¿BARRANQUILLA, ANDINA Y RIOPLATENSE?

31 de marzo de 2013

El periodista José Marenco se lamenta, como pocos entre los que también me incluyo, de cuánto se ha acabado aquella Barranquilla caribeña que, he podido establecer, tuvo su apogeo entre los años 1930 y 1970. Y digo apogeo porque Barranquilla ha sido caribeña desde sus orígenes, solo que entre esas décadas se establecieron definitivamente dos expresiones distintivas del Caribe en nuestro medio: primero, se consolidaron los ritmos de las Antillas españolas entre los gustos musicales del barranquillero enriqueciendo su identidad, la que, obviamente, contaba en su haber con el connatural componente musical costeño, que a su vez forma parte del subcontinente musical caribeño; segundo, coincidió esa edad de oro de la Barranquilla caribeña con el enraizamiento del béisbol y el boxeo, pareja de deportes que constituye otro de los sellos del Caribe, si bien el boxeo está arraigado también en países latinoamericanos nada caribeños como México (donde también es popular el béisbol) y Argentina. Me refiero no a simples gustos, que en cualquier parte puede haber a quienes les agraden la música antillana, el béisbol y el boxeo; hablo de una identificación, incluso una reconfiguración cultural hasta los tuétanos de la colectividad, del cultivo y producción de música antillana, de la práctica del béisbol y el boxeo, y de la generación espontánea de boxeadores y beisbolistas destacados. Para ilustrar lo contrario, está el ejemplo de Cali, ciudad engastada en el sur de la cordillera occidental de los Andes colombianos, bien lejos del Caribe, donde una nada despreciable parte de su población alucina infructuosa y conmovedoramente con ser caribeña: allá gusta aunque artificialmente la salsa, pero no están arraigados ni el béisbol ni el boxeo, de los que, menos, han producido exponentes; para ajustarme a la verdad, el Valle del Cauca ha dado dos o tres peloteros de tercera categoría, que no puede ser otro el resultado de tratar de instaurar algo ajeno allí donde no hay sustrato genético, ni cultural, ni histórico.

Hay que reconocer, sin embargo, que a principios del siglo XX en Barranquilla también se escuchaban y bailaban los muy andinos bambuco y pasillo, y ni el boxeo, ni el béisbol (de hecho, ningún deporte), ni los ritmos del Caribe hispano se habían afincado aquí, proceso que recibió el espaldarazo definitivo con el inicio de la radio comercial a finales de 1929. Incluso, en los años 1930 el rey en Barranquilla era el aire rioplatense por antonomasia: el tango. Pero Marenco Pardo va más allá y puntualiza que según él Barranquilla se andinizó y rioplatizó: “Añoro a mi Barranquilla caribeña. Gran diferencia con la andina y rioplatense de hoy”, trinó. Claro, si deplora que Barranquilla ya no es caribeña, tenía por lógica que señalar en qué se ha convertido. En todo caso, creo que exagera y cae en el error de generalizar; no se pueden tomar ciertos gustos musicales y deportivos actuales para afirmar que Barranquilla se andinizó y rioplatizó en todos sus aspectos, como se desprende de su queja.

Aunque desde hace años noto que la gente ha adquirido cierto cantadito andino, sobre todo personas “cultas” y “estudiadas”, que ya mucha gente joven ha incorporado, al parecer de manera que les brota natural, algunos modismos interioranos como “parce”, “pailas”, parche”, “tan divino”, “qué peca'o”, etcétera, y que hasta los años 1980 era impensable la cantidad de empresas, actores, cantantes y hasta grupos folclóricos del interior del país que hoy han invadido los desfiles del carnaval, la manera de ser, de asumir la vida, del barranquillero es absoluta e innegablemente caribeña. Algo quizá implícito en la decepción de Marenco, ciertamente deplorable, es que hoy, en muchos restaurantes de comida popular de Barranquilla, se ofrece el ajiaco santafereño, sopita de pollo que, si bien es sabrosa, no debe desplazar los sancochos de pescado, de rabo, de mondongo o de guandú.

Al mismo tiempo, Marenco Pardo se lamenta de la vallenatización del  Festival de Orquestas, y culpa directamente al empresario Enrique Chapman, quien, me imagino, no es el único que ha impuesto el vallenato. Solamente tengo que decir al respecto que el vallenato es tan caribeño como el son cubano, y que al menos es de la Costa. Es más, en los años 1980 al nombre del festival se le añadió “y de Acordeones”, irritante apéndice que se le retiró recientemente. Lo que sucede es que el vallenato no es de la generación “más caribeña” de Barranquilla, y por eso muchos se resisten a asimilarlo como género arraigado en la ciudad. Lo realmente triste de la vallenatización de Barranquilla es que se escuchen vallenatos llorones de temáticas flébiles, remedos de aquellos vallenatos de los juglares, los Zuleta, Diomedes Díaz o Jorge Oñate, entre otros pocos (aunque ya en 1982 los Zuleta tenidos por el gran bastión del vallenato tradicional tocaban vallenatos lacrimosos de letras ridículas que hablaban de Que no aguanté el dolor y tuve que llorar y Torbellinos de quimeras). Es innegable también que en Barranquilla no se consumen las producciones comerciales contemporáneas de los ritmos cobijados bajo la denominación “salsa”, y que ya ni el merengue dominicano saca nada; eso ha sido el caldo de cultivo para el auge no solo del vallenato plañidero, sino de bazofias pseudomusicales como el reggaetón y la champeta, que cada vez producen más y más cantantuchos y cancioncillas pusilánimes.

Como prueba de la supuesta Barranquilla rioplatense, Marenco señala las ridículas y faltas de identidad barritas bravas a la argentina (más bien hordas de salvajes y resentidos) que surgieron entre la afición del Junior, con sus nada originales cantos de guerra entonados a lo porteño, fenómeno que no es exclusivo de Barranquilla ni de Colombia, pues se da en otros países de la región también, conozco el caso particular de Perú.

Que hoy solo se hable de fútbol en Barranquilla, aunque condenable también, no puede tomarse como prueba de lo “andina” y “rioplatense” que se ha vuelto la ciudad; simplemente hay que reconocer que la maquinaria del fútbol nacional devoró (o dejamos que devorara) el ambiente plurideportivo (béisbol, baloncesto, boxeo, atletismo, tenis y por supuesto fútbol, entre otros) de Barranquilla hasta los años 1980. Incluso en los años 1990 se vivió cierto fervor por el baloncesto con aquel equipo de Caimanes varias veces campeón del rentado nacional, del cual ya no queda ni el recuerdo. No olvidemos tampoco que Barranquilla es cuna del fútbol en Colombia y que el embrión del Junior se fundó en 1924, justo en los inicios del afianzamiento de la época más caribeña de la ciudad.

Decir que fútbol es sinónimo de rioplatense es peligroso, pues ni en Argentina el fútbol lo es todo: allá viven y de qué manera el boxeo, el rugby, el voleibol, el polo, el automovilismo, y el baloncesto, ni se diga.

Las cosas, las personas, las ciudades cambian. Sin embargo, lo que más me duele de la actual Barranquilla es que se ha llenado de evangélicos y sectas supuestamente protestantes repletas de fanáticos de todos los pelambres. Prefiero mil millones de veces que se escuche vallenato en buses, taxis, barrios y calles a lo que en realidad se está escuchando, y a todo timbal: las sonsas y fanáticas canciones aleluyas. Pero también pasarán, solo se trata de una histeria pasajera.