El impuesto a las procesiones de Semana Santa

17 de abril de 2014

Parece mentira que algunos todavía crean en la igualdad, mejor dicho, que sigan concibiendo mal la igualdad. Pero no me extraña: la confusión es una de las características de nuestro tiempo. Parecen no haberse dado cuenta de que son absolutamente imprescindibles y necesarios los tratamientos especiales para los niños, las mujeres, los ancianos, los negros, los indígenas o ¡claro que sí! ciertos políticos. De otra forma sería imposible entender por qué, si el Estado colombiano, mediante la Carta de 1991, está obligado a observar un tratamiento igualitario para todos sus habitantes, haya consideraciones especiales y hasta leyes a favor de los negros, los indígenas o las mujeres. Esa igualdad mal entendida lleva a creer que el carretillero de mula merece el mismo tratamiento y privilegios que el presidente de la República. ¿Se imaginan un alcalde o gobernador teniendo que desplazarse en bus o en su vetusto carro particular, o al presidente teniendo que volar en aviones comerciales pagados de su bolsillo? Ya lo dijo Angelino Garzón con aquella estrepitosa palabra: "como zarrapastrosos". No, señor: para esas dignidades el Estado no es válido el principio de igualdad (mal entendida), por el contrario, pone a su disposición camionetas, aviones, escoltas, gozan de régimen de pensión especial, etcétera.

No concibo que aquellos maestros de antes, que se sacrificaban yéndose a enseñar, a alfabetizar a los miles de compatriotas a los que el Estado apenas estaba llegando en los más apartados y atrasados poblados de la Costa, tengan el mismo tratamiento en materia de pensión (para no mencionar de salario) que una secretaria de una empresa de Barranquilla o de un albañil, o de un taxista. No puede ser que los encargados de difundir la educación en este país, los llamados a sacar a este pueblo de su ignorancia para que pueda dirigirse a mejores destinos, tengan un trato “igualitario”. Lo mismo va para los médicos y otros trabajadores de la salud que se adentran en las peligrosas reconditeces de la geografía nacional para cumplir una labor que merece todo encomio, algunos de los cuales han pagado con su vida su vocación de servicio.

Así mismo, las tradiciones culturales arraigadas en un pueblo, o mejor, en la mayoría de los habitantes de un país, ciudad o comunidad, deben gozar de un tratamiento especial. Por ejemplo, a mi juicio, no es posible que la empresa que organiza el carnaval de Barranquilla deba pagar para llevar a cabo los desfiles y mantener la seguridad, teniendo en cuenta el carácter popular, espontáneo, multitudinario y tradicional de los festejos. Es más, la organización del carnaval debería recaer en la Secretaría de Cultura del distrito, allí sí se vería claro que no se debe pagar nada (¿el distrito pagándole al distrito?). Pero como el distrito es incapaz de hacerse cargo del carnaval, lo delega en una empresa privada o mixta, y entonces el cobro adquiere sentido… Pero es precisamente por la mencionada naturaleza cultural, popular y tradicional del carnaval que los costos que generan los desfiles deben ser asumidos por el Estado, de lo contrario, es por lo menos extraño que todo un patrimonio cultural de la nación colombiana y de la humanidad pague impuestos como cualquier vulgar negocio.

Análogamente, y por mucha igualdad religiosa consagrada en la Constitución, las pocas procesiones que realiza la Iglesia Católica durante el año deberían gozar no solo de exención de impuestos, sino que deberían ser promovidas y salvaguardadas por el Estado en virtud de su tradición de siglos y la rica carga cultural que arrastran. De hecho es así en ciudades como Popayán o Mompox. A pesar de las críticas a la Iglesia muchas de ellas infundadas, su huella y presencia siguen siendo indelebles en Colombia, así mucha gente ni siquiera sepa que muchas de las cosas que ocurren en este país son producto de la antiquísima tradición católica. Por ejemplo, hasta el momento nadie se ha quejado por los múltiples festivos católicos en Colombia, ni mucho menos se ha propuesto su abolición. O sea, como de no trabajar se trata, nadie invoca la igualdad religiosa o el estado laico. Y como de contera dichos festivos mueven la economía... Pero para ser coherentes, un industrial judío, un mercader mahometano o un pastor evangélico debería pedir en nombre de la igualdad o bien la creación de festivos basados en sus religiones, o la anulación de los festivos consagrados a la Inmaculada Concepción o a la asunción de la Virgen (dogmas de la más rancia entraña católica, totalmente ajenos a y desdeñados por otras religiones), pues como resultado, durante dieciocho días al año se les obliga a no trabajar o vender por cuenta de la desigualdad religiosa, se les impone un paro que les debe ocasionar pérdidas de millonarias. Pero como se trata de holgazanear en el mejor de los casos y de otras cosillas non sanctas más que permite el tiempo libre, es decir, como se favorece el ocio, eso que tanto les agrada, nadie cuestiona uno de los últimos rezagos de la ya casi desaparecida estirpe católica del Estado colombiano. No me cabe la menor duda de que la Iglesia Católica tiene un espacio ganado en Colombia por sus centenarios aportes a la espiritualidad, a la educación, a la cultura, al arte, a la arquitectura, al compromiso social y a la paz de este país, aportes que no puede mostrar ninguna de las 666 religiones falsas que hoy por hoy han infestado a Colombia.

 

P.D. El caso, que merecía una reacción contundente por parte del arzobispo, terminó en un abrazo politiquero con la alcaldesa. Qué falta de carácter se ha enseñoreado de la Iglesia hoy. Pero será una buena oportunidad para que los verdaderos católicos demuestren su compromiso con la Iglesia.