Ortega y Gasset - Cultura anèmica

El espectador

José Ortega y Gasset

Cultura anémica

La insuficiencia de la cultura dominante ha sido percibida en todas las épocas de transición como la nuestra. Esa periódica aparición del cinismo, a que he aludido, lo indica. Carecería, pues, de interés lo dicho si no nos llevase a concretar bajo qué específico semblante se presenta a Baroja la insuficiencia de nuestra cultura actual. En ello encuentro justamente lo que de la personalidad del novelista puede sernos más sugestivo y más valioso. Sus teorías y sus conceptos no tienen gran precisión ni novedad. No es su fuerte pensar, sino sentir. Mi intento es expresar con algún rigor en lenguaje de ideas lo que Baroja siente al vivir y al novelar.

Y lo que siente no es tanto que la cultura científica y moral sea, en sus particularidades, falsa, sino que no nos hace felices, no absorbe nuestra actividad, no se apodera de nosotros. ¿No es tal, en efecto, la emoción que más o menos clara siente el hombre contemporáneo?

La humanidad renacentista experimentaba un sentimiento muy diverso. Tenía la impresión de que las ideas y las normas morales de la Edad Media eran falsas y un ímpetu de renovación la proyectaba sobre una nueva vida. Hoy, por el contrario, presentimos que en grande parte nuestra ciencia es ciencia verdadera y nuestra moral también. Pero nos dejan fríos, no irrumpen dentro de nosotros ni nos arrebatan. Diríase que han perdido el contacto inmediato con los nervios dels individuo y que entre ellas y nuestro corazón hay una larga distancia vacía.

El hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu hasta el punto de desear morir por ello. ¿ Quién no descubre dentro de sí la evidencia de esta paradoja? Lo que no nos incita a morir no nos excita a vivir. Ambos resultados, en apariencia contradictorios, son, en verdad, los dos haces de un mismo espíritu. Sólo nos empuja irresistiblemente hacia la vida lo que por entero inunda nuestra cuenca interior. Renunciar a ello sería para nosotros mayor muerte que con ello fenecer. Por esta razón yo no he podido sentir nunca hacia los mártires admiración, sino envidia. Es más fácil lleno de fe morir que exento de ella arrastrarse por la vida; la muerte regocijada es el síntoma de toda cultura vivaz y completa, donde las ideas tienen eficacia para arrebatar los corazones. Mas hoy estamos rodeados de ideales exangües y como lejanos, faltos de adherencia sobre nuestra individualidad.

Las verdades son verdades de cátedra, gaceta y protocolo, que tienen sólo una vigencia oficial, mientras nuestros días y nuestras horas y nuestros minutos marchan por otra vía cargados de deseos, de esperanzas, de ocupaciones sobre las cuales no ha recaído consagración.

Padecemos una absurda incongruencia entre nuestra sincera intimidad y nuestros ideales. Lo que se nos ha enseñado a estimar más no nos interesa suficientemente y se nos ha enseñado a despreciar lo que nos interesa más fuertemente [Un ejemplo: se nos ha enseñado a anteponer lo social a lo individual; pero en el fondo nos interesa más lo individual que lo social].

Es este un punto donde El Espectador quisiera ver claro. La reforma de la vida europea tiene que partir de ello. En otro lugar de este volumen he dicho ya algo sobre el asunto.

La hipocresía de nuestro régimen moral, que Baroja sorprende dondequiera, gracias a ese método de la lealtad consigo mismo, consiste, pues, en un error de perspectiva. Hemos dotado de colosales proporciones a aquellas cosas que están más lejos de nuestros nervios, y consideramos nimias, nulas y aun vergonzosas las que, queramos o no, influyen con mayor vigor en nuestro ánimo. Así el bien de la humanidad se nos presenta con el tamaño de un dios enorme, de un Molock giganteo a quien todo debe sacrificarse. Y, en cambio, al bien individual sólo concedemos unos derechos tasadísimos, casi subrepticios. Nos da vergüenza hacer su afirmación y, sin embargo, él absorbe la mayor porción de nuestra energía. Una cultura que no resuelve este estado de permanente incongruencia tiene que ser radicalmente hipócrita.

La reina Cristina de Suecia, cuando abandonó el poder, hizo escribir en el exergo de una medalla, rodeando la corona, estas palabras: Non mi bisogna e non mi basta. Algo parecido nos ocurre con esas máximas cosas que nos han enseñado a adorar: no las sentimos necesarias, arrebatadoras, y, a la par, no nos parecen suficientes.

Tal repertorio de ideales podrá, en consecuencia, ser objetivamente verdadero, pero es subjetivamente falso.

Esto nos indica que tampoco es objetivamente verdadero. Pues entre las muchas maneras de falsedad objetiva es una la de lo incompleto. Una cultura contra la cual puede lanzarse el gran argumento ad hominem de que no nos hace felices es una cultura incompleta.

¡Ah, no faltaba más! ¡Buen siglo XIX, nuestro padre! ¡Siglo triste, agrio, incómodo! ¡Frígida edad de vidrio que ha divinizado las retortas de la química industrial y las urnas electorales! Kant o Stuart Mill, Hegel o Comte, todos los hombres representativos de ese clima moral bajo cero se han olvidado de que la felicidad es una dimensión de la cultura. Y he aquí que hoy, más cerca que de esos hombres, nos sentimos de otros que fueron escándalo de su época. Cuando Stendhal establece una jerarquía entre las civilizaciones y los pueblos, según que gozaron más o menos del arte de ser felices , todo nuestro ser se dispone a escucharle... Y Nietzsche, no obstante sus patéticos ademanes, logra seducirnos cuando nos invita a una danza en honor de la vida y de cada instante en la vida.

Porque esto es lo que echamos de menos: la consagración de lo que ocupa nuestros minutos y se halla al alcance de nuestra mano y de nuestro apetito. Cuando el ideal fluya por la jornada entera los años vibrarán como lanzas templadas y victoriosas.

Hemos heredado una cultura enferma de presbicia que sólo percibía lo distante. La Humanidad, la Internacionalidad, la Ciencia, la Justicia, la Sociedad son los valores que se nos proponían. Mas ¿cómo llegar a ellos si la presbicia nos hacía tropezar a cada paso, ciegos para lo inmediato y próximo? Nada malo haríamos ensayando, como reacción, una cultura miope —que exija a los ideales proximidad, evidencia, poder de arrebatarnos y de hacernos felices.

¡Un ideal que fuera a la vez una espuela! La espuela ideal —símbolo de una cultura caballeresca.

PAINFUL BITS. Edited by Torribio Blups

http://www.torribioblups.net/painfulbits

Last updated on September 11, 2002