Yo, escritor (y lector)

Fecha de publicación: 03-sep-2014 0:18:54

Carlos Alberto Gutiérrez Aguilar

Mi encuentro con las letras se dio desde muy pequeño. Quizá a los meses de nacido, no lo sé. La memoria me regresa hasta mi tercero o cuarto año de vida, en la casa familiar, en Guerrero Negro, Baja California Sur.

Siempre hubo libros a la mano. Para leer, claro. También para hojearlos…. y rayarlos. Eso hacía yo a tan tierna edad. Pero no era rayar por rayar. Sentía una gran atracción hacia esos objetos, hacia las líneas de letras entonces ilegibles para mí. Veía leer a mis hermanos mayores y a mi madre; con mucha frecuencia compartían conmigo las historias atrapadas en las páginas. Cuando me encontraba a solas en alguna habitación –ellos en la escuela, ella en los quehaceres cotidianos–, tomaba alguno de los volúmenes de la enciclopedia Mi Libro Encantado y, queriendo rescatar de nuevo las narraciones que tantas tardes y noches me habían seducido, pasaba un color, un lápiz, una pluma por los espacios entre los renglones. No se me ocurría qué más hacer.

Leer se había convertido en una necesidad para mí. Una necesidad que buscaría satisfacer permanentemente a lo largo de mi vida. Y en cuanto tuve la oportunidad di pasos firmes tras las letras que me transportarían a otros mundos que me sacaran de mi encierro, forzado por mi salud endeble.

En septiembre de 1971 ingresé a primero de primaria, en el colegio de monjas de mi pueblo. Dice mi madre que para diciembre yo ya leía muy bien. Lo que yo recuerdo es que la maestra se apoyaba en los niños avanzados en la lectura para que ayudáramos a los niños que aún no podían desplazarse con soltura por los renglones. Y me veo en mi mente sentado a una mesita, con uno, o dos, o tres de mis compañeritos, explicándoles las primeras letras… ¡Mis inicios en la docencia, a los seis años!

Nunca solté los libros. Las historietas fueron parte de mi acervo inicial. Y los textos gratuitos de los sucesivos grados escolares. ¡Cómo disfrutaba recibirlos al inicio de cada ciclo, revisarlos, leerlos por todos lados, hojearlos, olerlos…! Y cuando terminé la primaria, en esas vacaciones de verano de 1977 me di a la tarea de armar mi propia biblioteca, hurgando por todas partes de mi casa para llenar el librero que había en mi habitación.

Para entonces creo que ya había recibido en obsequio un ejemplar de Tarzán de los monos, de Edgar Rice Burroughs, regalo de cumpleaños de Mercedes Duarte, una comadre de mi mamá cuyas visitas siempre eran muy especiales para mí. Poco después el padre Mario Balbiani, misionero comboniano párroco de mi pueblo, nos obsequió a cada uno de sus monaguillos un ejemplar de Corazón, la célebre novela de su compatriota Edmundo de Amicis.

Tengo muy fresco en la mente el gusto que le dio a mi mamá cuando le mostré el ejemplar que momentos antes el sacerdote había puesto en mis manos. Me contó con mucha emoción cómo de niña había leído en la escuela el cuento de “De los Apeninos a los Andes” y que lo había disfrutado muchísimo. Esa plática me produjo una gran motivación para devorar las páginas del libro, obra a la que he vuelto con sumo placer en años posteriores.

De esos años también recuerdo El llamado de la selva, de Jack London; La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, y Mujercitas, de Louise M. Alcott, obras que leí en versión condensada en un volumen editado por Selecciones del Reader’s Digest.

El ingreso a la secundaria fue posterior a mis inicios como escritor. Hijo de un versificador que con frecuencia estrenaba sus propios corridos, nació en mí la inquietud de hilar mis primeros versos. ¿Mi debut fue un poema a Baja California Sur, que se quedó en borrador en uno de mis cuadernos de escolar, con algunas líneas facilitadas por mi padre? ¿O acaso aquel otro poema cuyo título no ha vuelto a mi memoria, pero que narraba cómo la venada huía del león, y que –tras el aliento que me dio mi hermano Juan mientras lo escribía– envié al suplemento infantil del periódico El Mexicano? Quizá ya no podré responder esa pregunta. Mientras tanto, sigue en mi interior la inquietud por alguna vez viajar a la ciudad de Tijuana para rescatar, de la hemeroteca del autollamado “gran diario regional”, la que quizá fue mi primera publicación.

Después vino un cuento, en la secundaria, para rematar una clase de ortografía, que el profesor Adolfo del Real tomó de mi carpeta y se llevó consigo, sin que yo conociera jamás su destino. Algunos poemas de desamor escritos en una clave propia, para que nadie tuviera acceso a ellos; las páginas de dos o tres diarios… Y mis primeros libros, aquellas compilaciones de textos sobre los papas Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, que diligentemente confeccioné durante tres o cuatro años hasta que me sobrevino la primera crisis de fe, antes de terminar la preparatoria.

Y si bien la lectura me ha acompañado a diario desde aquel primer descubrimiento decodificador de 1971, no ha sido lo mismo en lo que respecta a la escritura. Pero he pasado por temporadas intensas, de creación cotidiana de textos, sobre todo por cuestiones laborales. Fue para mí una gran fortuna que mi primer empleo en Mexicali, a partir de noviembre de 1988, haya sido en un medio de comunicación: el diario Novedades de Baja California, donde se me daría la oportunidad de incursionar en el periodismo dos años después.

Una década más tarde regresé a la docencia –había tenido ya la oportunidad de ejercer como profesor años antes–. Con los nuevos planes de estudio había llegado paulatinamente a las escuelas el interés por la lectura, primero, y por la escritura, después. Acometí la tarea con un gran interés, consultando en libros y artículos a los especialistas, dispuesto a hacer de mis alumnos grandes lectores y escritores. Quizá la llegada del nuevo siglo –con su caudal de incertidumbres, pero también de esperanzas– me insufló el ímpetu necesario para contagiar de entusiasmo a los jóvenes.

Junto con ellos creé de nuevo cuentos. Reviví al poeta que quería nacer en mí y retomé los textos periodísticos. Han sido tres lustros muy hermosos, en que me he maravillado al encontrar entre los adolescentes de mis clases a excelentes literatos, que se deslumbran al reconocer en sí mismos un gran potencial en las letras.

En septiembre de 2013 inicié una nueva experiencia, ahora coordinando un taller literario con participación de hombres y mujeres adultos, profesores muchos de ellos, la gran mayoría en goce de su jubilación, que buscaban en la escritura un instrumento para crear, sí, pero sobre todo para legar su experiencia vital y heredar a sus hijos y nietos parte de su propia existencia.

Éste ha sido, pues, a muy grandes rasgos, el caminar que he recorrido de la mano de los libros y armado con pluma y papel. Constatando a cada paso cuánto del mundo se puede conocer con la vuelta de las hojas y cuánto de uno mismo se puede descubrir cuando se plasma a través del alfabeto.