Práctica de observación participante

EFR

Curso de Doctorado 1994-95

Asignatura: Técnicas Cualitativas de Investigación.

Profesor: Pío Navarro

Notas de campo (I)

Día 21/2/94, de 22:00h. a 8:00h.

Registradas el 22/2/94 a las 9:30

Nota: Los nombres de las personas han sido cambiados para proteger su intimidad.

Salgo de casa con diez minutos de antelación y empiezo a andar hacia la Casa de Socorro. Subo la calle, ligeramente empinada, y pienso en el perjuicio que me supondrá el traslado de la Casa de Socorro a otras dependencias municipales, si es que finalmente se produce. Agradezco que la noche no sea excesivamente fría: la última noche que estuve allí no funcionó la toma de electricidad de mi cuarto, por lo que no pude enchufar la estufa; pasé frío; aunque dejé aviso de ello, no tengo la certeza de que haya sido arreglada. Al cabo de un instante doblo la esquina y miro hacia la puerta de la Casa de Socorro, a unos treinta metros. Veo que alguien está entrando y deduzco, por la hora, que es el ATS. Llego hasta la puerta, que siempre está cerrada a estas horas. Corresponde a la entrada de servicio del edificio noble del Ayuntamiento. Es una puerta robusta, de madera consistente, pero sucia y muy mal cuidada. Esto último es aplicable a toda la fachada lateral del edificio, que a diferencia de la parte frontal, tiene un interés histórico y arquitectónico muy limitado. De la parte superior de la puerta cuelga un cartel luminoso (o lo que queda de él) con la inscripción "Casa de Socorro", en letras absolutamente pasadas de moda, que incluso supera en suciedad y en sensación de abandono al resto de elementos de la fachada. Enganchado a la puerta hay un pequeño cartel de papel grueso que reza: "URGENCIAS: LLAMAR AL TIMBRE". A la derecha está el timbre al que hace referencia.

Evito llamar al timbre. El personal de la casa raras veces lo hace [Comentario del Observador: considero esto como un pequeño elemento de distinción respecto a los simples usuarios]. Así que me desplazo hasta la ventana y golpeo ligeramente el cristal a través de las rejas (todas las ventanas exteriores de la Casa de Socorro están enrejadas, y tienen los vidrios esmerilados). La ventana está entreabierta, y veo a Alberto Fuster hablando por teléfono (Alberto es médico de la Casa de Socorro desde hace diez años. Tiene 34 años. Está casado y tiene dos hijos. Trabaja también en el Insalud y como médico de una entidad bancaria. Tiene fama de ser persona seria, reservada y puntual. Nadie discute su competencia profesional, pero se oyen comentarios ocasionales sobre su supuesto excesivo afán de lucro). Aguardo fuera, un tanto sorprendido de que, estando el médico ocupado, no haya venido a abrir el ATS. Al cabo de unos minutos es el propio Alberto el que me abre la puerta. Nos saludamos y me dirijo hacia mi cuarto, con el objeto de preparar la cama y dejar mis cosas en la taquilla. Al entrar, veo que al ATS, que resulta ser Carlos Fiol, sentado en la mesa, está extendiendo un parte facultativo a una mujer de mediana edad, vestida con ropa de calidad, acompañada de un hombre también de mediana edad que deduzco que es su marido. La citada antesala es un pequeño cuarto de tres por dos metros, separada de dos salas de curas por sendas puertas, una de madera y otra de cristal reforzado. En el centro hay una típica mesa de oficina, con una silla giratoria para el médico, y dos sillas de plástico para los pacientes. Un armario-estantería y un fichero de metal completan el mobiliario, que se cambió hace dos años y medio, y que todavía se conserva en buenas condiciones. Al pasar veo a Alberto intercambiando saludos con el paciente de la antesala. Después me entero que el citado paciente es médico, antiguo conocido de Alberto, y que está allí acompañando a su mujer, que ha sido víctima de un asalto y en consecuencia necesita un parte de lesiones para adjuntar a la denuncia. El cuarto al que me dirijo, y en el que dormimos los ordenanzas, es una habitación de tres por cuatro metros, en la que hay ocho taquillas dispuestas en fila; un armario de metal donde se guardan las fundas de las camillas, las sábanas y las toallas; un taburete y finalmente una cama plegable, que es la que procedo a desplegar y preparar. Está habitación, de uso general durante el día, se habilita como dormitorio de los ordenanzas por las noches, a diferencia de las habitaciones de médico y enfermero, que son dormitorios propiamente dichos, con camas fijas y baño interior.

Vuelvo a la sala de espera, en el centro de la cual , pegada a la pared, está la mesa del ordenanza. Es una mesa de oficina, con tres series de cajones a cada lado, vieja y en mal estado. La silla, giratoria y regulable en altura, es de adquisición reciente. Encima de la mesa hay una carpeta negra, de piel, dentro de la cual se guardan las hojas de control de firmas del personal subalterno (médicos y enfermeros no están sujetos a ningún control de este tipo). Siguiendo la línea de las tres paredes restantes, se reparten tres conjuntos de asientos de plástico, unidos en grupos de dos, tres y cuatro asientos. Detrás de la mesa (mi mesa) hay dos teléfonos, ambos con marcador de disco (el modelo más antiguo de Telefónica) pegados a la pared; uno es exterior y el otro interior. Debajo, dos enchufes, uno de los cuales está materialmente fuera de su emplazamiento. La pared está descascarillada e incluso en algún sitio presenta agujeros. Veo que han colocado un extintor en una de las paredes.

Se han marchado ya las dos personas, así que sólo quedamos el médico, el ATS y yo. Pedro Fiol aprovecha para saludarme: "Hola, Eduard. ¿Qué tal todo? No sabía que venías hoy. Creía que le tocaba a Jaime". Alberto entra en su habitación: supongo que va a cambiarse de ropa y a ponerse la bata. Carlos lleva una bata blanca con la inscripción "Casa de Socorro" en el bolsillo superior. Carlos no es titular de la plaza, ni tampoco interino: se dedica a vender guardias [Comentario del Observador: esta práctica, absolutamente irregular, por no decir ilegal, es muy común en la Casa de Socorro, y está ampliamente tolerada]. Carlos tiene 35 años, está casado y tiene dos hijos. Posee plaza fija como enfermero de un centro de menores y trabaja también en la consulta particular de un médico de empresa.

Me siento en mi silla y me dispongo a firmar. Repaso mis manos tratando de localizar pequeñas heridas. Veo una ligera erosión en el dorso de la mano derecha. Saco la caja de tiritas del cajón donde las guardo expresamente y cubro suficientemente la pequeña herida, de manera que ninguna salpicadura potencial de sangre pueda penetrar a través de ella. Carlos, de pie delante de mi, me comenta que no ha podido instalar un programa de ordenador que yo le había pasado unos días antes. En un tono ligeramente recriminatorio, empiezo a explicarle la manera correcta de hacerlo, pero antes de que pueda decir nada, busca un papel dispuesto a anotar las indicaciones. Es una instrucción de una sola palabra, pero la apunta igualmente. [Comentario del Observador: Carlos es una de esas personas que, por mucho que se esfuerce, nunca conseguirá soltura con el ordenador: me pregunto si es un problema generacional]. A continuación guarda el papel, me da las gracias y se dirige al teléfono: "¿Piliii? ¿Te acordarás de grabar la película que te dije? La del Bronson, sí, me parece que la hacen en la segunda cadena. Valeee. Adiós, adiós" En ese momento sale Alberto de la habitación. Efectivamente, lleva la bata puesta, de color verde, y está comiendo algo. Nos ofrece y nos pide si queremos una bebida de la máquina de refrescos. Rechazamos cortésmente.

Entramos los tres en la salita de la televisión. Es una habitación pequeña y mal ventilada. En el centro está el aparato de televisión (ya estaba cuando hace tres años empecé a trabajar; se compró con aportaciones de todas, o casi todas, las personas que trabajaban aquí en aquel momento; es, por tanto, un elemento extraoficial). Está colocado sobre un viejo soporte metálico, abollado ostensiblemente en la superficie, repleto de periódicos atrasados. En el centro, una mesa de plástico vieja y destartalada, cuya principal función es la de soporte para los pies. Muy juntas, cuatro butacas negras, viejas pero todavía no excesivamente desgastadas. Enganchados a la pared hay un par de carteles en los que se lee "Precauciones contra el SIDA" y "Prevención de la hepatitis B". En la parte superior, una sola ventana, pequeña y de apertura limitada, da a un pasillo interior. Nos sentamos, Alberto en el centro, Carlos a su derecha y yo a la izquierda [Comentario del Observador: si lo pienso, creo que el médico casi siempre está en el centro; supongo que es porque su cambio de guardia es anterior al del ATS, de manera que cuando llega éste último, él ya está acomodado. En cuanto a mí, prefiero algún extremo porque facilita la salida cuando llaman a la puerta]. Nadie cambia el canal de televisión, así que queda puesto el que había al entrar. Pasan una película de Steve McQueen que Alberto y Carlos creen recordar vagamente. Yo tengo un libro en las manos y Alberto está leyendo un periódico local. Alberto le pregunta a Carlos si ya se ha enterado de que, finalmente, su mujer (la de Alberto) se ha quedado sin la plaza vacante de médico de la Casa de Socorro. Carlos contesta que sí, un tanto azorado[Comentario del Observador: sin duda debido al hecho que fuera él quien aconsejó poner un recurso al otro aspirante, antes de saber que era la esposa de Alberto la que aspiraba a la plaza]. "Tendrías que habérmelo dicho, hombre. Si yo hubiera sabido que era tu mujer, ¡qué coño iba a hacer nada! Tantas veces que hemos coincidido, y mira que yo siempre pregunto si hay alguna novedad...", añade Carlos, en un tono entre molesto y autoexculpatorio. Alberto contesta evasivamente, manifiestamente malhumorado [Comentario del Observador: Carlos cree que a Alberto está resentido con él, pero la verdad es que Alberto no parece estarlo. Carlos, además, no parece entender que su línea de justificación --el "deberías habérmelo dicho" -- es lo que realmente molesta al primero]. Carlos dice: "Me han dicho que le hicieron una putada, que le hicieron firmar un papel de renuncia". A lo que Alberto responde: "Más vale no remover cosas que ya no sirven de nada". Lo repite dos veces, tranquilamente, pero sin dejar opción a que se siga hablando del tema.

"¿Hay alguna novedad, Eduard?" , me pregunta Carlos. No hace falta que me aclare a que se refiere. Últimamente el tema por excelencia en la Casa de Socorro es el del posible traslado de las dependencias y la probable integración en la estructura sanitaria del Hospital General. "Nada nuevo, que yo sepa", le contesto. Sigue Carlos: "Yo estoy convencido que si vamos allá, la Casa de Socorro desaparecerá como tal. Es absurdo tener dos centros de urgencias en el mismo sitio. Lo que dicen es que los médicos del hospital pasarán a planta y nosotros nos quedaremos en puertas. Y allí hay mucho más trabajo". Alberto interviene diciendo que cambiarían las condiciones de trabajo, y que por tanto eso se debería corresponder con un aumento de las retribuciones. [Comentario del Observador: lo dice sin aparentar ningún tipo de inquietud por el cambio]. Carlos me pregunta si ya he vendido el ordenador. Le contesto que sí. "¿Por ciento cincuenta?" "No, por cien", le contesto. "Era imposible venderlo a ese precio. La gente me decía que por ese precio conseguía uno nuevo". "¿Y qué tal, el nuevo que te has comprado?", pregunta Carlos. Alberto interviene de manera repentina: "¿Ya te lo has comprado?", espeta dirigiéndose a mi [Comentario del Observador: Alberto y su esposa hace tiempo que quieren comprar un ordenador. El tono brusco con el que entra en la conversación me hace pensar que hay algo que le desagrada en esa situación]. "Hoy no podrás escuchar la radio en la habitación", le digo a Carlos. "Sí, ya lo sé. No entiendo cómo alguien puede robar un cable", contesta. "Hombre, sin el cable no le funcionaba la radio que el mismo día le robó a Jaime", replico [Comentario del Observador: desde hace años desaparecen cosas en la Casa de Socorro. Todo el mundo sabe que es alguien de dentro, y las sospechas se centran en determinadas personas. Pero el tema no se desprende nunca de las meras alusiones indirectas]. "Pues yo me dejé el otro día una caja de disquetes y al cabo de una semana seguían en el mismo sitio", sigue Carlos. "Sí, con eso no hay problema: no es muy aficionado a la informática", le respondo. Nos reímos los tres. Alberto añade: "Porque a los que les gustan los ordenadores aquí son gente honrada" (ComObs: entiendo este comentario como una manera indirecta de expresarnos su confianza). Alberto dice que hace tiempo le desapareció una bata, pero que logró recuperarla (ComObs: creo que le interesa más recalcar que supo recuperarla que simplemente decir que le desapareció). Carlos vuelve al tema del posible traslado: "Dicen que el decano ha pedido sólo dos porteros. Ya me dirás tú qué se puede hacer con dos porteros". "Estarán sólo por la noche, me imagino. Total, para lo que hacen durante el día... Por la noche sí que están bien, que te dejan dormir cuatro horitas, pero por el día...¿eh, Eduard?".(ComObs: Dice esto último dirigiéndose a mí, pero en un tono y con una expresión amistosa, sin segunda intención ni ánimo crítico, como reflejando un hecho. La referencia a que por la noche la función del portero es importante se explica por el hecho de que la costumbre entre médico y enfermero es partir la guardia: las cuatro primeras horas las hace uno y las cuatro últimas el otro -nótese que esta distribución de funciones es irregular y extraoficial. El portero es el encargado de avisar a uno u otro dependiendo de la hora. El médico suele dejar partes firmados en blanco, que el ATS sólo tiene que rellenar). Alberto hace una referencia a los porteros antiguos: "Aquellos sí que se las sabían todas", y nombra a dos o tres de ellos. "Había uno, Juan se llamaba, tú debes saber quien es, un hombre mayor, con una barriga así, que siempre lleva boina", sigue Alberto, dirigiéndose a mí. Le contesto que no lo conocí, pero que lo he visto un par de veces, en alguna de las ocasiones en las que ha pasado a saludar. Alberto continúa: "Este ha sido la única persona de todas las que se han jubilado en la Casa de Socorro que pagó de su bolsillo la cena de despedida. Y fue una buena cena, ¿eh? Y esposas o maridos incluidos ¿eh?" (ComObs: en realidad, y atendiendo a las veces que he oído contar esta historia, creo que se puede calificar como un verdadero hito en la historia de la CS). Carlos interviene: "Debió costarle un huevo". "Hombre, toda la vida trabajando debería tener...", responde Alberto, que empieza a hablar en un tono más jocoso y un tanto misterioso. Carlos replica: "Sí, pero no sé que quieres que te diga, sólo el sueldo de portero...", con actitud descreída. Alberto me mira y en tono de complicidad y con una media sonrisa dice, sobre todo dirigiéndose a mi: "Sí que se llega a hacer dinero, ¿verdad?". Le devuelvo la mirada y esbozo una sonrisa, aunque no capto el sentido de su comentario, y me da la impresión que Carlos tampoco..

La película de la televisión, que hasta ahora se había mantenido en un segundo plano, atrae progresivamente nuestra atención, en una escena de referencias sexuales. Carlos habla en voz alta, interpelando a la protagonista: "No, no es eso lo que quiere, reina" . Cuando acaba la escena, Carlos aprovecha para levantarse y anunciar que se va a dormir. Son las once y cuarto. Cruza la habitación pero se entretiene en la puerta. Le digo, en un tono irónico; "¿Que, qué tal el Canal Plus?" (ComObs: unos días antes me había comentado que había acordado con su vecino de arriba compartir la recepción de Canal + , a través de un agujero en el techo por donde pasar el cable desde el piso superior hasta el suyo propio). "Bien, muy bien", responde con una sonrisa pícara. Con la misma actitud le replico: "Sobre todo los viernes a medianoche, ¿no?". Me mira extrañado y yo le explico: "Sí, hombre, por la sesión porno". "Ah, no, no he visto ninguna...", responde. Baja la cabeza y medio murmura algo así cómo que ese tipo de películas no le acaba de gustar. Y continúa, ya con una actitud más decidida: "Todavía no he visto ninguna película. Mi mujer sí que estuvo viendo una, el otro día, una del Tom Cruise" (ComObs: me sorprende mucho la reacción de Carlos a mi insinuación sobre las películas pornográficas, porque no es en absoluto la típica persona que trate con timidez las cuestiones sexuales; bien al contrario, las más de las veces provoca comentarios directamente sexuales en forma grosera o desinhibida. La referencia que, inmediatamente después, hace a su esposa -a la manera de una asociación libre de ideas- me lleva a pensar que quizá lo que pase es que no pueda, en vez de que no quiera, ver libremente esa clase de películas en su casa). Carlos da las buenas noches y sale de la habitación. Bajo la vista hacia mi libro y Alberto empieza a prestar más atención a la televisión. Al cabo de un instante vuelve a aparecer Carlos, con una sonrisa amplia. Lleva una radio diminuta en el bolsillo de la bata, que nos enseña orgullosamente. "Se oye bien, para lo pequeña que es", recalco. "Es una Sony" responde Carlos acercándome la radio y mostrando la marca. "Se la compré a un preso", añade jocoso. "Bueno, me voy a escuchar a José María García. ¿Me avisarás a las siete y media?", esto último dirigido a mí. Alberto dice: "Carlos, mañana por la mañana me tendría que ir diez minutitos antes, ¿va bien?". "Bien, no hay ningún problema. Incluso puedo esperar a que venga el relevo", responde Carlos.(ComObs: no es infrecuente que la Casa de Socorro quede desatendida a ratos de personal sanitario, porque la puntualidad no abunda y no todo el personal espera a que lleguen sus relevos). "Es que... necesito diez minutos para... para unas cosas que tengo que hacer" , insiste Alberto. "Nada, no te preocupes. Márchate tranquilo". Se retira, y Alberto y yo quedamos en silencio. Él continúa viendo la película mientras yo hago como que leo. Transcurren veinte o treinta minutos hasta que vuelve a hablar, reaccionando a una escena de la película: "Pero que violenta es esta película". Asiento. Cuando salen los títulos de crédito, se levanta, me da las buenas noches, me dice que esa noche parten a las cuatro y se retira (ComObs: Alberto, a diferencia de los otros médicos, suele fijar el cambio de guardia con el ATS a las tres y media, debido a que casi siempre se va a dormir a las once y media. Pero como hoy se retira a las doce, me advierte explícitamente que le avise a él hasta las cuatro). Sin nada que observar por el momento, decido yo también irme a dormir. Son las doce y diez de la noche.

A la 1:12 suena el timbre (hay dos altavoces para el timbre: uno en la sala de espera y otro en la habitación del ordenanza). Reniego, me levanto, me calzo los zuecos (ComObs: antes de trabajar aquí siempre me había preguntado por qué el personal sanitario usa este tipo de calzado en los hospitales. Ahora sé que una de las razones es la facilidad con que se ponen cuando saltas de la cama). Me acerco a la ventana, la abro y pregunto en voz alta, sin ver a mi interlocutor, "¿Sí? ¿Qué pasa? Aquí, en la ventana, por favor" (ComObs: ya el primer día de trabajar aquí se nos aconsejó que no abriéramos la puerta por la noche hasta haber visto la apariencia del que llama. Abrir o no abrir depende, en principio, del criterio del ordenanza. Si decidimos no abrir, avisamos al médico o al ATS, que decide entonces si abrir o atender a través de la ventana. Aparte de esta problemática, existe otra específica: desde la ventana no se ve la puerta, y viceversa, de manera que tienes que gritar en el aire, hasta que la persona o personas se dan cuenta de que las estás reclamando por la ventana. Y el no ver a quien estás hablando te priva de un elemento importante para decidir en qué idioma -catalán o castellano- dirigirte a la persona en cuestión). Se acerca un hombre al que calculo unos cuarenta años, de mediana estatura tirando a bajo. Lleva la camisa por fuera del pantalón y viste desmañadamente. En seguida veo que le sangra ligeramente la nariz y que tiene magulladuras por toda la cara. Dice (en castellano): "Mire, que he estao en la policía y m'han enviao aquí" . "Ahora mismo le abro", le respondo, también en castellano. No me inspira desconfianza y le digo que aguarde un momento. Voy hasta la puerta, abro y le digo: "Pase, por favor". Una vez en la sala de espera, le digo "Espere un momento, por favor, ahora mismo le atienden. Siéntese, si quiere". Me dirijo a la habitación del médico, abro la puerta, atravieso una pequeña antesala donde hay un armario, una mesa de oficina y tres sillas y golpeo la puerta. "Alberto", digo en voz baja. Veo que se enciende la luz y que me contesta: "Voy". Salgo de la habitación y espero de pie a que aparezca el médico. Al cabo de un minuto, o menos, sale. Se dirige hacia la persona, dice "Buenas noches", en castellano directamente, y le pregunta: "¿Qué ha pasado?". "Nada", responde el individuo, levantándose de la silla y acercándose al médico, "que estaba en un bar tomándome una copa, han llegao unos tíos, han pedío un güiski, el camarero les ha dicho que d'ese no tenía, y no se qué, y han empezao a abusar d'una chica, yo les he dicho que qué hacían, que la dejaran en paz, y sin más ni más han empezao a pegarme y ya ve usté, la policía m'ha enviao aquí p'a que m'hagan un parte". Alberto le dice que espere un momento y va a la antesala a por el libro de partes. (ComObs: lo normal hubiera sido hacerlo pasar a la antesala para coger allí los datos. Deduzco, por tanto, que el individuo en cuestión genera cierta desconfianza en Alberto). De vuelta, con el librito en la mano, se sienta en una de las sillas de plástico (el individuo también se sienta) y empieza a llenar el impreso. "Aparte de lo de la nariz, ¿tiene algo más?", le pregunta. "Sí, aquí", (señala su hombro derecho) "aquí tamién m'han dao". El médico toma nota, acaba de escribir, firma el parte, arranca una copia y la entrega al individuo. "Hala, ya está. Aquí tiene. Con eso ya puede ir a la policía, ¿de acuerdo?" Alberto empieza a caminar hacia la antesala, al objeto de dejar el libro de partes. El individuo empieza a balbucear algo, dice algo así como "pero la nariz... aquí...". Alberto, impaciente, le vuelve a repetir: "Sí, ya se lo he puesto todo, en el parte, con esto vaya a la policía, ¿de acuerdo?" (ComObs: está claro que el individuo espera que le curen las magulladuras y que el médico no tiene ninguna intención de hacerlo). La persona coge el parte y empieza a ir hacia la puerta, mientras Alberto ya se está retirando hacia su habitación. "Bueno, gracias, adiós" dice el individuo. "Adiós", responde Alberto de espaldas y sin girarse. Llegamos hasta la puerta, le abro, le digo: "Que vaya bien. Adiós" a lo que contesta: "Adiós". Sale y cierro.

A las 3:02 vuelve a sonar el timbre. Me levanto medio dormido. Esta vez veo, desde la ventana, el coche familiar de la policía. Eso me evita tener que gritar nada por la ventana y también tener que decidir si abrir la puerta o no. Me dirijo a la puerta y abro. "Buenas noches", me dirijo en catalán a un miembro de la policía municipal. Detrás de él entra una mujer, joven, de unos treinta años. En honor a la verdad no recuerdo su aspecto. Le digo: "Buenas noches" y veo que está esposada. Deduzco por tanto que está detenida (ComObs: la policía tiene la costumbre de traer a los individuos que acaba de detener a la Casa de Socorro, para que se extienda un parte facultativo que certifique que no presentan lesiones). Les hago esperar mientras me dirijo a la habitación del ATS, golpeo la puerta suavemente y aviso a Carlos. A continuación, entro en mi cuarto y me tiendo en la cama (ComObs: aunque no hay indicaciones formales que determinen la actuación del ordenanza en este aspecto, la norma no escrita es que permanezca atento y disponible el tiempo que dure la visita. Sin embargo, y dependiendo de la confianza con el personal de guardia -y del sueño del momento- es usual volver a la cama y dejar que el médico o ATS se encargue de cerrar la puerta al acabar la visita). Al cabo de un rato oigo ruido de gente que sale y me vuelvo a levantar, con la intención de asegurarme que se ha cerrado la puerta. Encuentro a Carlos bebiendo agua en la segunda sala de curas. Me pregunta: "¿Y por qué, esto de avisarme a las tres? ¿El jefe, te lo ha dicho?" No acabo de entender qué quiere decir hasta que miro el reloj y veo que efectivamente son las tres y veinte. Le digo que me he confundido, que creía que eran las cuatro, y le pido disculpas. (ComObs: no me sorprende que, antes de achacar la anormalidad a un error por mi parte, piense que Alberto ha decidido partir a las tres: aunque los cálculos de Alberto siempre son correctos y justos, no son en general bien apreciados por los enfermeros. Pero lo que sí me llama la atención es el calificativo de "jefe", que es pronunciado de una manera muy despectiva).

A las 7:12 suena el timbre por tercera vez, pero sólo con mirar la hora deduzco que se trata de Carmen, la señora de la limpieza. Recojo la prensa que han pasado por debajo de la puerta (dos ejemplares del Diario de Mallorca. Hasta hace dos años también se recibía el periódico Última Hora, pero las restricciones presupuestarias del Ayuntamiento también se tradujeron en la anulación de la suscripción), le abro, nos saludamos y espero en la antesala hasta que se ha cambiado de ropa (su taquilla está en el cuarto donde duermo). Carmen tiene 42 años, tiene un hijo de 19 años de su anterior matrimonio y una hija de dos años de su conviviente actual. Cuando sale, vuelvo a la cama. A las siete y media suena mi despertador, me levanto, retiro la cama y aviso a Carlos. Me doy cuenta de que el médico se ha ido ya. Me siento en mi mesa y empiezo a leer el periódico. Al cabo de diez minutos sale Carlos y me saluda. "Estabas bien hecho polvo, anoche, ¿eh?", me dice, en un tono recriminatorio muy suave. Le vuelvo a decir que lo siento. "Nada, nada hombre. No tiene importancia. Yo pensaba que había sido Alberto, como es tan raro en ese aspecto...". A las 7:58 llega Juan, el ordenanza que me da el relevo. Viene vestido con el uniforme de trabajo, el mismo que llevo yo: pantalones azul oscuro, camisa blanca, americana a juego con el pantalón, corbata igualmente azul, zapatos negros (todo ello, junto con una rebeca y un abrigo -algunas piezas en cantidad de dos- proporcionado por el Ayuntamiento y renovado cada año; aparte del uniforme de verano) (ComObs: Es ropa de una cierta calidad, y la partida presupuestaria anual para su adquisición debe ascender a unos cuantos millones de pesetas. Se me ocurren dos tipos de razones para que nadie haya pensado en suprimir el uniforme y sustituirlo por una simple tarjeta de identificación: una cuestión de estatus -marcar las distancias entre ordenanzas y resto de personal funcionario de la Corporación; y una oposición interesada por parte de los mismos ordenanzas: siempre se puede utilizar el mismo uniforme durante dos años consecutivos y llegar a un acuerdo privado con el suministrador para cambiar la ropa encargada por otra a elección de la persona, previo pago de la diferencia). Nos saludamos, me pregunta cómo ha ido la noche, le contesto que normal, inmediatamente me despido de él y de Carlos (Carmen no está), y salgo.

Notas de campo (II)

Día 1/3/94, de 8:00h. a 11:00h.

Registradas el 1/3/94 a las 16:00

Cruzo la puerta de la Casa de Socorro a las 7:59. La sala de espera está vacía, pero diversos objetos encima de la mesa me hacen pensar que Jaime, el compañero al que tengo que dar el relevo, todavía no se ha ido. Noto, como siempre por las mañanas, el aire viciado por la falta de ventilación. Me dirijo a las ventanas y las abro de par en par. Veo que la puerta del médico está cerrada: deduzco que está durmiendo. Voy hacia mi taquilla y en la antesala me cruzo con Jaime. "Buenos días, Eduard", me saluda. "¿Qué, cómo ha ido la noche?", le pregunto. "Pff, para ser un lunes, movidita. Por cierto, ¿sabes si hemos cobrado las horas extras?". Jaime tiene 22 años y es diplomado en magisterio. Es soltero y vive en casa de su madre. "Pues sé que hemos cobrado algo más, pero no sé qué es. Hoy subiré a recoger la nómina.", le contesto. Recoge sus cosas, se despide y se va. Abro la taquilla, cuelgo la chaqueta y vuelvo a la mesa. Firmo la hoja de control y me dispongo a poner el sello en los partes del día anterior (no más de 15). Posteriormente los introduzco en un sobre, en el que pongo la dirección del Juzgado de Guardia, y relleno con la misma dirección dos hojas de control, una para la Unidad de Correspondencia y otra para la Casa de Socorro. Las dejo dentro de la carpeta, juntamente con la hoja de firmas, pensando en subirlas cuando llegue el ATS. En la sala de espera hay ahora cuatro personas sentadas, de apariencia humilde y pobre. Dos de ellas son mujeres de raza gitana, una de las cuales está dando el pecho a un bebé mientras su otro hijo se entretiene abriendo y cerrando la puerta.(ComObs: Desde hace un año aproximadamente, los médicos de la beneficencia municipal pasan consulta en la Casa de Socorro, después de que las dependencias propias donde lo hacían pasaran a ser ocupadas por personal de otro negociado). Oigo toser de manera vehemente a uno de los pacientes y me entra un sentimiento de aprensión, por lo cual decido trasladarme a la habitación de la televisión. Saco un libro del cajón de la mesa y me levanto. Enchufo el televisor y conecto con el canal de televisión local, que durante toda la mañana retransmite la señal de la MTV. Coloco la butaca en el único sitio que permite mantener un control visual sobre la puerta de entrada. Al cabo de diez minutos, veo que entra Carmen, la señora de la limpieza. Nos saludamos y al cabo de un instante aparece con la escoba y un recogedor. "Hola, Carmen, ¿qué tal?", le pregunto. Se sienta a mi lado y empezamos a hablar sobre el posible traslado de la Casa de Socorro: "Nos van a fastidiar", dice, "tan bien que estamos aquí. A ver que pasa el jueves en la reunión, a ver si le dan caña al decano nuevo". Al cabo de un momento entra Sebastián Sánchez (ATS, 32 años, divorciado, con dos hijos; ocupa plaza de interino en la Casa de Socorro desde hace 12 años; hace sustituciones en ambulatorios). "Buenos días", dice saludándonos. Me extraña su aspecto serio y la parquedad con que nos saluda. "El periódico de hoy, ¿sabéis dónde está?, pregunta. Se lo indico, lo coge, da la vuelta y empieza a irse. Le digo: "Estás bien hecho polvo, hoy, ¿eh?". "No, estoy bien, estoy bien", responde sin mirarme y sin parar de andar. "Mañana no vengo", me dice Carmen, "tengo un día libre, ¡que ya estará bien!". En el mismo instante entra Rosa Muñoz (34 años, separada, con un hijo de 18 años; ocupa desde hace tan sólo unos meses una plaza de interina; trabaja también en una clínica privada), la enfermera a la que Sebastián da el relevo, y que debía haber estado todo el tiempo en su habitación. "Sebastián debe estar mal", nos dice con cara sorprendida, "el sábado apareció a las nueve. Y hoy ya ves, un cuarto de hora antes. No lo entiendo. Bueno, mejor. Me voy, pues. Hasta mañana". La despedimos y Carmen se levanta y se pone a barrer. "Te molesto", le digo. Recojo el libro y salgo de la habitación. Abro la carpeta que hay encima de la mesa y cojo los papeles que tengo que llevar al Negociado de Correspondencia. Son las nueve y veinte y todavía queda gente de beneficencia esperando su turno para el médico.

Al cabo de diez minutos vuelvo. Al atravesar la antesala, noto que Sebastián y Carmen, que están hablando en voz baja y con semblante serio, dejan de hacerlo al hacer yo la entrada. Sé que interrumpo una conversación privada y por ello murmuro algo y me apresuro a cruzar la habitación. Compruebo que ya no queda nadie en la sala de espera y vuelvo a abrir las ventanas, que habían vuelto a ser cerradas. Al cabo de cinco minutos oigo las voces, ahora más altas y en un tono más despreocupado, de Sebastián y de Carmen. Me levanto de la silla y entro en la antesala. Sebastián está sentado en la silla, los codos sobre la mesa y las manos sobre la cabeza, quejándose un tanto jocosamente "Ayyy, Carmen, ¿por qué seré tan idiota? Si es que lo sé, siempre acabo jodiendo a todo el mundo..." Carmen se le acerca por detrás, escoba en mano, y empieza a acariciarle la nuca. "Sebastián, Sebastián", empieza en un tono de recriminación cariñosa, "pues yo tengo una sobrinita que tiene ahora veinticinco que si quieres te la presento", dice irónicamente con una medio sonrisa. "¿Pero tú crees que Sebastián es un buen partido?", intervengo en el mismo tono de broma un tanto misteriosa que se ha creado. "No, no soy un buen partido, yo mismo lo digo, que no soy un buen partido", contesta Sebastián. "Sí, hombre, ¿por qué no lo vas a ser?", apunta Carmen, en un intento de transmitir ánimo. "Que no, Carmen, que no, que siempre acabo fastidiándola, joder". Se hace una pausa. Me dirijo a Sebastián diciendo: "Por lo menos te vas a esquiar, joder qué suerte, ¿no te ibas a ir la semana que viene?". Sebastián levanta la cabeza y me mira lastimosamente: "Joder, tío, no me deprimas más, joder". "¿Ya no vas?", le respondo, "ostras, yo que te lo decía para animarte, lo siento...". "No, no, perdona Eduard, es que estoy inaguantable, hoy". Dice esto en un tono más serio. Se levanta y empieza a andar hacia su habitación. Nos quedamos Carmen y yo y al cabo de un instante le pregunto en un susurro: "¿Qué le pasa, Carmen? ¿Ha reñido con Gloria?". Digo esto en un tono de confidencialidad. Carmen demora la respuesta durante unas décimas de segundo, pero al final se decide a confiarme el secreto: "No, peor", me susurra igualmente. "Que Gloria ha encontrado a otro chico". La miro con cara de sorpresa, y sigue: "Pero si es normal, si a penas se veían, si él sólo la llamaba cuando le interesaba... Y claro, ahora la chica ha encontrado una persona que le hace más caso y claro... Pero no le digas que te lo he dicho, ¿eh?"

En ese momento oigo la puerta y me dirijo a la sala de espera. Ha entrado un chico joven, robusto, al que calculo unos veinticinco años, manifiestamente obeso para su altura. Viste zapatillas de deporte sucias y muy gastadas. Los pantalones, de pana verde y gruesa, se alargan por detrás hasta casi rozar el suelo. Lleva una camiseta blanca, visible por debajo de la chaqueta de cuero, que lleva arremangada hasta los codos. Le pregunto qué desea y me entrega una receta amarilla y la cartilla de beneficencia (ComObs: las recetas amarillas las prescriben los médicos del Hospital General, que no están autorizados a extender recetas de beneficencia -gratuitas para sus beneficiarios. Los pacientes de beneficencia se ven obligados, así, a venir posteriormente a la Casa de Socorro para que el médico de guardia copie la prescripción del médico del Hospital en un recetario normalizado de beneficencia, y poder así disponer en la farmacia del medicamento gratuitamente). Compruebo la fecha de caducidad de la cartilla, y entro con ambos papeles en el despacho del médico. Encuentro a Jordi Ferrer (31 años, casado, con una hija pequeña. Ocupó hace apenas un mes una plaza vacante como interino, después de que se desestimara una impugnación a su nombramiento por parte de la esposa de Alberto Fuster) hablando con un representante de un laboratorio de medicamentos. Le dejo la receta encima de la mesa y vuelvo a salir. Pasan diez minutos y el chico que está esperando la receta empieza a impacientarse. Exclama, dirigiéndose a mi: "Joder, ni que l'astuviera inventando". Respondo con un amago de sonrisa y con un gesto de resignación. Al cabo de dos minutos se abre la puerta del despacho y veo a Jordi despidiéndose del representante. Justo en ese momento suena el teléfono. Preguntan por Jordi y le paso el receptor. Al cabo de un instante entra una pareja de la policía local que trae, esposada, a una persona de unos cuarenta años. Les invito a sentarse, mientras aguardamos que Jordi acabe de hablar por teléfono. Esta situación se alarga durante cinco o seis minutos, en los que el médico se esfuerza por explicar a alguien que está en su propia casa (por la manera en que se dirige a la persona me da la impresión que debe ser su asistenta) la manera de localizar una agenda de la que tiene que mirar un número de teléfono. Por fin consigue el número, cuelga el auricular y hace pasar al detenido a la antesala. Veo que la persona que está esperando la receta se levanta del asiento y empieza a pasear por la sala, visiblemente molesto. Vuelve a hablar en voz alta: "Casi media hora p'hacer una receta, no te jode... Ni que l'astuviera inventando". Y girándose hacia mí pregunta con acritud: "¿Va a tardar mucho más?". "No lo sé", le respondo, "supongo que no". Pasan otros cinco minutos hasta que policías y detenido salen de la antesala y se marchan. Jordi, tras ellos, se da cuenta de la presencia del chico y se apresura a entrar en su despacho. Vuelve a salir al cabo de dos minutos con las recetas y la cartilla de beneficencia en la mano. Va al encuentro del individuo y le dice: "Aquí tiene". Éste murmura algo ininteligible y se marcha. Miro el reloj. Son las 10:55. Faltan cinco minutos para la hora de mi almuerzo.

Notas:

Lugar de observación: Casa de Socorro.

Localización: Palma de Mallorca.

Dependencia orgánica: Ayuntamiento de Palma (en lo que respecta a local, material, personal subalterno), Govern Balear (en lo que respecta a personal sanitario).

Año de fundación: 1868.

Descripción: Centro médico de pequeñas urgencias. Tiene asumidas funciones de beneficencia municipal y de asistencia a personas detenidas por la policía. Realiza también extracciones de sangre para determinación de alcoholemias.

Personal: 8 médicos 8 enfermeros 4 ordenanzas 1 persona encargada de la limpieza.

Nombre del observador: EFR.

Número de sesiones de observación participante: 2.