Aquellos años de secundaria

Fecha de publicación: 13-ago-2015 6:52:09

Carlos Alberto Gutiérrez Aguilar

El ingreso a la secundaria significó en mi vida dos cambios sustanciales: modificó mi rutina, pues debía asistir a la escuela en un turno de siete horas, y me obligó a cruzar todo Guerrero Negro, ya que el plantel se ubicaba casi a la entrada del poblado y yo vivía en el otro extremo, en la calle Álvaro Obregón.

Los días iniciales (era septiembre de 1977) fueron complicados para mí a causa del horario. Por primera vez tenía que madrugar para alistarme, cada mañana. Alrededor de las 5:20 me llamaba mi mamá. Somnoliento aún me vestía, mientras ella me preparaba el desayuno y un lonche. No podía ir desprotegido a la escuela: hasta entonces acostumbraba comer a las doce, de modo que para el segundo receso largo mi estómago ya protestaba furioso por alimento. Yo sacaba entonces los sándwiches y los jugos Kern’s, y lonchaba en el salón en tanto que mis compañeros jugaban en el patio.

Después de las dos de la tarde regresaba a casa. Mi madre me esperaba ya con la comida calientita. Me parecía extraño sentarme a la mesa a esa hora (los miércoles a oscuras, pues la compañía Exportadora de Sal interrumpía el servicio eléctrico para darles mantenimiento a los transformadores ubicados en los postes callejeros).

Mientras comía le platicaba a mi mamá lo ocurrido en la escuela: mis maestros, mis compañeros, los temas vistos en clase. Ella me escuchaba con atención, me preguntaba, me aconsejaba, me sugería lecturas para estudiar.

Posteriormente yo dormía una siesta, desacostumbrado como estaba a madrugar. Debía reponerme del desvelo.

* * *

La Escuela Secundaria Federal Francisco J. Mújica se encontraba en el Fundo Legal, casi en despoblado. Unos metros al oriente, las casas correspondientes a las dos primeras secciones de Infonavit. Alrededor del plantel, predios aún sin ocupar.

A la mayor parte de los guerreronegrenses –residentes de las colonias Loma Bonita, El Dominó y el centro, ésta última conocida como “el pueblo”, perteneciente a la zona concesionada a la compañía salinera– la secundaria nos parecía lejanísima. “¡Qué ocurrencias de hacerla hasta allá!”, se quejaba mi mamá con frecuencia.

Para salvar la distancia, el gobierno había dotado a la escuela de un autobús, que recogía a los estudiantes en tres viajes, a partir de las 6:15 de la mañana, y otros tantos recorridos al terminar las clases. El chofer era el Prieto Meza, familiar de una vecina nuestra y con quien él acudía cada mañana. Entonces, los secundarianos del barrio aprovechábamos para abordar ahí mismo el camión al despuntar el alba. En los días de invierno llegábamos a la escuela aún a oscuras, y esperábamos al resto de nuestros compañeros viendo amanecer tras las casas de interés social.

Mi mamá me despedía cariñosa a la puerta de la casa, con un infaltable “pórtate bien”. Y yo en clase pensaba mucho en ella, que se levantaba antes que todos para prepararnos ropa y desayuno; y en mi padre, que una semana salía a trabajar aún bajo la luz de las estrellas y otra regresaba a casa cerca de medianoche, según el turno que se le asignara en su trabajo de cosecha de la sal.

Pensaba yo en su sacrificio y a fin de corresponder ponía mi mayor esfuerzo en el estudio. Ambos eran mi motivación para aplicarme en Matemáticas, Física y Química, materias que me resultaban estériles y aburridas.

En las contadas ocasiones en que dejaba de surtir efecto el “pórtate bien” y yo recibía el llamado de atención de algún maestro –por platicar, generalmente–, me invadía un gran remordimiento de conciencia al regresar a casa y ser recibido por el rostro sonriente y cariñoso de mi madre. ¡Cómo me dolía el alma manchada por mi falta, mientras la veía servirme la comida y escuchaba sus preguntas por mi día escolar! No me atrevía a mirar sus ojos, no podía seguir callando mi vergüenza, sentía una gran opresión en el pecho. Y soltaba:

–Me regañaron…

Ella me veía fijamente, de pie, su sonrisa de pronto desaparecida.

–¿Quién te regañó?

–El profesor fulano.

–¿Por qué te regañó?

–Porque estaba platicando en clase.

–¿Y por qué te pones a platicar, si sabes que no debes platicar en clase? –con la voz alzada.

Me sentía incapaz de responder a tal pregunta.

Entonces empezaba la siguiente fase de mi tormento.

–¡Yo te mando a la escuela a estudiar, no a que te andes portando mal y te estén regañando…!

La escuchaba en silencio, arrepentido y avergonzado, cabizbajo, comiendo con lentitud.

–¡…y no le hace que te corran, que te quedes burro! ¡Si no quieres estudiar, que te corran!

Mi refugio era mi cuarto. Ya no había siesta. Sólo me tumbaba en la cama a reprocharme a mí mismo, una y otra vez, por haber cometido la falta que me había causado tal desgracia.

A esa edad ya no recibía manazos de parte de mi madre. Pero sí algo muchísimo peor: la ley del hielo, que me aplicaba el resto de la tarde y durante uno o dos días después. Si acaso me llamaba a la mesa, o le pedía a alguno de mis hermanos que lo hiciera, enérgica: “¡Dile al Betito que venga a cenar!”.

Yo me sentaba frente a los tacos de frijoles calientitos y el vaso de chocomil, el rostro materno se me ocultaba. Mi mamá, sumida en un hondo silencio, a ratos hablando con alguien, la voz seca. No me atrevía a mirarla, ella no se dignaba mirarme. Pero yo ansiaba –¡Dios sabe cuánto!– que nuestros ojos se toparan y apreciar en los suyos el amor de siempre.

* * *

En primer grado me nombraron jefe de grupo. Una de mis funciones era recoger los recados que enviaban los padres de familia justificando la inasistencia de sus hijos. Debía llevarlos ante el director (el profesor Adolfo del Real Manzanares, quien nos impartía la clase de Español), para que los firmara; en cada clase, durante el pase de lista, tenía que mostrarlos al maestro correspondiente.

Nuestro profesor de Biología se llamaba Jesús Márquez. Su apodo era el Empírico, debido a que a todos nos llamaba la atención esa palabrita, repetida por él al hablar a los alumnos de primero sobre el conocimiento que se adquiere a través de la experiencia.

Recibíamos su clase a la última hora, después de la una de la tarde. Llegaba, tomaba asiento tras el escritorio, pasaba lista, recogía trabajos, en fin. Luego se dirigía al pizarrón y empezaba con el tema de estudio.

Ignoro de quién fue la idea, pero un día alguno de mis compañeros sacudió el borrador en la silla del maestro, lo que ocasionó que el pantalón de éste apareciera ante nosotros pintado de blanco en las nalgas, cuando él empezaba a escribir al frente. Nos era muy difícil contener la risa en esos momentos.

A esa edad ya no recibía manazos de parte de mi madre. Pero sí algo muchísimo peor: la ley del hielo, que me aplicaba el resto de la tarde y durante uno o dos días después. Si acaso me llamaba a la mesa, o le pedía a alguno de mis hermanos que lo hiciera, enérgica: “¡Dile al Betito que venga a cenar!”.

Minutos después, ante tal nivel de inquietud, el profesor llamaba a uno, dos o tres de los alumnos y me pedía, como jefe de grupo que yo era: “Aguilar, lleve a estos alumnos a la dirección”. Yo los conducía ante Del Real –o el subdirector, el profesor Liborio González–, y regresaba al salón.

En ese tiempo, el director acababa de asumir el puesto y se encontraba con una agenda bastante apretada. Frecuentemente no podía darnos la clase, o debía dejarnos ocupados en alguna actividad para poder abandonar el aula.

Cierta mañana me pidió que me quedara a cargo del grupo, dirigiendo un dictado ortográfico. En un momento tuve que borrar el pizarrón. Para no salir a limpiar el borrador, y queriendo hacer reír a mis compañeros, lo sacudí en la silla del escritorio.

Seguimos con el ejercicio, pero se me dificultaba mantener el orden en el aula. Entonces fui a la dirección y regresé con el maestro Del Real. Éste, antes de sentarse, limpió la silla. La clase terminó poco después.

No hubo mayor novedad durante el día. Tampoco fue novedad que el Empírico resultara de nuevo con las nalgas blanqueadas en la última hora. Otra vez me pidió que llevara a algunos de mis compañeros a la dirección. Así lo hice.

Intervino entonces El Torero, uno de mis compañeros a quien más de una vez yo había conducido bajo castigo a la oficina. Se puso de pie y me señaló con el dedo:

–Fue Carlos Alberto.

Mi mundo empezó a cimbrarse. El director volteó a verme:

–¿Usted fue?

Asentí con la cabeza.

–Pase al frente.

–Vamos al salón –nos dijo Del Real. Allá fuimos.

Les indicó a los alumnos acusados que se quedaran de pie frente al grupo. Y habló:

–Esto pasó también en mi clase, pero me di cuenta y limpié la silla.

Intervino entonces el Torero (Guillermo Verdugo), uno de mis compañeros a quien más de una vez yo había conducido bajo castigo a la oficina. Se puso de pie y me apuntó con el dedo:

–Fue Carlos Alberto.

Mi mundo empezó a cimbrarse. El director volteó a verme:

–¿Usted fue?

Asentí con la cabeza.

–Pase al frente.

Y ahí estaba yo, el jefe de grupo, frente a todos, señalado junto a dos alumnos más del salón.

Del Real tomó nota de nuestros nombres y nos indicó:

–Al terminar la clase pasen a la dirección por un oficio para sus padres.

Casi cuatro décadas después de aquel suceso, tengo aún vivo en mi mente el rostro de una buena compañera, Bertha Jáuregui, que me miraba bastante apenada. Yo forzaba una sonrisa.

* * *

Tras el toque del timbre mis dos compañeros y yo nos presentamos en la oficina. Era un salón grande, donde estaban juntos los escritorios del director, del subdirector y de las secretarias.

El profesor Liborio me llamó para preguntarme qué pasaba. Le conté atropelladamente, dados mis nervios. Él rió divertido, y eso me hizo relajarme un poco: si el subdirector tomaba así lo ocurrido, entonces no podía ser tan grave el asunto.

En unos minutos se acercó Del Real:

–No pudimos hacer los oficios. Pero díganles a sus papás que deben venir mañana, para hablar con ellos. Si no vienen, ustedes no podrán entrar a clases.

¡Mi mundo seguía en picada!

Esperé a que llegara el autobús en su último recorrido, y regresé a casa. Entré, como siempre, por la puerta principal, adyacente a la cocina. Me esperaba mi mamá y, al igual que cada tarde, me recibió sonriente, toda amor y con la comida calientita.

No recuerdo si confesé mi culpa ahí mismo, parado junto a la puerta y con los libros aún en la mano; o sentado a la mesa, mientras ella me servía. El caso fue que revelé todo. No oculté nada en absoluto.

Mi madre, entonces, me propinó el que fue quizá el peor castigo que recibí de su parte en toda mi vida. Su voz dura, sus palabras como dardos, me perforaron cruentamente el pecho; su regaño me puso en el umbral de los infiernos. ¡Que me corrieran! ¡Que me quedara burro toda la vida! Ella no iría a la escuela al día siguiente, ni nunca, a pasar vergüenza, por tener un hijo tan mal portado…

La energía de su voz me partía el corazón en mil pedazos.

Me levanté de la mesa –tal vez con el plato a medio comer– y me refugié en mi cuarto.

Más tarde fueron regresando a casa algunos de mis hermanos y mi madre les contó lo que había pasado. Ellos se asomaban, me veían acostado en la cama y no me decían nada.

No pude más. Todas esas horas de dolor ya no cabían en mí. Me desbordé en lágrimas, inminente que veía mi final. Entre sollozos les conté mi desdicha, les compartí la seguridad de que sería expulsado, pues nadie iría con el director a abogar a favor mío.

A las seis o siete llegó mi papá. Mi madre le dio la queja. Yo escuché todo, aún sin moverme.

Él entró a la recámara y se me acercó, la preocupación en el rostro, la voz baja:

–¿Qué pasó, mijo?

Le conté todo, sin mentir. No había sido mi intención ofender al maestro; sólo pretendí hacer reír a mis compañeros. Había pensado limpiar la silla en el receso, pero lo olvidé.

–Mañana yo trabajo en la mañana y no puedo ir a la escuela. Dile al profesor que voy a ir a buscarlo a su casa en la tarde, para hablar con él.

La actitud protectora de mi padre, sus palabras suaves, me confortaron un poco.

Tras una larga noche mi mamá me despertó, como todos los días. Me sirvió el desayuno sin hablar. No me dirigió más la palabra. Al despedirme de ella tampoco obtuve respuesta.

Abordé el camión en la casa de la pariente del Prieto. Llegamos a la secundaria cuando amanecía. Tres o cuatro alumnos entramos al salón. Dejé mis cuadernos en el mesabanco y me recargué en el marco de la puerta, pensativo.

Entre quienes habíamos llegado temprano se encontraba la Jáuregui. Junto con otra compañera se me acercó.

–¿Qué te dijeron en tu casa, Carlos?

No pude más. Todas esas horas de dolor ya no cabían en mí. Me desbordé en lágrimas, inminente que veía el final. Con la voz quebrantada les conté mi desdicha, les compartí la seguridad de que sería expulsado ese día, pues nadie iría con el director a abogar a favor mío.

Ellas me escuchaban compasivas y sorprendidas. Intentaban tranquilizarme. Pero mi llanto no cesaba.

Volvió el autobús, en su segundo viaje. Los alumnos recién llegados me veían llorar, de pie en la entrada del salón; se inquietaban, preguntaban, se informaban. Yo no decía nada, no me salían palabras.

En verdad era todo un espectáculo, algo que nadie podía perderse. Y de repente me observaban decenas de ojos procedentes de todos los salones de la escuela, que desfilaban frente a mí, curiosos (no recuerdo haber visto burla en ninguno).

En el último viaje del autobús, ya casi a las siete y media, llegó el Emilio Estrada, amigo mío desde el kínder en el Colegio México. Se preocupó por mi lamentable estado.

–¿Qué tienes, Beto? –me preguntó.

Quizá yo mismo le respondí, aunque más bien creo que fue alguno de mis compañeros quien lo puso al tanto.

–No llores –me dijo–. Voy a ir con el profesor Adolfo y le voy a decir que tu papá no va a poder venir.

Y se fue a la dirección. Yo seguía sollozando.

Regresó minutos más tarde.

–Beto, dice el profesor Adolfo que si le quieres decir algo que vayas tú, que no le mandes recados.

A pesar de mi dolor, percibí lo cómico de la situación. Sin embargo, no reí.

Recobré la compostura, la vida seguiría. Recibí dos o tres justificantes de inasistencias, que debía llevar ante el director. No podía evitarlo. Había que afrontar la adversidad.

Sintiendo los ojos hinchados y las mejillas engrosadas, entré a la oficina. Encontré a Del Real sentado a su escritorio.

–Buenos días, maestro –le dije con voz queda. Él no levantó la vista–. ¿Podría firmar estos justificantes?

Los tomó de mi mano, los leyó y los firmó. Yo observaba una foto que lo mostraba junto a su novia.

Alzó la cara y me miró en silencio. Sentía sus ojos clavados en mí. Me inmovilizaba una intensa parálisis.

–Tenga –me dijo, entregándome las hojas–, váyase a su salón.

¡Salí de la oficina renacido, victorioso ante el patíbulo, vencedor de una muerte dolorosa!

Ya no fue necesario que mi padre buscara al profesor Del Real. Hoy no podría decir si hubo nuevos reportes de parte del Empírico a causa de sus nalgas blancas.

La ley del hielo impuesta por mi madre seguramente duró una o dos tardes más. Después ella volvió a recibirme como siempre, llena de amor y con la comida calientita.

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