Relats de cap d'any 2000-2001

Relats de cap d'any 2000-2001

Sumari

Era la segunda vez que había pisado la ciudad.... Pastel de frutas, aka Sònia Q..

Llegamos a casa. Mi padre iba hecho una mierda.... Urna, aka Vicent Lluís P.

¿Cómo sigue?... Vamos, continua... Cornelio, aka Ximo M.

Algunas semanas antes del gran día. Mónica Aspelund, aka Angel G.G..

Lástima que aquel recuerdo se viera empañado al poco tiempo.. Labradelo, aka Anna R.

El tren estaba lleno... Rubén, aka Torribio Blups

De repente oyó que repetían su nombre insistentemente. Mar, aka Júlia D.M.

Era la segunda vez que había pisado la ciudad...

De entre todos los recuerdos que guardo de mi infancia, hoy me quedaría, sin duda, con el día en que mis padres me llevaron a la ciudad para elegir mi vestido de primera comunión. El viaje en tren, el camino hacia la tienda bajo el frío sol de invierno... mi padre y mi madre me llevaban de la mano. En la tienda me probé varios vestidos. Recuerdo que el que más me gustaba llevaba margaritas blancas bordadas en el cuerpo, pero a mis padres les parecía demasiado caro, así que terminamos escogiendo uno muy bonito, blanco y pomposo como un merengue. Volviendo al pueblo, mi padre cargaba con el vestido dentro de una gran caja de cartón gris.

Era la segunda vez que había pisado la ciudad, pero la primera vez fui para visitar a la tía Asun —cuando lo de los ahogos— y no cuenta porque solo vi la estación y el hospital. Así que, para mí, era la primera vez que visitaba la ciudad y eso tenía más emoción y peligro que cruzar el despeñadero con los ojos cerrados —que ya era pura rutina después de tantas tardes de verano de cruzarlo una y otra vez.

Iba con mi madre, detrás de mi padre que llevaba el paso más rápido y nunca hacía por esperarnos. Así que mi madre daba cinco pasos normales y una carretita, cinco pasos y carrerita, cinco pasos... carrerita, pero yo iba a todo correr porque me tenía muy agarrada de la mano y me dolía el brazo de los estirones que me daba.

Pasamos junto a una pastelería y el olor a bollo de crema invadió mi nariz y también la de mi madre que se paró y, sin soltarme la mano, le gritó a mi padre: "La niña y yo vamos a merendar". Miré el escaparate y estaba lleno de bollos, rosquillas y pasteles. Un cartel muy grande anunciaba que había chocolate calentito. Mi madre nos metió para dentro y espero a que la chica del mostrador nos viese para pedir dos chocolates y dos bollos. Me subí a una silla para llegar al mostrador y, allí mismo, sin sentarnos, mi madre, y yo mojamos los trozos de bollo en el chocolate. Detrás del mostrador había un espejo con baldas de cristal llenas de cajas de bombones y bandejas de pasteles de frutas de colores. Veía a mi madre a través del espejo. Ella también estaba mirando todos esos pasteles mientras sorbía su chocolate. Seguramente pensaba en la envidia que daría en el pueblo si pudiese comprar esos pasteles para la merienda del día de mi primera comunión.

Mi padre paseaba, arriba y abajo, por delante de la pastelería con mi vestido bajo del brazo. Aprovechaba para fumarse un cigarrillo y observar los coches que pasaban por la calle. Se había puesto el sombrero de ir a misa el día del Santo y estaba muy guapo. Todas las tardes, mi padre, se iba al bar a jugar su partida de dominó y siempre que mi madre me mandaba a buscarlo le encontraba hablando de coches. Él decía que el pueblo no estaba preparado para los coches y que eso nos iba a traer muchos disgustos porque nunca íbamos a progresar y que los de la ciudad nos iban a ganar en todo porque sus calles eran más anchas. El tío Pedro siempre acababa diciendo que eso se arreglaba tirando la Iglesia y, después, soltaba cuatro carcajadas.

Le pedí a mi madre que me comprara una rosquilla para merendar al día siguiente y comerla delante de la Merche y la Luisa, pero mi madre dijo que me haría tortas de azúcar. Las tortas de azúcar eran el postre de los domingos, pero no serian nunca como la rosquilla que demostraba claramente que había estado en la ciudad y había merendado chocolate en una pastelería.

Seguimos camino a la estación, pero esta vez mi padre iba a nuestro lado para decirle a mi madre que lo del chocolate había sido un capricho de ricos porque ya nos habíamos gastado más de lo necesario con lo de mi vestido.

Mi madre me guiño el ojo y me tuve que aguantar la risa para que mi padre no se enfadase aún más y tuviésemos la fiesta en paz.

Hice el viaje de vuelta sentada en las rodillas de mi padre para no pagar asiento, pero fue la única vez que mi padre me tuvo abrazada tanto tiempo, así que aunque se me dormían las piernas no me moví y continué abrazada a él. Recuerdo el tacto de la chaqueta de paño inglés en mis mejillas y el olor a tabaco dulce mezclado con el agua de colonia de limón con el que mi madre me había rociado después del baño.

Cuando llegamos al pueblo comenzaba a helar... mi padre y mi madre me llevaban de la mano... y las estrellas llenaban el cielo de una noche de frío invierno.

Pastel de frutas, aka Sònia Q.

Llegamos a casa. Mi padre iba hecho una mierda...

De entre todos los recuerdos que guardo de mi infancia, hoy me quedaría, sin duda, con el día en que mis padres me llevaron a la ciudad para elegir mi vestido de primera comunión. El viaje en tren, el camino hacia la tienda bajo el frío sol de invierno... mi padre y mi madre me llevaban de la mano. En la tienda me probé varios vestidos. Recuerdo que el que más me gustaba llevaba margaritas blancas bordadas en el cuerpo, pero a mis padres les parecía demasiado caro, así que terminamos escogiendo uno muy bonito, blanco y pomposo como un merengue. Volviendo al pueblo, mi padre cargaba con el vestido dentro de una gran caja de cartón gris. Al bajar del tren al andén de la estación no pudo sortear los innumerables charcos legado de la lluvia y tras tropezar con una piedra dio de bruces contra el suelo. Intentó coger la caja con todas sus fuerzas, pero no pudo evitar que la caja se abriera y el vestido cayera en esa mezcla de barro y alquitrán que había en el suelo.

Llegamos a casa. Mi padre iba hecho una mierda, mi madre con el vestido en la mano dispuesta a reparar el desastre lo antes posible y yo preguntándole a mi padre si se había hecho daño, cuando lo que pensaba era en mi desgracia y en el desgraciado padre que me había tocado en suerte. Al cabo de trece horas y quince minutos mi madre nos comunicó que no había nada que hacer, que las manchas eran imposibles de quitar. Faltaban tres días para la comunión y no podía pensar mas que en las risas de mis amigas al verme con semejantes medallas. Aquella noche no pude dormir y a cada vuelta que daba en la cama odiaba con más fuerza a mi padre, hasta el punto que matarlo se convirtió en mi única obsesión y en mi manera de solucionar el escarnio al que iban a someterme mis mejores amigas. Me levanté de la cama como ida, me acerqué a la chimenea donde mi padre colgaba la escopeta fuera de la temporada de caza y del cajón de la cómoda del comedor saqué dos balas de las que matan jabalís . No estaba dispuesta a fallar tal y como mi padre me falló en la estación al no coger adecuadamente la caja de mi vestido. Abrí la puerta de la habitación y allí estaban: mi madre de media vuelta, como si mirara la luna por la ventana y mi padre, boca arriba, con sus estruendosos ronquidos como los del puerco que era.

Disparé los dos tiros para asegurarme que había dejado de roncar al mismo tiempo que le gritaba lo inútil que era. Mi madre, manchada en sangre, empujaba el cuerpo de mi padre para que reaccionara, como si no quisiera darse cuenta de que él, afortunadamente, había dejado de existir para ella y para el mundo. Salí tranquilamente de la habitación, dejé la escopeta en el rellano de la escalera y me volví a acostar. Aquella noche dormí de una manera diferente, con una sensación de placidez y descanso absoluto, como si me acostara después de haber terminado un trabajo bien hecho.

Dos días después, el día de mi comunión, estaba encerrada en un centro vigilado para menores. Quise entrar con el vestido puesto, aún con sus manchas, y parecer la novia de aquel reino de miserables, pero sólo conseguí salivazos y que me tocaran con sus sucias manos. Luego lloré durante muchas horas y no paraba de preguntarme donde estaba el inepto de mi padre para darles un buen par de ostias.

Urna, aka Vicent Ll. Pitarch.

¿Cómo sigue?... Vamos, continua

De entre todos los recuerdos que guardo de mi infancia, hoy me quedaría, sin duda, con el día en que mis padres me llevaron a la ciudad para elegir mi vestido de primera comunión. El viaje en tren, el camino hacia la tienda bajo el frío sol de invierno... mi padre y mi madre me llevaban de la mano. En la tienda me probé varios vestidos. Recuerdo que el que más me gustaba llevaba margaritas blancas bordadas en el cuerpo, pero a mis padres les parecía demasiado caro, así que terminamos escogiendo uno muy bonito, blanco y pomposo como un merengue. Volviendo al pueblo, mi padre cargaba con el vestido dentro de una gran caja de cartón gris.

- ¿Cómo sigue?... Vamos, continua . Mira, Cornelio, la verdad eres amable, pero pesadísimo. Además, eres un desastre contando cuentos. No hay manera de que termines una historia. Ahí te has quedado alelado. Venga, vamos... lo del conejo... el conejito.

- ¿El conejo, el conejito...? —balbucea.

- Si, luego, cuando la visita a la tía Alicia. Cuando la historia se pone mejor. Tú te crees que soy tonta porque soy pequeña.

- ¿Pequeña? ¡Aaah , sí..., ahora me acuerdo! ¡Vaya tontuna de mente en blanco!... De entre todos los recuerdos que guardo de mi infancia hoy me quedaría, sin duda con el día en que mis padres me llevaron ...

- Sí, sí, sí. Ya hemos estado en la tienda...

- ...Me probé....

- Varios vestidos, sí , y el que más te gustaba...

- ¡Cuántas margaritas blancas!

- Volviendo al pueblo, Cornelio, volviendo al pueblo...

- Sí... Mi padre cargaba con el vestido dentro de una gran caja de cartón blanco.

- Era gris, pero que más da, sigue...

- Cuando llegamos a la cuesta de la Calle Atillos me soltaron de la mano y corrí hacia casa de la tía Alicia. La sonrisa de mi padre delataba su consentimiento: Alicia sería la primera de la familia que vería el vestido. Recuerdo el plato de galletas sobre el mantelito de encaje portugués. Me gustaban las galletas de la tía que siempre se deshacían en miguitas. Cuando estábamos solas me dejaba que lamiera mi manita y a veces ella sacaba su lengua y muy suavemente la pasaba por mis deditos. Aquel día me llevó a su habitación para que me probara el vestido de merengue. Ni siquiera mis padres habían entrado nunca en aquella habitación, y no habían visto los enormes espejos de la pared con pedrería y el del techo, encima de la cama gigante de la tía; pero por algo era yo su sobrina favorita.... Aunque Luisito, el hijo de...

- ¡Cornelio, por Dios, no te disperses!

- La tía me ayudaba a ponérmelo muy poco a poco. Me hacía cosquillas bajo las tetillas y donde la gomita de las braguitas. Estaba preciosa con las gasas cayéndome sobre las piernas y Alicia me miraba con los ojos sonrientes y me decía: "el mejor cofre para tu tesoro, princesa". El mejor cofre, mi tesoro. Nunca me gustaron los cuentos de príncipes y princesas, pero los de piratas... Mi tesoro... "¿Alicia, cual es mi tesoro?".

- "El conejito" , te dijo "el conejito", ¿verdad?

De entre todos los recuerdos que guardo de mi infancia, también me quedaría con el día en que la tarde en que, debido a mi relación con la tía Alicia , decidí llamarme Cornelio.

Cornelio, aka Ximo M.

Algunas semanas antes del gran día...

De entre todos los recuerdos que guardo de mi infancia, hoy me quedaría, sin duda, con el día en que mis padres me llevaron a la ciudad para elegir mi vestido de primera comunión. El viaje en tren, el camino hacia la tienda bajo el frío sol de invierno... mi padre y mi madre me llevaban de la mano. En la tienda me probé varios vestidos. Recuerdo que el que más me gustaba llevaba margaritas blancas bordadas en el cuerpo, pero a mis padres les parecía demasiado caro, así que terminamos escogiendo uno muy bonito, blanco y pomposo como un merengue. Volviendo al pueblo, mi padre cargaba con el vestido dentro de una gran caja de cartón gris.

Algunas semanas antes del gran día, mi vestido colgaba en una percha de madera en la puerta del armario, frente a mi cama. Yo lo había exigido así so pena de llorar y llorar y llorar. Me gustaba que fuera lo último que veía antes de dormirme y lo primero al despertarme... ¡tan blanco!

Aquel día ya estaba acostada cuando llamaron al timbre, y era muy tarde. Papá siempre llegaba a casa después de que yo me acostara, y casi siempre se había marchado cuando yo bajaba a desayunar. Estaba medio dormida pero me despertaron los gritos de mi madre. Me levanté descalza, bajé las escaleras y vi a dos hombres muy tristes que hablaban con mi madre mientras ella lloraba. Esperé que volviera papá, pero papá no volvió esa noche.

Luego nos recuerdo en el cementerio, donde mamá seguía llorando y todos nos miraban con pena, nunca a los ojos. Me dijeron que papá no iba a volver, pero yo no los creí.

Le pregunté a mi abuela sobre mi comunión y sobre el vestido. Ella me dijo que ese no era momento para hablar de aquello. Yo no sabía cuál era el momento, pero el día se acercaba y nadie hizo nada, nadie dijo nada.

Hice la comunión un año más tarde, rodeada de niños y niñas a los que no conocía y con un vestido azul que ya había llevado muchas veces antes.

Un año antes, mientras estaba en el colegio, alguien, supongo que mi madre, descolgó el vestido y lo metió en su caja de cartón para que yo no lo viera. Allí estuvo durante algunos días. No me atreví a sacarlo para verlo, aunque me moría de ganas. Un día desapareció y jamás volví a verlo.

El día en que debí haber tomado la comunión ya sabía que yo no lo haría. Mi madre estaba en casa, limpiando y llorando, fregando sus propias lágrimas.

Yo me escapé ese día y fui a la plaza del pueblo, a ver la iglesia. No llegué para ver la entrada de los niños de comunión, pero sí vi la salida, ellos tan elegantes, ellas todas de blanco, aunque ningún vestido era tan bonito como el mío. Los niños salían corriendo de la iglesia radiantes, riendo. Una niña se abrazó a su padre y éste la levantó y le dio vueltas y vueltas.

Aquella noche no podía dormirme. Mi abuela entró, me arropó y estuvo un rato conmigo. Le dije que no podía dormir y me recomendó que pensara en cosas bonitas. Cuando se fue a dormir me dejó sola con los sollozos de mi madre que llegaban de su cuarto.

Pensé en algo agradable. Lo más agradable que pude imaginar. Pensé en la Noche de Reyes. Pensé que pedía un regalo a los Reyes Magos.

Un abrazo, pensé.

El abrazo más grande del mundo.

Mónica Aspelund, aka Angel G.G.

Lástima que aquel recuerdo se viera empañado al poco tiempo.

De entre todos los recuerdos que guardo de mi infancia, hoy me quedaría, sin duda, con el día en que mis padres me llevaron a la ciudad para elegir mi vestido de primera comunión. El viaje en tren, el camino hacia la tienda bajo el frío sol de invierno... mi padre y mi madre me llevaban de la mano. En la tienda me probé varios vestidos. Recuerdo que el que más me gustaba llevabas margaritas blancas bordadas en el cuerpo, pero a mis padres les parecía demasiado caro, así que terminamos escogiendo uno muy bonito, blanco y pomposo como un merengue. Volviendo al pueblo , mi padre cargaba con el vestido dentro de una gran caja de cartón gris.

Lástima que aquel recuerdo se viera empañado al poco tiempo. Fue el día de mi primera comunión, yo estaba radiante, me sentía la niña mas guapa, la reina. Todos a mi alrededor me miraban sonriendo, mis amigas, mi familia, todos me decían lo bonita que estaba y yo flotaba como en una nube.

Pero al llegar a la iglesia mi ilusión desapareció. Ahí estaba ella, Sofía Gómez, mi rival, la niña más odiosa y mas odiada, con su larga y brillante melena rubia y llevaba mi vestido, el maravilloso vestido de margaritas, aquel que yo había elegido, mi preferido. No podía creerlo, ahora era ella la reina, todas las miradas iban dirigidas hacia ella, ya nadie me miraba a mi, ya nadie admiraba mi blanco y pomposo vestido.

Después de aquello dentro de mi algo cambió, decidí que nadie me detendría, sería famosa, única y mi éxito siempre iría ligado a las margaritas.

Deshoje una el día que decidí salir de aquel pueblo que me ahogaba, y me dio el sí.

Mi primer trabajo en la gran ciudad fue en una floristería, y allí rodeada de flores me encontró mi descubridor, futuro manager y amante, aunque no se muy bien en que orden. Buscaba un gran ramo de flores para un spot publicitario de compresas, y allí estaba yo , con mi sonrisa más sensual y un exuberante ramo de margaritas. Fue un flechazo.

Gracias a él entre en este mundo. Y una vez dentro no deje que mi suerte cambiara. Llamé a todas las puertas, me ofrecí sin reservas, mis encantos no pasaron desapercibidos.

Y por fin llegó mi oportunidad. No me importó ser una chica florero en aquel concurso, chupé mucho plano y alguna polla arrugada, pero no me importó aquel puro apestoso. Tenía la sartén por el mango, mi éxito estaba asegurado.

Hoy los tengo aquí, a mis pies, admirándome, siguiendo con su mirada mis movimientos, los saltos que dan mis margaritas, aquí en mi pecho, en todo mi cuerpo.

Labradelo, aka Anna R.

El tren estaba lleno...

De entre todos los recuerdos que guardo de mi infancia, hoy me quedaría, sin duda, con el día en que mis padres me llevaron a la ciudad para elegir mi vestido de primera comunión. El viaje en tren, el camino hacia la tienda bajo el frío sol de invierno... mi padre y mi madre me llevaban de la mano. En la tienda me probé varios vestidos. Recuerdo que el que más me gustaba llevaba margaritas blancas bordadas en el cuerpo, pero a mis padres les parecía demasiado caro, así que terminamos escogiendo uno muy bonito, blanco y pomposo como un merengue. Volviendo al pueblo, mi padre cargaba con el vestido dentro de una gran caja de cartón gris, poco pesada pero voluminosa. El tren estaba lleno, por lo que nos acomodamos de pie en uno de los espacios entre vagón y vagón. Mi padre se colocó junto a la puerta de dentro, con la caja de mi vestido sujeta entre los brazos, sobresaliendo hacia delante. Oí un tren acercarse. Vi a un hombre darse la vuelta sobresaltado y desplazar la caja con su espalda; y vi a mi padre perder el equilibrio por el movimiento súbito inducido y caer lateralmente a la vía interior. Un instante después el expreso le pasó por encima, durante treinta vagones.

Dos meses después tomé la comunión. Mi madre no quiso aplazar la ceremonia. Me vistió con el traje merengue y me llevó a la iglesia. El capellán, antes de darme la hostia, apretó cariñosamente mi barbilla y me dijo: no tienes a tu padre, pero a partir de hoy vas a tener a Jesucristo siempre dentro de ti.

Yo odiaba mi vestido blanco y tenía ganas de llorar.

Tuve ganas de llorar hasta que cumplí los trece años, pero no lo hice hasta que cumplí los dieciséis. Mi madre murió de tuberculosis; la enterré con el vestido con que ella había llevado el luto de mi padre.

Trabajé y me casé. Ahora vivo en la ciudad. De vez en cuando cojo a mis hijos y los subo al tren. En el pueblo, son apenas diez minutos entre la estación y el cementerio; y el paseo, ahora, es cómodo y apacible. Dejo que griten y jueguen entre las tumbas de sus abuelos, mis padres.

Rubén, aka Torribio Blups

De repente oyó que repetían su nombre insistentemente.

De entre todos los recuerdos que guardo de mi infancia, hoy me quedaría, sin duda, con el día en que mis padres me llevaron a la ciudad para elegir mi vestido de primera comunión. El viaje en tren, el camino hacia la tienda bajo el frío sol de invierno... mi padre y mi madre me llevaban de la mano. En la tienda me probé varios vestidos. Recuerdo que el que más me gustaba llevaba margaritas blancas bordadas en el cuerpo, pero a mis padres les parecía demasiado caro, así que terminamos escogiendo uno muy bonito, blanco y pomposo como un merengue. Volviendo al pueblo, mi padre cargaba con el vestido dentro de una gran caja de cartón gris.

De repente oyó que repetían su nombre insistentemente. Cerró el cuaderno donde escribía y rápidamente se dirigió a la puerta de embarque. Había llegado hacía dos horas al aeropuerto y ahora casi perdía el vuelo. Una jovencísima azafata la esperaba con una sonrisa de compasión dibujada en su rostro. Ya nadie le dirigía miradas de odio ni de deseo, pensó con cierta indignación.

Una vez instalada en su asiento volvió a abrir su cuaderno. Repasaba su vida, mientras a su alrededor los auxiliares de vuelo repetían una vez mas las instrucciones a seguir en caso de emergencia. Pero ella no les escuchaba.

Hacía mucho tiempo que no volvía a su pueblo, se fue a los diez años interna a la ciudad y aunque volvía en vacaciones ya nunca fue lo mismo. Siempre se sentía una extraña. Después de acabar la carrera se casó con un profesor americano que la llevó a vivir a Estados Unidos. Le gustaba la vida en aquel país donde todo era agradable y fácil, pero cuando contemplaba el Pacífico siempre recordaba con tristeza la playa de su infancia, la playa donde aprendió a nadar.

No tuvieron hijos...

La azafata le ofreció café y ella tristemente le alargó su taza. El avión sobrevolaba una inmensa masa de agua oscurecida. Su marido hacía cuatro años ya que había muerto, pero a veces ella lo olvidaba.

Aterrizaron plácidamente en Barajas. Recogió sus cosas... sus manos eran las de una vieja.

Cuando por fin llegó a la estación de tren de la ciudad donde le compraron su vestido de comunión no pudo entrar. Se quedó fuera, mirando desde lejos los trenes salir, como cuando era una niña y los vio por primera vez cogida de la mano de sus padres... Después de unos minutos se decidió, se subió al tren que iba a su pueblo y empezó el último viaje de su vida.

Mar, aka Júlia D.M.

Si voleu llegir els relats corresponents al cap d'any 1999-2000, hi són ací; i encara podem anar més enrera, al 1997-1998.

PAINFUL BITS. Edited by Torribio Blups

http://www.torribioblups.net/painfulbits

Last updated on February 24, 2001