Ortega y Gasset - Espíritu guerrero

El espectador

José Ortega y Gasset

Ideas de los castillos: espíritu guerrero

Después de todo, decía yo, el castillo no es más que una casa edificada por ciertos hombres para alojar su vida en ella. Pero ahí está: ¿cómo tiene que ser la vida para que la casa resulte un castillo? La forma y usos de nuestra domesticidad son, por excelencia, la expresión de lo cotidiano. El castillo supone la guerra cotidiana, la vida como beligerancia.

Nos cuesta sobremanera trabajo representarnos la estructura de un alma para la cual vivir es guerrear. Para nosotros la vida es todo lo contrario. Sentimos la guerra como una peripecia que acontece a nuestra vida y viene a suspenderla. Nos parece de tal modo negación de lo que para nosotros es la vida, que apenas vemos en la guerra más que la muerte.

Desde Spencer se acostumbra a oponer el espíritu guerrero al espíritu industrial y se prefiere, sin titubeo alguno, éste a aquél. El hombre del siglo pasado se complacía en que se le calificase de industrial y nada guerrero. La guerra le parecía una cosa bárbara —lo cual es rigorosamente verdad— y la barbarie le parecía absolutamente malo cual no es ya tan evidente.

El vocablo "barbarie", en su uso más frecuente, se ha vaciado de significación propia y conserva sólo un sentido peyorativo de descalificación. Lo mismo pasa con la palabra "salvaje". Se olvida que una y otra significan dos tipos de espiritualidad que constituyen dos estadios ineludibles del desarrollo histórico, como en la vida individual lo son niñez y juventud. Y lo mismo que sería un error considerar únicamente normal y estimable la etapa de madurez —como si infancia y mocedad fuesen dos enfermedades—, es una equivocación desdeñar la barbarie y el salvajismo. Fuera más discreto prestar suma atención a esta gran perogrullada: la civilización es hija de la barbarie y nieta del salvajismo. Comprendo que las épocas privadas de sentido histórico, incapaces de ver en toda realidad su evolución y su génesis, se quedasen sólo con la forma civilizada de la vida y no supiesen descubrir en la forma bárbara más que valores negativos.

Sería, en efecto, deplorable que el hombre culto abandonase su cultura y se tornase otra vez bárbaro. Pero acaso tenga un excelente sentido decir que la actitud más perfecta consiste en que el hombre culto conserve vivaz cierto fondo de barbarie, como es, sin duda, lo mejor que el hombre maduro mantenga pervivente en su persona cierto manantial de juventud y aun de niñez. Todo el que ha conocido algún grande hombre se ha sorprendido de hallar que su alma poseía un halo de puerilidad. El progreso no consiste en aniquilar hoy el ayer, sino, al revés, en conservar aquella esencia del ayer que tuvo la virtud de crear ese hoy mejor.

Esta mesurada defensa de la barbarie podrá juzgarse una paradoja o una sutileza; pero, en rigor, es una verdad simplicísima tan clara como humilde. Se reduce, en definitiva, a hacer notar que la cultura no nace de la cultura, sino de potencias y virtudes preculturales que dan en ella su fruto. Toda cultura tiene su raíz en la barbarie y toda renovación de la cultura se engendra en ese fondo de barbarie, y cuando ésta se agota la cultura se seca, se anquilosa y muere. Es, pues, falso querer lo uno sin lo otro. Quien desee para mañana nueva cultura tiene que asegurar en la Europa de hoy un cierto mínimo de virtudes bárbaras. Nuestro perogrullesco Campoamor decía:

Cultivando lechugas Diocleciano,

ya decía en Salerno

que no halla mariposas en verano

quien no cuida gusanos en invierno.

Las mentes más agudas del presente sienten la preocupación de si se habrán agotado en Europa los resortes vitales sobre los cuales tiene que funcionar la cultura. Y, sobre todo, el espíritu guerrero.

* * *

En toda empresa hay dos ingredientes: el apetito de ejecutarla y el temor del peligro que ocasiona. ¿Cuál es ante ellos nuestro primer movimiento, antes de toda reflexión y razonamiento? ¿Puede en nosotros más el apetito de hacer o el temor que invita a eludir? Llamo espíritu guerrero a un estado de ánimo habitual que no encuentra en el riesgo de una empresa motivo suficiente para evitarla. En el espíritu industrial, por el contrario, decide la consideración del peligro y siente la vida como una perpetua cautela. La guerra, concretamente, no es sino una de las muchas formas en que el espíritu guerrero puede realizarse. Lo esencial de ella es ser un peligro de muerte. Se comprende que su nombre haya asumido la representación de todo riesgo, puesto que en ella se organiza y prepara deliberadamente el peligro para el enemigo.

La causa por la cual en el espíritu guerrero prevalece el apetito de acción sobre el temor al peligro no es otra que un radical sentimiento de confianza en sí mismo. Viceversa, en el centro del espíritu industrial actúa una radical desconfianza.

La época bárbara es sazón de fe en sí mismo. Esta es la gran virtud de tal edad, que conviene injertar en la nuestra, ahíta de cautela y preocupación. Ni el salvaje, que vive en perpetuo terror, ni el culto, que vive de suspicacia y desconfianza, poseen ese gran don del bárbaro: fiar de sí mismo.

Al romano decadente, lleno de dudas sobre sí mismo, vacilante, pusilánime le produce el bárbaro, ante todo, la impresión de hombre soberbio. Esta soberbia, en realidad, no era sino nativa, formidable confianza de sí propio, y en este sentido —no en el de vanidad—, firme estimación de sí mismo. Cuando entran en decisivo conflicto, el romano —signo de decadencia vital— ha transferido la estimación desde sí mismo a su cultura y le parece salvaje el ningún respeto del germano hacia ésta. Pero es que el germano tiene demasiada fe en sí para necesitar justificarse por su acatamiento y culto a la cultura. Hay mucho de idolatría y magia medrosa y humilde en esta divinización de la cultura y la plegaria constante dirigida a su poder. Queremos que ella nos justifique y nos salve, en vez de justificarnos y salvarnos nosotros.

Pero claro está que una cosa es el guerrero y otra el militar. La Edad Media desconoció el militarismo. El militar significa una degeneración del guerrero corrompido por el industrial. El militar es un industrial armado, un burócrata que ha inventado la pólvora. Fue organizado por el Estado contra los castillos. Con su aparición comienza la guerra a distancia, la guerra abstracta del cañón y el fusil.

PAINFUL BITS. Edited by Torribio Blups

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Last updated on September 11, 2002