Crónicas de una agonía

Fecha de publicación: 20-jun-2016 12:19:40

Fernanda Arahí Ríos Juárez

Estoy solo. No hay nadie aquí. Jamás quise esto. Incluso estando en el parque las palomas y los pájaros me rehúyen. Mi temor más grande está a punto de convertirse en realidad. Estoy al borde de la muerte. Mi nombre es Carlos y quiero contarles cómo llegue hasta aquí:

A pesar de que no me gusta tener a mucha gente a mí alrededor, podía soportar a una o dos personas. Siempre he apreciado el silencio, mi única compañía inseparable son mis pensamientos. Me rehusaba a asistir a ligares con grandes aglomeraciones de personas y a socializar con quienes me parecían estúpidos.

Casi todo el mundo me decía amargado, frígido, que jamás alguien me iba a querer, que moriría solo. Todo esto y más se me resbalaba. No vivía para complacer a los demás, y en cada oportunidad se los hacía saber. Me reía en sus caras de sus pobres intentos de ser parecidos a quienes veían en revistas o televisión.

Mi madre, el único ser al que realmente amaba, murió cinco años atrás. Por ella era que tenía algunos pocos amigos, más de ella que míos, pero amigos al fin y al cabo. Murió repentinamente mientras dormía. Al yo ser un hombre de muy pocas palabras, solo algunas personas se enteraron y asistieron al entierro. Creo que ese fue el inicio de mis problemas.

Dejé de ir al doctor, ya que estaba resentido porque no hubiese hecho nada sobre la muerte de mi madre. Dejé de ver a las personas que no asistieron al entierro, no porque me afectara, sino que por ella lo hice. ¿Por qué eran tan amables con ella, si al final de su vida no eran capaces siquiera de ir a visitar su tumba?

Pero, de igual manera, ¿qué bien haría llenarla de flores y adornos? A un muerto ¿de qué le sirven las flores? Si en algún momento me negué a ser visto, hoy quiero que me vean por como soy. Quiero compartir parte de mi ser con otra persona.

No quiero morir y enfrentarme al fracaso, pero toda aquella persona que alguna vez estuvo cerca de mí ahora no lo está.

A Guillermo, mi único amigo verdadero, lo conocí en mi primer año de preparatoria. Él me acompañaba en mis días de quietud y silencio, me entendía en mis locuras y alegrías.

Con el paso de los años nos distanciamos, y cuando de nuevo intenté buscarlo, una profunda tristeza y decepción me embargó: estaba casado, con hijos, un trabajo en una oficina y un hogar. El hombre cuyos sueños eran ser marinero y viajar hasta que su cuerpo se lo impidiera, ahora era un gordo cuya máxima felicidad era cambiar pañales sucios.

Pero en ese momento no importaba. Necesitaba tener a alguien, compartir y no irme de este mundo sin siquiera una persona que me añorase, llorara mi muerte o me juzgase de egoísta.

Mi lamentable estado, junto con mi más pequeña simpatía, asustaron a Guillermo. Al hablarle de lo patética que me parecía su nueva vida, me miró con ojos desorbitados y dijo:

“¡Largo de mi casa! ¿Te apareces aquí, moribundo y enfermo, juzgando mi hogar? ¡Al menos yo tengo a alguien! ¡Fuera de aquí!”.

Me fui, arrepintiéndome inmediatamente de haberle reclamado sus elecciones. ¿Quién era yo, si al final de mis días estaba más solo que un perro abandonado? Me retiré comparándome a un animal rabioso: alejaba a todos de mi alrededor.

Mi alma era negra, oscura, resentida con todos. Hacía mucho tiempo que no sentía afecto hacia mí, una caricia o un saludo amable. Hasta las prostitutas me rechazaban por mi actitud irritable y arrogante.

Yo solo quería compañía. Un doctor hacía dos semanas me había confirmado mi temor más grande: me quedaban pocos días de vida, gracias a un cáncer existente en mis pulmones.

Mi propio cuerpo me estaba matando para no tener que seguir conviviendo conmigo. No había escapatoria. Solo tenía que aceptar mi fin, algo que yo me rehusaba a hacer.

Ahora estoy aquí, sentado solo en un parque, viendo pasar la vida frente a mí. Estoy esperando que la muerte llegue ya, que me libre de esta agonía. Si he de morir, que sea ya.

Mientras estoy perdido en mis pensamientos, un pequeño niño se me acerca, y es todo lo opuesto a mí: amable, bondadoso, características que yo no poseo. Con una vocecita me dice:

“Señor, me parece que ha tirado su flor”.

“No es mía —respondo—. ¡Vete de aquí y ve a jugar a otro lado!”.

“Creo que debería quedársele”, me contesta el niño.

“¿Acaso no me escuchaste? ¡Fuera de aquí!”, grito, y el pequeño, atemorizado, huye de mi lado. Es entonces cuando me arrepiento inmediatamente de haberlo asustado, él que solo quería regresarme una estúpida flor que nunca fue mía.

Después de su huida, no hago más que llorar: por el niño, por la mirada en sus ojos después de gritarle, por estar completamente solo, por mi inevitable muerte, por todo. Al terminar con las traicioneras lágrimas, me doy cuenta de que estoy viendo oscuridad. No oigo, o siento algo; solo hay oscuridad.