maestros de la Iglesia.

Servidores del nuevo Pacto.

Los servidores del nuevo pueblo del pacto ostentan diversos nombres. Se les llama: apóstoles, profetas, evangelistas, encargados (obispos), ancianos (presbíteros), pastores (pastores o párrocos) y maestros (doctores). (1 Cor. 12:28; Eph. 4:11).

Apostóles.

Los apóstoles no tenían domicilio fijo, sino que recorrían los países y fundaban diversas iglesias. Pero una vez fundadas, no había apóstoles, sino que en su lugar estaban los pastores o párrocos.

Profetas.

En su tiempo, los profetas podían vaticinar el futuro, pero también explicaban las Sagradas Escrituras. Estos profetas existen todavía.

Evangelistas.

A los autores de las historias del Evangelio se les llamaba «evangelistas»..., pero también se daba este nombre a los predicadores del evangelio. Por ejemplo: Pablo ordena a Timoteo que realice la obra de un evangelista.

Encargados u «obispos».

Los «obispos» son encargados y mayordomos de la iglesia y también los administradores de los bienes necesarios de ella.

Presbíteros.

Los «presbíteros» son los ancianos —no por la edad—, los consejeros o cuidadores de la iglesia, por así decirlo, y con sus prudente consejo guían a la iglesia.

Pastores.

Los «pastores» o «párrocos» apacientan el rebaño o el redil del Señor y cuidan de que nada necesario le falte.

Maestros.

Los «maestros» instruyen y enseñan lo que son la verdadera fe y la verdadera piedad. Hoy podemos, pues, considerar como servidores de la Iglesia: Encargados o presidentes (obispos), ancianos (presbíteros), pastores (pastores o párrocos) y maestros (doctores).

Ministerios de los papistas.

Con el tiempo han sido introducidos en la Iglesia de Dios bastantes títulos ministeriales más. Así, se nombraron patriarcas, arzobispos y obispos; también metropolitanos, sacerdotes, diáconos y subdiáconos, acólitos, exorcistas, cantores, janitores y diversos otros, como: cardenales, prebostes, priores, padres de una Orden, superiores e inferiores. Ordenes superiores e inferiores. Sin embargo, no nos hemos preocupado de lo que todas estas personas fueran antes y prosigan siendo hoy. A nosotros nos basta con la doctrina apostólica de los «servidores».

Monjes.

Completamente convencidos de que ni Cristo ni los apóstoles han instituido el monacato, sus Ordenes o sectas, enseñamos que de nada aprovechan a la Iglesia, antes al contrario, son su perdición. En otros tiempos eran soportables (vivían como ermitaños, se ganaban el pan trabajando, no suponían una carga para nadie, sino que estaban supeditados a los pastores y sus iglesias igual que el pueblo en general); pero hoy en día todo el mundo advierte cómo viven. Bajo el pretexto de algunos votos que han hecho actúan directamente contra dichos votos, hasta el punto de que hasta los mejores de entre los monjes merecen ser contados entre la gente de que el apóstol ha dicho: «Oímos que andan algunos entre vosotros desordenadamente, no trabajando en nada, sino ocupados en curiosear» (2 Thes. 3:11). Por eso no hay lugar en nuestras iglesias para tales gentes y enseñamos que no debe haberlas en las iglesias de Cristo.

Los servidores han de ser llamados y han de ser elegidos.

Nadie debe pretender el honor de un ministerio eclesiástico, o sea, apropiárselo mediante regalos o alguna otra astucia. Antes bien, los ministros de la Iglesia han de ser llamados a serlo y elegidos por votación eclesiástica y legal. Esto significa que su elección ha de realizarse en el temor de Dios, bien sea por la iglesia o por quienes ella delegue, sin subversión, partidismos y disputas. Pero que no se elijan personas cualesquiera, sino varones aptos para el ministerio, poseedores de buenos y santos conocimientos, dueños de una elocuencia piadosa y de prudencia sin dobleces; varones conocidos también como personas modestas y honradas, conforme a la regla apostólica, impuesta por el apóstol en (1Tim. 3:2 ss y Titus 1:7 ss).

Confirmación de los servidores.

Los elegidos han de ser confirmados en su ministerio por los ancianos con oración intercesora pública e imposición de manos.

Condenamos tocante a este punto a todos los que por cuenta propia aspiran a ministerios, aunque no hayan sido elegidos, ni enviados e impuestos en el cargo (Jer. 23). No aceptamos servidores ineptos y faltos de los dones que necesariamente ha de tener un pastor.

Sin embargo, reconocemos que la sencillez no perjudicial de algunos pastores de la antigua Iglesia ha favorecido a ésta más que la formación polifacética, escogida y fina..., pero también un poco altanera de otros. Por eso, a no ser tratándose de gente completamente ignorante, no desechamos su piadosa sencillez. Ciertamente, los apóstoles de Cristo denominan sacerdotes a todos los creyentes en Cristo; pero no sacerdotes en sentido ministerial, sino porque todos nosotros, como creyentes, somos reyes y sacerdotes, que por Cristo pueden ofrecer sacrificios espirituales (Ex. 19:6; 1 Peter 2:9; Rev. 1:6).

El sacerdocio general de los creyentes.

El sacerdocio general de los creyentes y el ministerio del servidor son, pues, dos cosas completamente distintas: Mientras que el sacerdocio general es común a todos los cristianos, como acabamos de decir, el ministerio del servidor no es común a todos. Nosotros no hemos prescindido de él en la Iglesia cuando suprimimos el sacerdocio papal en la Iglesia de Cristo.

Sacerdotes y ministerio sacerdotal.

Innegablemente, en el nuevo pacto de Cristo no existe ningún sacerdocio como existía en el antiguo pueblo del pacto, que practicaba la unción extema, usaba de vestiduras sacras y toda una serie de ceremonias. Todo ello eran símbolos referentes a Cristo, el cual al venir al mundo los ha cumplido y abolido. Pero Cristo mismo es el Sacerdote por toda eternidad (Heb. 7). A fin de no equipararnos a él, a ningún servidor de la Iglesia le denominamos «sacerdote». Porque el Señor mismo no ha instituido sacerdotes en la iglesia del nuevo pacto, sacerdotes que reciben poderes de manos del obispo, diariamente ofrecen la misa, o sea, el cuerpo y la sangre del Señor mismo, en favor de los vivos y de los muertos; Cristo ha instituido únicamente servidores que deben enseñar y administrar los sacramentos. Pablo explica simple y brevemente lo que pensamos de los servidores del nuevo pacto o de la Iglesia cristiana y lo que son: «Téngannos los hombres por ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (1 Cor. 4:1).

Lo que el apóstol quiere es que consideremos a los servidores realmente como servidores. Servidores les ha llamado el apóstol. Servidores significa, en realidad, «remeros» sujetos a la voluntad del patrón del barco, o sea, hombres que no viven para sí mismos o a su propio capricho, sino para otros, para sus señores en este caso, de cuyas órdenes dependen por completo.

Y es que un servidor de la Iglesia ha de cumplir sus deberes sin excepción y por completo guiado, no por lo que mejor le parezca, sino ateniéndose siempre a realizar aquello que su señor le ha ordenado. El apóstol señala claramente que el señor es Cristo, al cual se deben los servidores como siervos en todo lo concerniente al ministerio.

Los servidores son administradores de los misterios de Dios.

Además, añade para explicar más detalladamente lo que es el servicio que los servidores de la Iglesia son administradores o mayordomos de los misterios de Dios.

Pablo califica de «misterios de Dios» el evangelio de Cristo (especialmente en Eph. 3:3 y 9). En la antigua Iglesia también los sacramentos eran denominados «misterios de Cristo». De manera que los servidores de la Iglesia han sido llamados para predicar el evangelio a los creyentes y para administrar los sacramentos. Pues en el Evangelio, además, (Lk. 12:42) leemos de aquel siervo fiel y prudente a quien su señor dio toda clase de poderes para que a todos los que en la casa vivían les diese el alimento a su debido tiempo; También se cuenta en otro pasaje del Evangelio que el señor «se va lejos fuera de su país», abandona su casa y concede plenos poderes a sus siervos o incluso sobre su hacienda y señala a cada cual su labor (Mat. 25:14 y sgs.).

Poderes de los servidores en la Iglesia.

Ahora se nos presenta la mejor ocasión para. añadir algo más sobre el poder y el ministerio de los servidores en la Iglesia. Acerca de los poderes, cierta gente ha exagerado y supeditado a su poder, ni más ni menos, todo lo que hay en la tierra, obrando así en contra del mandato del Señor, el cual ha prohibido a los suyos el dominarlo todo, sino que, más bien, les ha ordenado la humildad (Lk. 22:24 ss; Mat. 18:3 sgs; 20:25 ss). Verdadero poder sin límites es solamente el regulado legalmente. Y conforme a dicho poder, todas las cosas del mundo están supeditadas a Cristo, como él mismo ha testimoniado y dicho: «Todo poder me ha sido dado en los cielos y en la tierra» (Mat. 28:18). Asimismo: «Yo soy el primero y el último; y el que vivo, y he sido muerto; y he aquí que vivo por toda eternidad... Y tengo las llaves del infierno y de la muerte» (Rev. 1:17 y 18). Y también: «... el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre» (Rev. 3:7).

El Señor se reserva el poder definitivo.

El Señor se reserva para sí tales poderes y no se los confía a nadie para, por así decirlo, hacer de expectador inactivo mirando la obra de sus servidores. Dice Isaías: «Y sobre sus hombros quiero poner también las llaves de la casa de David» (Is 22:22) «...y el principado es sobre su hombro» (Is 9:6). Y es que él no deposita su soberanía sobre los hombros de otros, sino que conserva y ejercita su poder hasta ahora en tanto todo lo gobierna.

Poder ministerial y poder servicial.

Otra cosa es el poder ministerial o el servicio con toda autoridad concedida: Ambas cosas están limitadas por el único poseedor de todo el poder. El poder ministerial es más un servir que un dominar.

El poder de las llaves.

Un señor y dueño puede poner en manos de su administrador el mando de la casa; por eso le entrega las llaves con la facultad de permitir o prohibir la entrada en la casa a quien el Señor se lo permita o prohíba. En virtud del poder recibido, el servidor cumple su deber haciendo lo que su señor le haya ordenado, y el señor, por su parte, confirma lo que el servidor haga y desea que la decisión de su servidor sea considerada y reconocida como si procediera del señor mismo. A esto se refieren, precisamente, las palabras del Evangelio: «A tí te daré las llaves del reino; y todo lo que ligares en la tierra será ligado en el cielo; y todo lo que desatares en la tierra, será desatado en los cielos» (Mat. 16:19) e, igualmente: «A los que perdonéis los pecados, les serán perdonados; a los que no se los perdonéis, no le serán perdonados» (Jn 20:23).

Dado el caso de que el servidor no actúe como su señor se lo ha ordenado, sino que falte a la fidelidad, es natural que el señor declare como no válido lo realizado por el servidor. Por consiguiente, el poder eclesiástico de los servidores en la Iglesia es el ministerio mediante el cual, ciertamente, gobiernan la Iglesia, pero actuando en la Iglesia tal y como el Señor lo ha prescrito. En tal caso, los creyentes lo aceptarán como si el Señor mismo hubiera actuado. Por lo demás antes ya hemos hablado del poder de las llaves.

Todos los servidores poseen los mismos poderes.

Realmente, a todos los servidores de la Iglesia les ha sido confiado uno y el mismo poder o autoridad ministerial. En un principio, dirigían, seguramente, los encargados (obispos) o los ancianos la Iglesia (congregación) en labor conjunta: ninguno se consideraba superior al otro o pretendía tener poder sobre los colaboradores. Porque atentos a la palabra del Señor, «el que es principal sea como el que sirve» (Lk. 22:26), permanecían en la humildad y se ayudaban recíprocamente en la dirección y el mantenimiento de la congregación. No obstante esto, y por amor del buen orden, uno de ellos o uno por ellos elegido entre los servidores cuidaba de las asambleas de la iglesia y exponía las cuestiones que tratar, recogía la opinión de los demás e intentaba todo lo posible para que no surgiesen desórdenes. En los Hechos de los Apóstoles leemos que así hizo el santo apóstol Pedro, aunque no estaba por encima de ninguno ni poseía mayor poder que los demás. El mártir Cipriano dice muy bien en su tratado sobre «La sencillez de los clérigos»: «Pedro era igual que los otros apóstoles: tenían honor y poder hasta cierto punto en la cuestión de los "bienes comunes", cosa directamente propia de la unidad de la Iglesia y para que la Iglesia demostrase su unidad.»

Cuándo y cómo puede ser un servidor director de los demás servidores.

Semejantes observaciones hace también Jerónimo en su exégesis de la Epístola a Tito, y dice: «Antes de que, promovidas por el diablo, surgiesen disputas en cuestiones de fe, las iglesias estaban dirigidas por el Consejo común de ancianos. Pero cuando cada cual empezó a considerar como «suyos» a los que había bautizado, en lugar de considerarlos como propiedad de Cristo, se acordó que uno de los ancianos elegido entre los demás tuviese autoridad sobre ellos, tomase sobre sí la responsabilidad de la iglesia con el fin de alejar toda semilla de partidismos.» Pero Jerónimo no considera dicho acuerdo como cosa de Dios; porque acto seguido añade: «Así como los sacerdotes saben que, conforme a la costumbre de la Iglesia, están supeditados a sus jefes, también los obispos habrán de tener en cuenta que más por la costumbre que por el orden divino se hallan por encima de los sacerdotes con los cuales juntamente deberían gobernar la Iglesia.» Así se explica Jerónimo. No hay, pues, quien invocando derechos legales cualesquiera pueda prohibir que se vuelva al orden antiguamente establecido en la Iglesia de Dios prefiriéndolo a costumbres humanas posteriores.

Deberes de los servidores,

Si bien los deberes ministeriales de los servidores son variados, es posible reducirlos a dos cosas: La predicación del evangelio y la debida administración de los sacramentos. Es obligación de los servidores reunir a la congregación para la celebración del culto y en éste exponer la palabra de Dios y aplicar la doctrina completa a las necesidades de la iglesia y para beneficio de la misma, con objeto de que lo que se enseña aproveche a todos los oyentes y edifique a los creyentes. Es obligación de los servidores adoctrinar y amonestar a los ignorantes, acelerar el paso de aquellos otros que no recorren el camino del Señor o que caminan por él demasiado lentamente; consolar y fortalecer a los temerosos y protegerlos contra las tentaciones del diablo: castigar a los pecadores; hacer volver al buen camino a los que yerran, levantar a los caídos, convencer a los rebeldes y, finalmente, ahuyentar a los lobos que acechan en el redil.

Prudente y muy seriamente reprenderán los vicios y a los viciosos y no tendrán, contemplaciones para actos vergonzosos, ni guardarán silencio sobre ellos.

Al lado de todo esto, administrarán los sacramentos, amonestarán a que sean debidamente usados y prepararán a todos con pura doctrina para que los reciban. Es también obligación de los servidores el mantener a los creyentes en unidad santa, prohibir los partidismos, dar enseñanza a los niños, rogar ayuda para los necesitados de la congregación, visitar a los enfermos y a los atribulados a causa de diversas tentaciones, enseñarles y mantenerles en el camino de la vida. Además, en tiempos difíciles ordenarán días de oración y penitencia públicos, unidos al ayuno, es decir, a una santa continencia y cuidar muy esmeradamente de todo aquello que pueda servir a las iglesias para el orden, la paz y para salvación.

Con objeto de que el servidor logre realizar todo lo dicho mejor y más fácilmente, hay que exigirle, en primer lugar, que sea temeroso de Dios, constante en la oración, aplicado en la lectura de las Sagradas Escrituras, despierto y vigilante en todas las cosas y que, llevando una vida limpia, sea como una luz ante todos.

Disciplina eclesiástica.

Y dado que en la Iglesia ha de reinar la disciplina y ya en otros tiempos era usual la excomunión y en el pueblo de Dios se celebraban juicios eclesiásticos, presididos por varones piadosos y responsables de la disciplina, sería deber de los servidores imponer dicha disciplina en casos de necesidad y conforme a las circunstancias de los tiempos y la vida pública para edificación de la iglesia. Pero siempre habrá que atenerse a la regla de que todo suceda para edificación, en forma decente, honesta, sin ánimo de tiranía y riña. Pues el apóstol testimonia que Dios le ha concedido sus poderes para edificar y no para destruir (2 Cor. 10:8). Y el Señor mismo ha prohibido arrancar la cizaña en el campo de Dios; porque existe el peligro de arrancar con ella también el trigo (Mat. 13:29 ss).

También se debe escuchar la predicación de los malos servidoreg.

Condenamos el error de los donatistas, que tanto la doctrina como la administración de los sacramentos los hacen depender para su eficacia o ineficacia del comportamiento de los servidores. Y es que sabemos la necesidad de oír la palabra de Cristo..., aunque salga de labios de malos servidores. Dice el Señor: «Todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras» (Mat. 23:3).

Sabemos que los sacramentos por haber sido instituidos y por la palabra de Cristo santificados, son eficaces para los creyentes, incluso cuando los ofrecen servidores indignos. El fiel servidor de Dios, Agustín, basándose en las Sagradas Escrituras, luchó mucho contra los donatistas. Ahora bien; entre los servidores debe imperar verdadera disciplina.

Sínodos.

Por eso, en los sínodos hay que examinar a fondo la doctrina y conducta de los servidores. Los que hayan caído en falta serán castigados por los ancianos y conducidos de nuevo al buen camino, si aún hay esperanza de que mejoren; pero si se manifiestan incorregibles, serán destituidos y expulsados del rebaño del Señor como lobos, expulsados por los verdaderos pastores. Pues si se trata de falsos maestros no deben ser consentidos en absoluto. No desaprobamos las asambleas de la Iglesia (concilios), que, siguiendo el ejemplo de los apóstoles, se reúnen solemnemente para bien y no para perdición de la Iglesia.

El obrero es digno de su salario.

Todos los servidores fieles son, como buenos obreros, dignos de su salario, y no cometen pecado aceptando un sueldo y todo cuanto necesitan para vivir ellos y su familia. Pues el apóstol demuestra que es justo que la iglesia abone dicho mantenimiento y que sea aceptado por los servidores (1 Cor. 9:7 ss.: 1 Tim. 5:18 y otros pasajes). Esta doctrina apostólica refuta la opinión anabaptista, según la cual los servidores que viven de su servicio son despreciables y merecedores de los peores insultos.