¿Qué le pasa a El Heraldo?

20 de febrero de 2014

El 4 de enero de 2014, el periódico El Heraldo me produjo la mayor desazón en años. Por su culpa, durante casi un mes me sentí descorazonado, sobrecogido, abatido. Fue un sentimiento tan real que, cada vez que trataba de leer el texto Acuarela para la calle de todos (firmado por Adlai Stevenson Samper, abogado que se exhibe, además, como “investigador cultural” y “escritor”, y al que no en vano le pusieron el nombre del político demócrata derrotado dos veces consecutivas por Eisenhower) con la intención de escribir esta crítica, solo conseguía deprimirme y enfermarme a causa del esfuerzo que hacía por llegar hasta su última línea. Por si fuera poco, seguí experimentando el sentimiento de extenuación y desesperanza durante varios días, y, desgraciadamente, cada vez que el texto me viene a la memoria.

Con la publicación de Acuarela en la revista dominical Latitud del tradicional periódico barranquillero ocurrió un hecho no solo penoso, sino de la mayor gravedad para la vida cultural de Barranquilla. Y como casi todos los hechos graves y penosos en materia cultural, el entuerto pasó desapercibido para la mayoría. Aunque la nula calidad del texto en cuestión no me sorprendió,  pues desde hace varios años El Heraldo ha tenido una sistemática serie de tropiezos con la selección de lo que pretende ofrecer como de algún valor literario, Acuarela es, a mi juicio, la gota que rebosó la copa, el culmen y perfecto ejemplo de la postración en que se hallan las letras en este diario tan querido por los barranquilleros, el mismo que acogió columnas de impecable factura literaria como las de García Márquez, el profesor Assa, Alfonso Fuenmayor o Germán Vargas (no se piense que pretendo comparar Acuarela con sus obras). Incluso, El Heraldo todavía acoge buenos escritores como Lola Salcedo, Emilia Sáez de Ibarra o Bertha Ramos.

En realidad, la culpa no es de los autores, sino del editor: no es la primera vez que al autor de Acuarela y a otros colaboradores del periódico les publican algo por el estilo. En algunas de esas ocasiones, aprovechando que ciertas columnas incluyen los correos electrónicos de los autores, les hice a estos mis observaciones directa y brevemente, pero esta vez la dimensión del desaguisado impone un tratamiento a tono con su inconcebible atrevimiento.

Conozco algo del trabajo de Stevenson Samper: es alguien que puede ser valioso en sus buscas sobre la vieja Barranquilla, un artesano que puede ser útil en su oficio, pero en tanto que artista queda en segundo plano. Con su Acuarela estamos ante una bazofia pseudoliteraria de la más baja estofa, un batiburrillo de letras, colores e imágenes sin orden ni concierto que descorazonan hasta al más simple aficionado a la literatura, es la miseria hecha escritura. Ideas incoherentes, atropelladas, así como escenas ridículas e inverosímiles, sin ninguna credibilidad, infestan el texto de principio a fin mutadas en las retahílas lamentables en que termina transformándose cada párrafo. El autor pasa, con increíble facilidad seguramente innata, de un tema a otro en un mismo párrafo, todo a trompicones y tan atrabiliariamente que el pretendido estilillo pseudobarroco barriobajero de imágenes y colores no alcanza a paliar su verdadera patología, mil veces más aterradora.

El texto es, de paso, patético ejemplo de mal uso de la gramática española donde conviven, en repugnante amancebamiento, verbos transitivos sin objeto directo (“…azuzando con su algarabía"), verbos sin la preposición de régimen (“…aspiran cerrarle…”), discordancias entre el objeto y el pronombre enclítico  (“…aspiran cerrarle el paso a los indómitos aguaceros…”), mala puntuación (puntos aparte donde son evidentes puntos seguidos), entre otros denuestos al buen escribir. Texto que fatiga, que descorazona, que hiede a putrefacción literaria. De contera, el autor padece el mal atávico de no desprenderse del embrujo de otros, tontamente echando mano de textos que no le pertenecen (“como se acaban las velas cuando las van apagando”, “ilusión del Caribe”) e esto es lo peor influido (¿plagiando?) ¡todavía! por García Márquez, así sea levemente (¿“caimanes prehistóricos”?). En pocas palabras, estamos ante todo un ultraje público al pudor literario.

Es un escrito de índole tan vil, que fustiga tan injustamente, que, francamente, no entiendo cómo los encargados de El Heraldo no se dieron cuenta de su carácter espurio y permitieron su publicación. Hace un par de años me tomé la libertad de escribirle por correo electrónico a Stevenson Samper para señalarle errores protuberantes que cometió en la cartilla de promoción de Barranquilla para el Mundial Sub-20, texto de su autoría. Mi intención era simplemente que, en caso de reedición, se corrigieran los errores, pero el autor me respondió en el lenguaje asaz conocido, irritado, sardónico y cortante de quienes no aceptan la crítica, pasando por alto que a ella se expone todo aquel que algo publica. Conservo los mensajes. Por eso, ni siquiera espero que el autor de Acuarela lea esto, si llega ante su vista. Pero si lo hace, pronostico que, si algo riposta, se defenderá argumentando que quiso plasmar un sueño (¿pesadilla?), una acuarela... Que le diga eso a Proust. Mejor: que lea a Proust, obviamente en francés. O quizás me ladre que no lea sus escritos, recomendación que desgraciadamente no podré seguir, pues todavía hay quienes sentimos el imperativo moral de denunciar estas baratijas pseudoliterarias con la férrea determinación de que no vuelvan a tener espacio en un medio como El Heraldo, al que en realidad va dirigida mi crítica: ¿Qué te pasa, Heraldo?