Benedetti - La vecina orilla

Al menos en esta primera semana, el trabajo me gusta bastante. Hasta ahora no he tenido quejas. Es claro que al final de la tarde tengo el balero que es una matraca. Fatiga intelectual. Quién me iba a decir a mí (como estudiante evité siempre el surmenage) que iba a terminar haciendo semejante concesión: fatiga intelectual, nada menos, como un traga cualquiera. Para peor, a la salida me encuentro con Leonor y su hija. Esa familia siempre me cayó bien, pero hoy me dejaron en ruinas. El marido de Leonor está en el penal de Libertad. Ella lo vio antes de venirse, y dice que envejeció diez años en cuatro meses. Lo han reventado. El fue quien les pidió que se vinieran. Leonor no quería, pero parece que él se angustiaba tanto que al final ella le prometió que sí. Ahora no saben qué hacer. Laura, la hija, me mira esperanzada, como si yo pudiera darles una idea salvadora. Pero aunque me estrujo el cerebelo, no se me ocurre nada. Y Leonor que llora despacito, sin armar escombro. Ni siquiera llora para Laura o para mí. No, llora para ella. Le pregunto a Laura por Enrique, su hermano, que en primaria fue mi compañero de banco. "Hace un año que no sabemos de él. Está borrado. Todos los días compramos los diarios de Montevideo para ver si aparece en alguna nómina, mejor dicho, con el pánico que aparezca en alguna." Y yo parado como un imbécil, sin saber qué decirles, ni qué hacer. Les cuento que trabajo en una editorial, les digo que si llego a saber de algún trabajo para Laura, les aviso. Me dejan el teléfono de unos amigos. Después se van, apretadas una contra otra, como protegiéndose. No puedo comer nada. Una vergüenza. A la noche, cuando me acuesto, de repente me viene como una sacudida, un estremecimiento, qué sé yo, y lloro como un cuarto de hora. Y todo, por una desgracia que no es mía. ¿O será?

Mario Benedetti, La vecina orilla.