El amor en piel mulegina

Fecha de publicación: 12-ago-2016 18:14:31

Carlos Alberto Gutiérrez Aguilar

Presumiendo su longevidad y su envidiable salud, en sus visitas mensuales a la clínica del IMSS mi madre bromeaba con el médico: “Tendrán que matarme a garrotazos”. El galeno reía, divertido, ante la ocurrencia de su paciente de noventa años de edad.

A lo largo de su existencia, mi madre convivió con seis generaciones de su familia, incluidos sus descendientes: siete hijos, trece nietos y veintiún bisnietos. De haber vivido un poco más, seguramente habría conocido a sus primeros tataranietos.

Se le vio feliz hasta el final. La escuché feliz la última vez que estuvo conmigo al teléfono. La había encontrado feliz en mi visita a Guerrero Negro, en abril de 2015. Con el cansancio propio de su edad. Con algo de sordera y algunos olvidos. Pero sin achaques. Por eso se mofaba de sí misma.

Mulegé y Santa Rosalía

Mi madre, María del Consuelo Aguilar García, era mulegina, de uno de los oasis sudcalifornianos donde los misioneros jesuitas se establecieron a principios del siglo XVIII. Precisamente la casa paterna (de mis abuelos, José María Aguilar Villavicencio y Delfina García Higgans) se ubicaba casi al pie del cerro donde en 1705 el padre Juan Basaldúa levantó el conjunto religioso.

Desde su nacimiento, el 29 de octubre de 1923, hasta su boda con mi padre (Antonio Gutiérrez Luque), en 1952, mi madre residió en Mulegé, con estancias en el rancho de San Patricio, perteneciente a mi tata. Fue la primogénita; después de ella llegaron nueve hijos más, con quienes mantuvo en todo momento una relación plena de amor, y hasta cierto punto maternal.

En las pláticas de mi madre, generalmente de sobremesa por las noches, siempre estuvo presente su familia: mis abuelos, mis tíos, y en no pocas ocasiones mis bisabuelos y mis tíos abuelos. Recuerdo haber escuchado con frecuencia el relato de mi bisabuela de apellido Higgans, quien, tras haber enviudado joven, emigró con su familia desde Inglaterra y, gambusineando, llegó hasta la parte sur de la península. Casada con mi bisabuelo García (desconozco el nombre), procreó a mi abuela Delfina y a otros tantos hijos.

A principios de los años cincuenta mi madre conoció a quien sería su esposo, Antonio Gutiérrez Luque, un cachaniense que pasaba de su treintena. Según recordaba mi padre, la destinataria original de sus galanteos fue una de mis tías maternas, Celia; pero en 1952 contrajo matrimonio con mi madre en la misión de Mulegé.

Se establecieron en el poblado de Santa Rosalía, donde mi padre era minero de El Boleo. Una fotografía de su matrimonio la muestra hermosa, con su piel blanca y límpida, sus ojos grandes, sus rasgos finos. A sus espaldas mi padre (más alto que ella, de piel amorenada por el sol, bigote recortado, semblante serio), colocándole las manos en los hombros; ambos mirando algún espectáculo popular en la plaza cachaniense, en el centro del público captado por el fotógrafo.

El primer hijo (mi hermano José Antonio) no llegó hasta tres años más tarde, en febrero de 1955. Eran tiempos difíciles: la compañía francesa que desde 1885 explotaba los ricos yacimientos de cobre de la región, había cancelado su producción meses antes. El desempleo llevó a muchas familias a emigrar, en busca de mejores condiciones de vida.

A mi padre se le presentó la oportunidad de viajar al naciente poblado de Guerrero Negro, casi en el paralelo 28 y junto al complejo lagunar de Ojo de Liebre, donde estaba iniciando sus trabajos una compañía salinera estadounidense. En mayo de 1956 se trasladó a ese lugar, y seis meses más tarde lo alcanzó allá mi madre, con sus dos hijos, pues ya había nacido María Artemisa (Michita).

La familia crece

En los nueve años siguientes mi madre vería crecer en Guerrero Negro el número de su descendencia --en este orden: Juan (Chichí), nacido en 1957; María del Rosario (Chayito), en 1959; Dalila, en 1960; Raúl, en 1961, y finalmente yo, en 1965--, a la par que atestiguaba el despegue de la población: la construcción de las primeras casas, la instalación de colectivos prefabricados comprados de los desechos de la Segunda Guerra Mundial, el surgimiento del comercio, la creación de la primera escuela primaria, la edificación de la parroquia…

La década de los sesenta terminó con una tragedia familiar, pues un hermano suyo, mi tío Álvaro, falleció tras haber sido agredido por asaltantes en la habitación que ocupaba en la parte superior de un restaurante de su propiedad, ahí en Guerrero Negro. Ella estuvo a su lado en sus últimos momentos, como lo había estado junto a mi tía Micha, dos décadas atrás, y como estaría años más tarde, sentada al lecho de su padre, primero, y de su propia madre, después.

En 1972 se casó mi hermana Michita con el joven Gerónimo Fort Martínez; al año siguiente nació su hija Gloria Isabel. Entonces conocí a mi madre como abuela: cómo se desvivía en cariños para su primera nieta, al igual que ocurrió cuando llegaron los nietos restantes.

Coincidieron esos acontecimientos con la partida de mi hermano Juan a la ciudad de Morelia, para estudiar música en el Conservatorio de las Rosas. Tras los primeros regresos, en sus periodos vacacionales, él decidió iniciar su propia vida en el centro del país. No volvió definitivamente hasta fines de 1980, con su esposa, María Elena Vieyra Gómez, y sus hijos Alejandro, Omar y María Elena del Consuelo. A los pocos días de su llegada mis padres recibieron a su décimo nieto: Juan Antonio Martín, el benjamín de los Gutiérrez Vieyra.

Los adioses y las bienvenidas

Pero ya eran tiempos de adioses. En 1986 falleció mi tata. Mi madre se había trasladado a Mulegé desde meses antes, para ayudar en el cuidado de su padre. Al ocurrir el deceso ella se encontraba junto a él. Fue un golpe muy duro para todos.

En agosto de 1988 me tocó marcharme, para procurarme nuevos horizontes en la ciudad de Mexicali. Desde que le informé a mi madre de mis nuevos planes, no dejó de aconsejarme y desearme lo mejor. La mañana de la despedida, primero me abrazó mi padre, y me dio su bendición con la voz entrecortada. Tras él, en silencio, me observaba mi madre. Ella apenas me rodeó con sus brazos; dio la media vuelta y rápidamente se introdujo a la casa, presa del llanto. Jamás he olvidado ese momento. Me quedé de pie, viéndola, sin saber qué hacer. Fue mi hermana Dalila quien me hizo reaccionar, abrazándome y empujándome hacia el carro en el que viajaría hasta Ensenada. Había que finalizar con esos instantes de dolor.

Ocho años más tarde ocurrió el deceso de mi padre. Pocas veces había visto a mi madre llorar como en esa ocasión. Ella, que siempre había procurado reservarse las penas, en esa ocasión las dejó aflorar. Se marchaba para siempre su fiel compañero de más de cuatro décadas.

Ese 1996 también murió mi nana. De nueva cuenta mi madre se encontraba en su pueblo natal, ayudando en el cuidado de la anciana enferma. Y de nueva cuenta le correspondió acompañar a un miembro de su familia hasta sus últimos momentos.

En los años siguientes continuó su camino, con toda entereza. En 1995 había nacido el que sería su último nieto: Óscar Enrique, hijo de mi hermana Dalila y de su esposo, Enrique Abel Rodríguez Garayzar. Tres años después vino al mundo la primera bisnieta, Valeria Larissa, nieta de mi hermana Chayito.

Y así , mi madre seguió viviendo, rodeada de sus hijos, nietos y nuevos bisnietos. Pero también despidiendo a sus hermanos que se le adelantaron en la partida final.

En 2000 resultó electa como Abuelita del Año por sus compañeros de la asociación de pensionados del IMSS. Posteriormente tuvo la satisfacción de que se le reconociera como pionera de Guerrero Negro. El Día de la Mujer de 2014 se le rindió un homenaje, junto a otras residentes guerreronegrenses, donde se le declaró Guerrera. Y como en las anteriores ocasiones, ella gustosa compartió sus recuerdos, sus vivencias, de sus primeros años en el poblado.

Habitó la casa que mi padre había empezado a construir hacia 1979, en la colonia Marcelo Rubio Ruiz, y a donde nos mudamos en 1986, después de que él fue pensionado por el Seguro Social. Mi hermano Raúl la acompañó hasta el final. Ahí la visitaban con frecuencia el resto de mis hermanos, sus nietos y sus bisnietos. Varias veces por semana yo la escuchaba al teléfono con su voz de siempre.

Su viaje definitivo inició el 27 de junio de 2015, por la madrugada. Se fue dormidita, tranquila, con la satisfacción de haber cumplido con la misión que Dios le encomendó. Repartió amor a sus padres, a sus hermanos, a su esposo, a sus hijos, a sus nietos y bisnietos. Su corazón quedó entre nosotros.