Relats de cap d'any 1999-2000

Relats de cap d'any 1999-2000

Sumari

Oh, doctor Fritz... júreme que no se trata de una de sus habituales bromas.... Bertoldo el maquinista, aka Angel G.

Subí a cubierta, me asomé por la borda, y salté al agua. Blanca Mari-Posa, aka Torribio Blups

Bob, no hay nada que hacer -dijo Fritz, fuera de sí. Comandante Robert Hightower, aka Angel G..

Leyó las dos frases por enésima vez. Un amigo, aka Júlia D. M.

Aquello con lo que tanto había soñado, por fin, ocurría. Había llegado mi hora. Ciempiés, aka Sònia Q..

Estas palabras las pronuncié al despertar en el hospital Townsend... Monster, aka V. Pitarch.

OH, DOCTOR FRITZ...

Aún se movía el océano bajo mis pies cuando el doctor Fritz me comunicó la noticia. Solté la escoba y el cubo y me puse a temblar.

–Oh, doctor Fritz... júreme que no se trata de una de sus habituales bromas... sabe que odio ese humor alemán... lo encuentro tan... tan... desconcertante.

–Por supuesto que no, querrida... está usted embarrazada... perro... por Dios, deje usted de temblar, que parrece una hoja.

–No tiemblo por mi embarazo, doctor. Después de fregar la plataforma petrolífera en manguita francesa siempre me entra algo de fresco.

–Comprrendo... ¿Ha pensado en lo que va a hacer con el bebé?

–Sí, claro... una gran fiesta, por supuesto, con guirnaldas sujetas a la chimenea de los gases expelidos... ¿le gusta el azul azafrán?

–Con locurra... casi tanto como usted.

–Controle esas manos, doctor... que, si las cuentas no me fallan, a usted no le toca hasta el martes. Piense en mi estado...

–Perrdone, prreciosa... ¿y qué tal un aborrto? Lo cubrre su segurro médico.

–Ay, no sé. Me hace tanta ilusión la fiesta...

–Es naturral. ¿Tiene idea de quién puede ser el padrre?

–¿Está loco? En la plataforma soy la única chica de la limpieza... y usted y los otros ciento cincuenta hombres saben que no soy precisamente una mujer difícil.

–Oh, Carrola... está tan prreciosa cuando se humilla de ese modo.

–Gracias, Herr Fritz... pero déjeme pensar. Según mis cuentas debí ovular el diecisiete de septiembre... lo recuerdo bien porque aquel día...

–Querrida, sigue temblando... noto que tiene los pezones errectos bajo la blusa... ¿desea que se los caliente?

–Si fuera usted tan amable...

–Serrá un placer.

–Pues como le iba diciendo, recuerdo el diecisiete de septiembre porque aquel día tuve que satisfacer a los marineros de aquel carguero polaco... el Nuestra Señora de Wräjzruvnia... qué chicos tan amables... y qué fogosos... Pero los voy a descartar porque su cargamento de preservativos todavía estaba intacto.

–Sí, sí, querrida, sí...

–Uy, qué lengua tan calentita tiene, Herr doctor... Veamos... el padre podría ser Humbert, o Ruperto, o tal vez Mijail... no, Mijail no puede ser, porque me esperaba en su litera junto a Hugo y cuando llegué ya se habían satisfecho mutuamente... tal vez Marcus o Brian o Segismundo o Bruno o Rogelius... ¡qué sé yo!

–Qué puta es usted, cielo mío.

–Lo sé, doctor, lo sé... por cierto, ¿cómo ha averiguado que también tenía frío en el coño...?

Carola y el doctor Fritz, en su distracción, no advierten que un enorme iceberg colisiona con la plataforma petrolífera. Nadie llega nunca a enterarse de quien es el padre del hijo de Carola porque todos mueren en el desastre. Realmente, el padre era Ruperto, que estaba secretamente enamorado de Carola desde el primer día que la vio. Ruperto vivía triste porque no soportaba ver a Carola en los brazos de todos sus compañeros y era, con total certeza, el único hombre de la plataforma que podría haber hecho feliz a Carola.

Bertoldo el maquinista, aka Angel G.

SIMETRÍA

Aún se movía el océano bajo mis pies cuando el doctor Fritz me comunicó la noticia. Solté la escoba y el cubo y me puse a temblar.

Subí a cubierta, me asomé por la borda, y salté al agua. Nadé hasta la costa. En el trayecto perdí una pierna, que se comió un tiburón (el tiburón se comió la pierna, no al revés). Cuando por fin llegué a la costa me tendí en la arena; estaba exhausto, y me dormí. Al despertar, comprobé que me faltaba un brazo; por la forma del muñón y las marcas de los dientes, supe que había sido obra de un felino; de algo me tenían que servir mis años de estudios de zoología. Por fortuna, la pierna y el brazo restantes quedaban en lados opuestos, con lo que podía seguir manteniendo el equilibrio razonablemente bien.

Decidí alcanzar el punto más alto de la isla en busca de agua y refugio. En ello estaba, ascendiendo la loma, cuando la vi; magnífica en su peñasco, la mirada fija e intensa. Sería la última vez que la vería quieta; porque en ese momento, el águila emprendió el vuelo, se lanzó en picado hacia mí y me arrancó el ojo derecho. El golpe fue tan fuerte y el dolor tan intenso que caí; y al caer, una rama de nogal se clavó en mi oreja izquierda, destrozando en su camino hasta el lóbulo temporal todo el oído interno.

Poco después, cuando me estaba recuperando de ese doble incidente desafortunado, la nariz me empezó a sangrar. Qué fastidio, ese chorrito suave pero insidioso que no me había abandonado desde la niñez, y que me obligaba a suspender cualquier otra actividad, para tumbarme boca arriba con las piernas en alto y esperar a que cesara. Así lo hice, con la única que me quedaba. Y funcionó. Estaba a punto de incorporarme cuando oí un silbido en el aire, como si un objeto se acercara por el aire a gran velocidad. Un instante después, el pie me había desaparecido a la altura del tobillo; seccionado groseramente por el golpe certero de un boomerang.

La isla estaba habitada, pues. Suspiré aliviado. Ahora podía seguir arrastrándome tranquilo. Al cabo de cinco horas de reptar por terreno pedregoso, mis dedos se habían quedado sin uñas, literalmente. Perdí capacidad de agarre y, en un momento dado, caí libremente por la pendiente de la loma, hasta un gran zarzal que ya antes me había llamado la atención por el tamaño inusual de sus púas de media pulgada; las mismas que me acababan de perforar y desgarrar los testículos, que quedaron separados del resto de mi cuerpo; revestidos por el color negruzco de la sangre que se iba secando, parecían talmente moras bien criadas.

Con todo, me consideré afortunado. Allí, en el medio mismo de aquella maraña puntiaguda, estaba a resguardo de las alimañas; y si me entraba hambre, siempre podía alimentarme de fruta, y beber el agua del rocío acumulado en las hojas. No cabía duda de que había sido inteligente abandonando el barco.

Anochecía; la temperatura era agradable, y en el cielo empezaban a verse las primeras estrellas. Me sentía bien, y feliz. Estaba a punto de dormirme cuando vi, claramente, la estela luminosa de una estrella fugaz. Cerré los ojos y pedí un deseo. Cuando los abrí, me sorprendió ver que la estela seguía allí; cada vez la veía con mayor intensidad y nitidez; más cerca.

El meteorito me partió el cráneo en dos.

Blanca-Mari Posa, aka Torribio Blups

BOB, NO HAY NADA QUE HACER...

Aún se movía el océano bajo mis pies cuando el doctor Fritz me comunicó la noticia. Solté la escoba y el cubo y me puse a temblar.

–Bob, no hay nada que hacer –dijo Fritz, fuera de sí–. No vas a poder recogerlo. Todo el contenido se ha vertido. No sé cómo coño ha ocurrido, pero está hecho. Tío, la he cagado.

Intenté controlar mi reacción. No quería que Fritz, precisamente Fritz me viera temblar. Fritz, mi amor, la luz de mis días en el Centro. Pero lo cierto es que la situación era irreversible. No sabía lo que había pasado, pero una cápsula de LPD4 se había roto y su contenido, letal, se había vertido en el Océano Atlántico que rodeaba las instalaciones del Centro de Investigaciones Bioquímicas del Departamento de Defensa de los Estados Unidos. La puta fábrica de virus, como la llamaba Fritz, el dueño de mis noches, mi dulce compañero Fritz.

–Tío... ¿sabes lo que significa esto? Con todo ese LPD4 suelto, en tres días, en cuatro como mucho, no quedará una puta brizna de yerba en el puto planeta... joder, joder, joder... –Fritz estaba a punto de echarse a llorar.

–Lo sé, Fritz, lo sé. Déjame pensar.

–Sabía que lo que hacíamos no estaba bien, Bob... joder... me cago en el puto pentágono, tío. Estamos listos.

Fritz estaba sentado en medio de la sala de control, sollozando, con el rostro oculto entre sus grandes manos. Yo llevaba casi dos años trabajando con él en el Centro, dos años con el hombre al que amaba. Jamás se lo había confesado, pero a veces habría jurado que él sentía lo mismo por mí.

–Bob, tú has sido mi mejor amigo desde que trabajo aquí. Y durante mucho tiempo no he sido sincero contigo... pero ahora todo da igual. Quiero abrirte mi corazón, Bob.

¿Qué coño iba a decirme? Tal vez... sólo tal vez...

–Tío... llevo estos dos años follándome a tu mujer, Bob. Lo siento, pero tenía que decírtelo.

Una especie de fundido en blanco... perdí la conciencia durante unos segundos, pero Fritz seguía hablando, fuera de control.

–Lo siento, Bob. Quise cortarlo hace tiempo... pero ella es insaciable. Aprovechaba todos tus viajes a Washington y a Atlanta. Me llamaba a casa. A veces venía de noche, mientras tú dormías.

–No te creo, Fritz. No sé lo que pretendes, pero no te creo.

–Elsa se quejaba de que tú la tenías pequeña, Bob. Cuando yo le dije que mi polla medía treinta centímetros... casi se abalanzó sobre mí.

¿El fin del mundo?¿Pollas de treinta centímetros? ¿Pero qué mierda de conversación era esa?

–No digas tonterías, Fritz. Nadie tiene una polla de treinta centímetros.

–Mira esto.

Como a cámara lenta, Fritz se desabotonó el pantalón del uniforme y sacó algo parecido a una pequeña trompa de elefante.

Mi Fritz. Mi amor.

–Elsa se enganchó a esto, Bob. Lo siento.

El gigantesco pene de Fritz se bamboleaba al ritmo de sus sollozos. Yo estaba hipnotizado con su visión. Un dólmen de la edad de Piedra. El tótem de los pieles rojas. Mi querido Fritz.

Lo absurdo de la situación me sacó del aturdimiento. Entonces pensé en Atlanta.

Tanto Fritz como yo éramos comandantes del Ejército de los Estados Unidos. Yo, además, pertenecía al Servicio Interno de Investigaciones de Desarrollo. Fritz lo ignoraba, pero la investigación sobre el LPD4 no sólo se desarrollaba aquí en Rochester, Maine.

Atlanta... En Atlanta el asunto del LPD4 estaba más avanzado. De hecho, yo conocía la existencia de variaciones del LPD4 que, vertidos sobre el océano, neutralizarían los efectos devastadores de nuestro pequeño accidente.

–Bob, dime que me perdonas, tío... tú eres mi amigo.

–Te perdono, Fritz, tranquilízate.

Necesitaba pensar. Si telefoneaba ahora a Atlanta, el vertido del antídoto del LPD4 se llevaría a cabo en cuestión de minutos. Todo se solucionaría... pero había que hacerlo ya. Unas horas más y se habría extendido tanto que todo esfuerzo sería inútil. El fin del mundo en forma de una inofensiva alga ligeramente alterada con fines militares.

Formé una imagen en mi mente. Llamaba a Atlanta. El asunto terminaba bien y nada trascendía a la opinión pública. Probablemente me ascenderían, y con toda seguridad sería condecorado con la Orden de Honor. Veía la ceremonia. Mi esposa, Elsa, a mi lado, sonriendo encantadora un par de semanas antes de pedir el divorcio. Aunque sonriera, yo sabría que en ese momento le dolía la garganta y el culo y el coño por cortesía de nuestro común amigo Fritz. Después, en la recepción en la Base, los dos se perderían un rato mientras mis superiores me premiaban con palmaditas en la espalda.

Fritz. Mi amor. Mi tótem. Mi Fritz.

–Fritz. No se me ocurre nada. Vete a buscar a Elsa y pasa con ella estos días que quedan. Hazla feliz, Fritz. Y no te preocupes por mí.

Fritz se fue. Todavía sollozaba.

Me fui a casa y me serví un doble de whisky. No llamé a Atlanta.

–A la mierda el puto mundo. A la mierda todos.

Me lo bebí de un trago pensando en la polla de Fritz. Mi dulce Fritz. Mi amor.

Comandante Robert Hightower, aka Angel G.

LEYó LAS DOS FRASES POR ENéSIMA VEZ

Aún se movía el océano bajo mis pies cuando el doctor Fritz me comunicó la noticia. Solté la escoba y el cubo y me puse a temblar.

Leyó las dos frases por enésima vez. No sabía como continuar. Decididamente estaba en blanco. Cogió un Marlboro de la cajetilla abandonada sobre la mesa y lo encendió con verdadero placer. Ya nadie fumaba pero él se resistía a abandonarlo. Afortunadamente el cáncer había dejado de ser un problema. Podía vivir tranquilamente otros treinta años, o seguramente mas. Miró a la calle. Estaba desierta. La nieve se acumulaba a los lados de las aceras y las luces de Navidad brillaban en los escaparates. Como cada año.

Recordó la primera vez que visitó Nueva York. Hacia más de treinta años ya. La agencia de viajes les había conseguido un hotel cerca de la calle Broadway, y él y Ana, después de un viaje agotador desde Londres salieron a la calle sin deshacer las maletas. Era casi de noche y las calles estaban desiertas, como hoy. Echaron a andar por la Séptima Avenida y acabaron cenando en un chino no muy lejos de Times Square. Sonrió. Nunca había vuelto a tener aquella sensación de exaltación, mezcla de miedo y de felicidad absoluta.

Miró el reloj. Todavía le quedaba media hora antes de salir hacía el aeropuerto. Se fue a la cocina y abrió la nevera. Bebió un trago de leche directamente de la botella.

Volvió al ordenador, se apuntó las dos frases en un papel y decidió marcharse ya. Puede que le entrase la inspiración por el camino.

Cruzó el puente de Manhattan. No había mucho tráfico para ser un día laborable. Llegó a la terminal del aeropuerto demasiado pronto, se acomodó en un asiento bastante cómodo y releyó las frases. Le recordaban viejas películas de piratas en blanco y negro. Pero seguía sin saber como continuar. Miró las pantallas de información. El avión que esperaba estaba aterrizando. Se levantó y se fue a la puerta de salidas. Un gran árbol coronado con un enorme letrero de Feliz 2025 daba la bienvenida a los viajeros.

Seguía pensando en las frases. Después de tantos años sus amigos y él seguían celebrando la Noche Vieja de la misma manera: un concurso de canciones y un concurso de relatos. El de este año le sonaba vagamente...

Un amigo, aka Júlia D.M.

AQUELLO CON LO QUE TANTO HABíA SOñADO, POR FIN, OCURRíA

Aún se movía el océano bajo mis pies cuando el doctor Fritz me comunicó la noticia. Solté la escoba y el cubo y me puse a temblar.

Aquello con lo que tanto había soñado, por fin, ocurría. Había llegado mi hora.

"Sube muchacho. El Consejo de Oficiales quiere verte", dijo Fritz. Esbozó una sonrisa que meció levemente su bigote; mientras tendió su enérgica mano para ayudarme a subir a bordo.

Agradecí su gesto y me despedí de Joao, el cual quedó colgado de su cuerda y con la fregona en la mano, balanceándose al mismo ritmo que mi cubo y mi escoba.

Jamás volvería a deslizarme por aquellas cuerdas resecas por la sal y rebosantes de mugre de grumete. Quizás fuese lo único realmente añejo. ¡Mugre centenaria!.

Aquella misma mañana había estado observando atentamente a un grupo de oficiales mientras servía su desayuno. Siempre sonrientes y con aquellos aires de autosuficiencia. Embutidos en sus uniformes blanquísimos, en sus zapatos relucientes y en sus modales intachables. ¡Cómo les envidiaba!

Ahora debería prender rápido si no quería pasarme cinco años más de marinero.

Esperé este ascenso pacientemente y, como había hecho hasta el momento, así debía seguir.

Fue precisamente el doctor Fritz quien me había dicho dos semanas antes que mi constitución física quedaba ya muy lejos de la de un imberbe grumete. Entonces supe que mi ascenso estaba cerca.

Ahora sería marinero. En la próxima celebración de Nuestra Señora del Carmen uno de los uniformes llevaría bordado mi nombre y, a partir de ese momento, ya podría mirar siempre al frente y hablar con los marineros y oficiales sin recibir ninguna colleja.

"Erguido, chico. Erguido"; dijo Fritz. Me dio un manotazo en la espalda. "Ya lo tienes muchacho".

Entre en la sala del Consejo con mi gorra apretujada entre mis manos y un semblante solemne.

Cuatro oficiales y el capitán me esperaban sentados al fondo, observándome atentamente.

El temblor de mis piernas aún no había cesado, pero podía disimularlo sin demasiado esfuerzo.

Cuando llegué junto a las banderas, junté mis tacones ruidosamente y salude marcial.

El Capitán se levantó lentamente y me indicó que me acercase con un gesto autoritario. Taconeé de nuevo al llegar frente a la mesa de oficiales.

Un oficial joven se levantó y me acercó una bandeja plateada.

"Ahí tienes tu nombramiento", dijo el Capitán. "Dirígete a tu instructor lo antes posible".

Volví a saludar marcialmente y me fui hacia la puerta con mi nombramiento bajo el brazo.

Hubiese sido el momento más feliz de mi vida si la secuencia no hubiese sido interrumpida por Pedro Almodovar gritando : ¡Cooortenn! Que alguien le diga al niñato ese que se abroche la bragueta o que salga de espaldas. Y decidle al de la cuerda que deje de columpiarse.

Ciempiés, aka Sònia Q.

ESTAS PALABRAS LAS PRONUNCIé AL DESPERTAR EN EL HOSPITAL TOWNSEND...

Aún se movía el océano bajo mis pies cuando el doctor Fritz me comunicó la noticia. Solté la escoba y el cubo y me puse a temblar.

Estas palabras las pronuncié al despertar en el hospital Townsend, después de quince semanas de hospitalización y pérdida de memoria como consecuencia del naufragio. Al volver a casa abrí la mesita de noche para guardar la cartera y el reloj, dispuesto a acostarme. Y allí misteriosamente me llamó la atención una libreta de anillas.

Cuaderno de bitácora.

Lunes, 27 de diciembre de 1999.

Hoy parece un día de relax. Las olas mecen la embarcación con su vaivén, sinuosas. El sol unta nuestros cuerpos fibrosos y musculados por el esfuerzo de la navegación, prometiendo un color ocre. Estamos desnudos, tumbados en la proa leyendo un buen libro, yo sobre el amor en el siglo XVII, el doctor sobre la vida de un poeta, creo que Lorca.

Martes, 28 de diciembre de 1999.

Decidimos no seguir un rumbo fijo. La tranquilidad en el mar, en calma, y las elevadas temperaturas, han sido suficientes para dejarnos llevar por el azar donde quiera que nos lleve. El olor en el mar es una de las sensaciones más increibles que jamás he experimentado. Huele la sal, huele el pescado, huelen las algas y el doctor también huele. Su olor corporal, a sudor, a sal y a mar, me atrae especialmente. Estoy experimentando extrañas sensaciones en mi interior que me abstraen del viaje.

Miércoles, 29 de diciembre de 1999.

El barco está respondiendo estupendamente. Llevamos más de quince días en alta mar y no hemos tenido ningún problema mecánico. Continuamos rumbo al horizonte sin más destino que el impuesto por el suave viento. Hoy el doctor se me ha aproximado físicamente de una manera exagerada. Mientras me hablaba miraba su lengua, sus labios, su boca, sin dejar de pensar en que estaba profundamente enamorado y que mis sentimientos, por su manera de mirar y de hablarme, eran correspondidos. La noche anterior, en el camarote, le oí pronunciar mi nombre en sueños.

Jueves, 30 de diciembre de 1999.

No se donde estamos. El mar parece que no tenga final. Tampoco veo final a mi relación con el doctor Fritz, por lo que he decidido distraerme con actividades mundanas: recontar las provisiones, coser las velas estropeadas y limpiar el pescado para la comida. Hoy el doctor se ha alejado de mi, cuando más cerca parecía que se encontraba.

Viernes, 31 de diciembre de 1999.

Las aguas andan revueltas. La embarcación empieza a bambolearse por el oleaje y apunta tormenta en un cielo cubierto de luces de relámpagos y sonidos de truenos. El mar estaba enfurecido por vete a saber que razones, cuando el doctor, con los ojos bañados en lágrimas, se me ha acercado y me ha dicho: te quiero.

Sábado, 1 de enero de 2000.

La noche la pasamos sin dormir, ni hablar, cada uno en su camarote. Como respuesta le di un beso y solo supe decirle: lo siento, necesito estar sólo. Me he levantado temprano y he limpiado la cubierta de manera obsesiva dado que continuamente se ensuciaba de un mar enbravecido. Aún se movía el océano bajo mis pies cuando el doctor Fritz me comunicó la noticia. Solté el cubo y la escoba y me puse a temblar. Estamos sobre el triángulo de las Bermudas, me dijo. Feliz año nuevo, amor, le contesté.

Monster, aka Vicent P.

PAINFUL BITS. Edited by Torribio Blups

http://www.torribioblups.net/painfulbits

Last updated on August 15, 2000