Muy buena serie catalana cuya principal virtud es desmitificar a los maestros de escuela que logran empatizar y estimular el sentido crítico de sus alumnos. No me refiero solo a la capacidad pedagógica de lograr que los educandos adquieran conocimientos, sino también que vayan más allá de los mismos, hacia el conocimiento de uno mismo, la mejora constante –a menudo accidentada– y el cambio de comportamiento; en suma, juntar la educación con la comunicación.
Dentro de este marco general la serie gira en torno a un carismático maestro –Merlí Bergeron (interpretado por Francesc Orella)– y sus alumnos del curso de filosofía: los “peripatéticos”. Lo más importante es que Merlí exhibe sus (acusados) defectos y cualidades por igual. Es cínico, manipulador, mujeriego, insolente, hiriente, celoso y hasta tramposo. Pero, al mismo tiempo, puede ser asertivo, comprensivo, irónico, franco y directo. Sobre todo, se involucra en los problemas de sus alumnos (y en los de sus colegas), tolerante pero también terco y firme en lo que cree. Dice lo que piensa, en ocasiones, sin medir las consecuencias y, en otras, lo hace calculadamente o lo inventa: corre riesgos. Hay momentos en que logra el reconocimiento unánime, mientras que en otros se queda solo y criticado por todos (y todas); pero siempre líder.
Su método consiste en cuestionar continuamente a los alumnos y hacerlos participar mediante la reflexión sobre las ideas de algunos de los principales filósofos, utilizando además métodos pedagógicos poco ortodoxos. De hecho, los guionistas tienen que arreglárselas para construir cada capítulo en torno a una idea de un filósofo específico, que es tomada como pretexto para desarrollar la acción dramática; o sea, mostrando que la filosofía puede tener aplicaciones prácticas en la vida de las personas. Más que conocimientos específicos, se trata de un método para lograr que los alumnos piensen con cabeza propia y, a continuación, a través del aprendizaje –compartido– del conocimiento y manejo de las emociones, desarrollen su autonomía y sean responsables de sus actos.
Merlí lo consigue gracias a que encarna virtudes y defectos por igual, es decir, es un personaje que se pretende realista –al igual que los del resto de la serie– pero también rompedor de esquemas, innovador, en lo humano y en lo profesional. En torno a él se construyen las distintas personalidades y conflictos de sus alumnos y compañeros de trabajo.
Lo fascinante es ver el proceso de crecimiento de los estudiantes, la velocidad con que cambian pero –al mismo tiempo– cómo hay aspectos que permanecen y se mantienen hasta el final. Asuntos tales como padres dominantes o madres complacientes o engreidoras, padres lejanos o fracasados y madres ausentes o excesivamente comprensivas; que establecen conflictos con el personaje principal e interactúan en el contexto de las relaciones de los alumnos con su peculiar profesor.
De otro lado, tenemos chicos inmaduros, o más maduras (madres solteras), chicos gays (enclosetados y no), muchachos que establecen relaciones posesivas, otros que odian el estudio o son mujeriegos, chicas vírgenes y otras promiscuas, y hasta un agorafóbico. A lo largo de las tres temporadas de la serie, los personajes (alumnos, maestros, padres) están probándose a sí mismos y mutuamente, así como enfrentando y superando diversos conflictos (personales, generacionales, sentimentales, sociales y hasta políticos).
Paralelamente, gracias a las acciones (y omisiones, a veces intencionadas) de Merlí, se desarrollan situaciones y tramas secundarias que añaden capas de sentido al punto de partida (filosófico) original de cada capítulo: la razón se apoya en la emoción, pero también le da luces para domeñar los sentimientos, abriendo espacios de comprensión y consenso. El resultado son personajes más complejos de lo que parecen a primera vista y que –como proceso narrativo– ponen en escena el proceso de integración de un grupo basado en experiencias compartidas de conflictos interpersonales que se superan. Un grupo en el que prima el apoyo y cooperación mutua por encima de las diferencias de caracteres y personalidades; o sea, un grupo inclusivo.
Lo que me agrada de esta serie es que no apela a una idealización del maestro, como ocurre por ejemplo en “La sociedad de los poetas muertos”, la conocida película de Peter Weir, en la cual el protagonista es el profesor “bueno” que cuestiona –con sutileza y elegancia– un sistema educativo “malo” (rígido y conservador) con estudiantes de élite en una escuela de alta alcurnia. En Merlí, en cambio, no hay buenos ni malos sino que todos pueden ser en algún momento uno o lo otro, empezando por el protagonista principal; y donde los ocasionales villanos también pueden tener facetas positivas y –alguno– evolucionar.
De otro lado, estamos en un colegio público –con todo lo que ello supone– donde muchos de los estudiantes terminan en oficios técnicos y no necesariamente en una carrera profesional; e incluso alguno se plantea la posibilidad de dejar inconclusos los estudios escolares por problemas económicos. Además, las situaciones que se exhiben están mucho más aterrizadas en la realidad contemporánea, no solo catalana sino también global; y temas como el de la corrupción de la política, familias diversas, estereotipos de género, machismo o la muerte están crudamente expuestos en su cotidianeidad antes que en su excepcionalidad.
Por si fuera poco, la serie mezcla lo políticamente correcto, en algunos casos, con lo políticamente incorrecto. Así, por ejemplo, si bien su enfoque es ferozmente laico (como el de su protagonista, un desprejuiciado y tenaz ateo) al mismo tiempo ofrece una visión igualmente tolerante de la Iglesia Católica; mejor dicho, muestra al sector de la iglesia más proclive a la tolerancia, la solidaridad, la empatía y la comprensión. Incluso, hay un breve episodio dedicado a la presencia sobrenatural, aunque siempre como parte del ambiente urbano en el cual transcurre la serie; lo que –junto a otras vicisitudes más terrenas– lleva al protagonista a cuestionarse a sí mismo. No en vano el propio Merlí tiene sus facetas cuestionables, ya que pese a su discurso favorable a la igualdad de derechos, exhibe ocasionalmente un comportamiento machista hacia las mujeres, aunque también es castigado por estas allí en donde más le apetece: el sexo; al punto que en algún momento lo vemos –entre malhumorado y resignado– masturbarse.
Las situaciones irónicas abundan tanto como las dramáticas y están muy bien balanceadas, sin faltar las clásicas sorpresas y giros inesperados en la trama, siendo el mayor de estos el desenlace de la serie. Capítulo final donde hace su aparición un factor imprescindible: la primera nostalgia, la que se siente en los años inmediatamente posteriores a la culminación de los estudios escolares y superiores. Se trata de un final abierto donde las emociones de lo vivido en el colegio –el recuerdo– se contrapone a los relativamente inesperados destinos particulares (personales y profesionales) –un presente más bien prosaico–, en un contexto de reencuentro festivo. La razón parece haberse impuesto sobre la emoción, que mira al pasado. El cambio, el crecimiento, ha sido interno; mientras que los saberes que cada cual ha adquirido –lo profesional– es mera anécdota. Los personajes son fieles a sí mismos, no cambian su forma de ser, sino que aprenden a ser felices como son; y normalizan el respeto por las diferencias y la diversidad en los distintos órdenes de la vida. Esta es una mirada hacia el futuro.
En suma, una serie encantadora, estimulante y polémica a rabiar. Intensa como la vida misma –cuando es vivida a partir de principios, cuestionamientos y valores filosóficos– hablada en catalán y con subtítulos en castellano (aunque también se puede acceder a la versión doblada en español –entiendo– por los mismos actores) en Netflix. Altamente recomendable.