Ojitos rasgados, imperceptibles

“No llores, Ñito”, me decía mi tata mientras pasaba con cariño sus gruesos dedos por mi cabello. Pero yo no podía evitarlo. Aunque mi mamá me repetía una y otra vez que un día después regresaríamos, la partida en verdad me resultaba dolorosa.

Y no era que en mi propia casa no me sintiera a gusto. No. Que con mi papá no tuviera una buena relación. Tampoco. La convivencia era…. no me atrevería a decir que formidable, finalmente en todas las familias siempre se han cocido habas. Pero con mis dos hermanas menores y con mis papás disfrutaba yo de una infancia feliz.

Pero mi tata era otra cosa. Era como mi hermano mayor. Mi maestro, mi amigo, mi compañero, mi cómplice. De sus siete hijos, había tenido una inclinación particular por apoyar a mi mamá. Los primeros años del matrimonio entre ella y mi papá no habían sido fáciles, el desempleo pegó duro. No escasearon las veces –lo supimos después mis hermanas y yo, cuando fuimos lo bastante grandes para comprender tantas cosas– en que la mesa estuvo casi vacía. Apenas la leche de los niños (nosotros), algunos frijoles, pan o tortillas.

Entonces llegaba mi tata. Mi mamá evitaba hacerle saber las penurias que pasábamos, no le gustaba preocuparlo. Pero era imposible que él no se enterara. Siempre estaba al pendiente de todo. Y aparecía en la puerta con una caja repleta de comestibles: latas, cajas de cereal, bolsas de arroz y frijoles. Las frutas, verduras y carnes, ésas sí le pedía a mi mamá que las escogiera como quisiera. Y en contra de los reclamos de ella, dejaba sobre la mesa algunos billetes que sirvieran para la compra.

Era nuestro ángel de la guarda. Eso decían mis papás, y lo mismo decimos ahora mis hermanas y yo.

Mi nana también nos ayudaba, se preocupaba por nosotros. Pero ella no salía de su casa. Allá nos esperaba siempre, nos recibía con la mesa servida, o la ponía de inmediato cuando llegábamos de improviso. Y se desvivía en atenciones para nosotros: nos tomaba en brazos, nos cantaba coplas, a veces compuestas por ella misma; nos llevaba a ver sus pájaros…

Y tras los cariños iniciales, yo salía al patio, a encontrarme con mi tata. Lo acompañaba en todo; “es mi ayudante”, decía de mí con una mezcla de orgullo y ternura. Finalmente, había sido el primero de sus nietos varones. Y ahí estaba yo, alcanzándole los clavos y el serrucho, mientras él reparaba el techo o los gallineros; cargando a duras penas tras él la carretilla llena de cemento, mientras construía la pila para el agua; haciendo los surcos que me indicaba, para que sus plantas recibieran en forma adecuada el pequeño arroyo que surgía de las mangueras estratégicamente colocadas.

Y a las cuatro de la tarde, sin fallar un minuto, entrábamos por la puerta de la cocina a tomar la taza de café hirviendo. Me gustaba mirarlo, sonriendo siempre, con esos ojitos jalados por su gesto afable, que los hacía imperceptibles. Y él me miraba y me decía, alargando su robusta mano hasta tocarme el cabello alborotado: “¡Este baquetón!”. Y les contaba a mi mamá y a mi nana toda la ayuda que a mis siete años le pude haber proporcionado ese día en el patio.

A las tazas de café les seguía un reconfortante descanso en su recámara, frente al televisor. Pero más que en mirar los programas vespertinos o las películas de fin de semana, los minutos, las horas se nos iban en compartir él conmigo sus recuerdos del rancho paterno, de los primeros años como minero en las galerías de cobre y de los fatigosos lustros venciendo el viento y la sal para ayudar a construir el pueblo donde forjó a su familia; y en escucharlo yo con asombro, imaginándolo en sus cantos a través de la siembra madrugadora, o soportando estoicamente las ardorosas bocanadas de las entrañas de la tierra, o cruzando los canales laguneros en las heladas noches en que debía cumplir con su extenuante trabajo de constructor de caminos.

Y oía esa voz sosegada de continuas pausas. Y me volvía hacia él, para mirarlo sonreír, con su mano jugando en el aire y sus añoranzas flotando en el ambiente. Y la calidez del momento me hacía crecer el pecho, sentía quererlo más cuando, en mi pequeña mente infantil, me percataba de cómo ese hombre de piel curtida por el trabajo, amplia calva y casi dos metros de altura en verdad había dado todo por las personas a las que tanto quería.

En ese momento no tenía yo conciencia de muchas cosas aún, pero sí percibía con facilidad el inmenso amor que emanaba de mi tata, de sus acciones, de sus palabras, de sus recuerdos. De su sonrisa y su voz sosegada y de continuas pausas.

El temible llamado de mi mamá rompía aquellos momentos de encanto. Y el saber que partiríamos me rompía el corazón. De pequeño había llorado a gritos. Ahora, a mis siete años, me hundía en una tristeza repentina y la humedad me llenaba los ojos. Mi mamá ya no necesitaba recordarme que al día siguiente, o dos días más tarde, volveríamos, o que mi tata nos visitaría. Yo ya entendía porque estaba grande, según ella. Pero mis siete años no impedían que me apresara el desconsuelo.

Mi tata veía cómo mudaba mi estado de ánimo, y al igual que lo había hecho desde que andaba yo a gatas, me acariciaba la cabeza diciéndome con dulzura y en voz baja, para que nadie escuchara: “No llores, Ñito”.

* * *

Pasó el tiempo. Entré a la secundaria, y con el ingreso también a la adolescencia me alejé inevitablemente de la familia. Mis amigos estaban primero. Y, sobre todos, el mayor, el mejor, el más seguro, el incondicional: mi tata.

Sin embargo, ya no era como antes. Las visitas, diarias en otras épocas, se habían espaciado a los fines de semana. Los días enteros se había reducido a pocas horas. Pero lo que permanecía igual era la intensidad de esos momentos. Y aunque ya no le alcanzaba los clavos, ni empujaba para él la carretilla, ni mis manos cavaban los surcos que me pedía, seguía escuchando con placer sus relatos, saboreando sus memorias, extasiándome en su pasado.

Las escasas horas de nuevo se nos iban en la comodidad de su recámara, con los sonidos del televisor como acostumbrado testigo y sus palabras, que se le desprendían de la boca sonriente y se entreveraban en sus dedos al flotar en el aire.

Llegada la hora de marcharme, al despedirme me decía de nuevo, bromeando ahora: “No llores, Ñito”. Y yo reía, sintiendo sus manos rollizas mesarme los largos cabellos. Ésos no eran mis momentos para llorar, ya no era yo un niño. Pero seguía siendo su baquetón, como siempre. Y él era más mi tata, mi maestro, mi compañero, mi amigo, mi cómplice.

* * *

Una mañana, mientras a lo lejos escuchaba el romper de las olas en las rocas, me despertó la voz de mi tío José, el hermano mayor de mi mamá:

“¡Levántate, Ñito! ¡Tenemos que irnos! ¡Tu tata está muy grave!”.

Era un jueves santo. Habíamos viajado a instalarnos en campamento a una playa que distaba unos 300 kilómetros del pueblo. Un radioaficionado del lugar recibió el mensaje para mi tío y le avisó de inmediato.

Pronto corríamos a todo lo que daba la camioneta por la desolada carretera. Y, viendo pasar el paisaje por la ventanilla, en mis oídos resonaban las palabras que mi tata me había dicho dos días antes, a punto yo de subir al carro mi equipaje: “¡No te vayas, Ñito! ¡Quédate aquí conmigo, baquetón!”. “Sí me voy, quiero ir a nadar”, le contestaba yo, una y otra vez, siguiendo el juego de sus cariños.

Mientras la nostalgia me devolvía aquellos instantes, el silencio que reinaba al interior de la camioneta me oprimía por completo. Todos iban sumidos en sus propios pensamientos. Seguramente, como yo, rogando al cielo que lo encontráramos mejor.

Hacía meses que el cardiólogo había informado a la familia que su corazón de 75 años ya estaba cansado de latir. Engrandecido, por todo el amor que había prodigado, en cualquier momento podría llevarlo a un fatal desenlace.

Al llegar y ver los rostros de quienes nos esperaban, comprendimos de inmediato que nuestros temores no eran infundados. No escuché lo que mi mamá me decía al oído mientras me abrazaba con fuerza. No veía nada de lo que ocurría en derredor. Me dejé llevar por las lágrimas. Lloré casi como un bebé, como cada tarde en que me habían apartado de su lado. Esta vez la separación era definitiva, y muy bien lo sabía.

El féretro lo vi desde lejos. No quise acercarme. Preferí recordar su amplia sonrisa y sus ojitos rasgados y escondidos como siempre. No deseaba que su último recuerdo fuera el producto de una agencia funeraria.

Sollozando aún, entré a su recámara por la puerta del patio. Había él dejado la cama perfectamente tendida, los zapatos juntitos a un lado, los casetes de música bien acomodados sobre el buró. Me contarían después que había salido al amanecer, para abordar un autobús rumbo al pueblo en que vivía mi tía la mayor. Pero el final lo encontró sentado, aún en la sala de espera. Ni siquiera el boleto había alcanzado a comprar.

Recorrí con la vista la pequeña habitación, el mismo sitio donde nos reunimos por tantos años. Y me derrumbé en la cama. Quise abandonarme al dolor que me explotaba por dentro, llorar como nunca, en esos momentos en que nadie me veía. Gritarle que regresara. Pedirle que no me dejara solo. Decirle…

Entonces sentí sus brazos rodearme. Me pareció que desde una enorme distancia llegaba su voz sosegada y dulce, que con sus continuas pausas me decía: “No llores, Ñito. Aquí estoy, baquetón”. Y me perdí en sus brazos, me dejé inundar por ese amor del mejor abuelo que alguien puede tener. El sueño me venció.

No lloré. Mis ojos se quedaron secos. Cuando mi tío Gordo, el menor, se extrañó al verme sonreírle durante el funeral, quise explicarle que él no se había ido, que estaba conmigo, con nosotros, y nunca nos dejaría. Pero no fue necesario. Creo que me entendió sin decirle yo nada.

No he llorado. Lo recuerdo a diario, lo tengo en mis sueños, lo escucho en todos los momentos de mi vida en que he necesitado sus palabras de aliento, sus bromas confortantes, sus guiños de complicidad. Y cuando veo a mi hijo convertido en un nuevo baquetón, sonrío y le digo, desde mis adentros: “¡Te perdiste de un excelente tata!”.

Hace poco caminé por el patio. La barda que él mismo levantó para impedir que entraran muchachos traviesos, está más firme que nunca. La pila permanece, hoy sin agua. No se ve ya ninguna planta: el tiempo primero y mis tíos después las quitaron de ahí. Su cuarto de herramientas luce abandonado, pero intacto. Su recámara también sigue igual, como él la dejó hace ya doce años.

Me acosté en la cama, mirando al techo. Y me pareció sentirlo a mi lado, como tantas tardes, como tantos años. “Gracias por seguir conmigo, tata”, le dije. Y cerré los ojos para, de nuevo, dormir junto a él.

(2007)