Enemigos imaginarios

Fecha de publicación: 20-jun-2016 12:36:22

Karen Patricia Esquivel Ferro

Ella está frente a mí, con los ojos vidriosos y apariencia descuidada. Es un tren descarrilado, no cabe duda. Se ve horrible cuando llora y hace muecas grotescas para tratar de contener las lágrimas que inevitablemente caen. Se ve horrible siempre, punto.

Tiene una pistola en la mano, pero, ¿de qué le sirve? Ella es débil e indecisa. Jamás se atreverá a hacerme algo a mí. Así ha sido siempre: incapaz de tomar decisiones, de elegir por sí misma. Y me culpa a mí por todos sus fracasos.

—¡Lárgate de aquí! Si no te vas, yo… —balbucea. Qué idiota. Ni siquiera sabe cómo terminar su propia amenaza.

Yo repito sus palabras justo después de que las emite, porque las ha dicho tantas veces que las he memorizado.

—¡Deja de imitarme!

—“¡Deja de imitarme!” ¿Qué, tienes doce años? Crece. Si tanto te molesto, ignórame. Así de fácil. Madura.

Ahora me copia, creyendo que a mí me enoja tanto como a ella ser imitada. Qué patética.

—No puedo hacer como que no existes si me sigues a todos lados —lloriquea.

—Quizá podrías si lo intentaras.

—¿Crees que no lo he intentado? —parece que di en el clavo con esa frase. Ella sólo grita cuando está muy enojada—. ¿Crees que no daría mi vida por hacerte desaparecer para siempre? Piensas mal. Cada día, desde que te conocí, he deseado que te vayas…

—Eso no es cierto —la interrumpo. Miente. Pasamos muchos momentos felices juntas, no puede negarlo, por más mal que estemos ahora.

—Bueno, quizá no lo sea. Te consideré una buena persona por mucho tiempo. Cuando tú no vivías para arruinarme la vida y hacerme sentir como una inútil todo el tiempo.

—Eso es porque no lo eras. ¿Qué querías que hiciera? ¿Qué te mintiera y te pusiera estrellas doradas en la frente, aunque no las merecieras? Yo sólo digo lo que veo. Y lo que veo ahora es un desastre: una mujer que ha perdido el control de su vida y está tratando desesperadamente de ceder la culpa a alguien más.

—¡Yo veo a alguien cuyo único pasatiempo es hacerme sentir mal por ser quien soy! ¡Alguien que no tiene vida propia y siente la necesidad de meterse en la mía!

—Me haces reír. ¿Por qué querría yo formar parte de tu mediocre existencia? Tú viniste a mí. No estaríamos hablando ahora si tú no hubieras iniciado la conversación.

Ella mira al suelo, pensando en lo que dije. Si sólo me escuchara de vez en cuando, tal vez no sería tan miserable como es hoy.

—¿Qué tengo que hacer para que me dejes en paz? —musita con voz temblorosa.

—“¿Qué tengo que hacer para que me dejes en paz?”. No lo sé, piensa un poco. ¿Qué haría yo?

—Probablemente lo peor —susurra, sarcástica.

—Exacto.

Ella tarda un poco en hallar el sentido a lo que dijo, pero finalmente lo hace. Entiende que “lo peor” quizá no sea realmente lo peor. Quizá sea lo que debe hacer.

Mira el arma que sostiene, no muy convencida. Está pensando en las posibles consecuencias de sus actos, se está preguntando si me extrañará. No sé cómo lo sé, sólo lo hago.

Levanta la pistola con sus dos manos, recordando lo que ha visto en películas. Nunca antes ha disparado un arma de fuego, mucho menos para matar a alguien. Se le nota el miedo en la mirada y en sus dedos, que no paran de sacudirse.

Yo imito cada uno de sus movimientos con escalofriante precisión. No sé cómo, en serio, pero conozco y repito todo lo que hace, como si supiera lo que pasa por su mente.

Las dos apuntamos, frente a frente, sin que ninguna se atreva a apretar el gatillo.

—No te tengo miedo —dice ella, contradiciéndose con su postura y el tono de su voz.

—No creo que tengas miedo. Tienes envidia, que es diferente. Quisieras ser como yo. O, al menos, no ser como tú. Quisieras ser intimidante, inteligente, talentosa, bonita, delgada. Cosas que nunca has sido y nunca serás. No eres nadie. ¿Qué sentido tiene dispararme a mí? Eso no cambia nada. Tú seguirás siendo la misma, y yo no tengo la culpa.

Ella se queda boquiabierta: acabo de leerle la mente.

—En fin. Haz lo que quieras. Es tu vida, después de todo. Tus decisiones, tus errores, tus problemas. —La miro a los ojos y ella, tratando de hacerme temer, también lo hace—. Si vas a disparar, hazlo ya. Cállame con un balazo.

Ella tiembla cada vez más. Tantos pensamientos e ideas contradictorias pasan por su mente que casi puedo verlos desde aquí. Se ve tan confundida que no me sorprendería que se desmayara en este instante.

—Tú… tú no existes. No sé por qué estás aquí, pero debes irte porque… —su voz se quiebra.

—¿Dices que no existo? Estás hablando conmigo. Para ti, soy bastante real.

Su rostro está rojo, casi morado. ¿Estará respirando?

—¡Cállate!

—¡Cállame! Si no existo, ¿por qué no disparas? ¿Por qué no me matas ya? ¿Por qué tienes tanto miedo?

Después de mi última pregunta, nos quedamos en absoluto silencio. Todo pasa tan rápido que el tiempo me parece más largo. Lo veo en cámara lenta.

Está furiosa. No le gusta que le digan sus verdades.

Tensa sus músculos y me mira como a sabiendas de que será la última vez que lo haga. Cierra sus ojos como la cobarde que es, que no se atreve a ver la sangre que saldrá.

Yo también los cierro, no puedo evitarlo. No escucho nada más que su respiración acelerada por unos momentos.

El silencio se rompe con un disparo, y segundos después con el sonido de vidrio quebrándose y cayendo al suelo.

En ese momento ya no soy nada, porque ella ha roto el espejo a través del cual nos veíamos.