Amor imposible

Fecha de publicación: 20-jun-2016 11:49:35

Uriel Salvador Madrigal Pérez

“Hoy se cumplen tres años de la muerte de nuestro padre, Celeste, y aún sigo recordando aquella lucha bien librada entre él y nosotros”. Celeste me miró a los ojos y asintió. Era un día nublado, triste por la ocasión, pero el clima era fresco; por lo tanto, el estar ahí no era ningún inconveniente ni le pesaba a los que presidian en el camposanto. Celeste se acercó a la lápida de nuestro padre y dejó sobre ella unos bellos y frescos tulipanes. Aquella leyenda era tan nostálgica: “Rey Maximiliano Lascurai. Descanse en paz. Febrero 1500- Agosto 1545”, que ni yo pude evitar derramar ciertas lágrimas por su notable ausencia en nuestras vidas.

El atardecer nos apresó, ya que, llegado el mediodía, las nubes se habían ido y el sol resplandeciente iluminaba con su máximo brillo todo el reino. A la una de la tarde nos decidimos a partir de aquel camposanto lleno de añoranza y nostalgia, causada por mi difunto padre. En aquel lugar yacían todos los personajes ilustres que el reino alguna vez había tenido en carne y hueso.

Finalmente llevé a Celeste a su casa. Durante todo el trayecto no pronunció ni una sola palabra, y yo compadecí su silencio, porque podía notar esa sensación de tristeza y culpa que irradiaba su presencia en aquel momento. Y es que, a pesar de todo lo que le llegó a hacer mi padre, no era nada comparado con el gran amor y admiración con que ella le era devota.

Dejé a mi hermana con su esposo y me marché. Así transcurrió el día, mientras que yo estuve haciendo mis tareas diarias, como sucesor de mi padre. Llegó la medianoche en el reino y las calles estaban desiertas; un profundo silencio impregnaba todos los alrededores. Fue así que, encontrándome solo, en un silencio impetuoso y conmemorando el aniversario de la muerte de mi padre, me detuve un momento en mí mismo.

El tiempo retrocedió rápidamente y terminé donde todo empezó.

5 de agosto de 1542. Aún recuerdo esa fecha en especial, porque no solo conocería a alguien que terminaría cambiándome la vida, sino que también, a partir de entonces, comenzaría a complicármela yo mismo.

Por las tardes solía salir a caminar a una pradera a las afueras del reino. Era el único lugar pacífico y que estaba fuera del alcance de mi padre para venirme a fastidiar; aunque el lugar era especial, porque allí iba a relajarme y despejarme de todos los problemas y discusiones que tenía día a día con mi padre o con quien fuera. Pero también me servía para tomarme un momento de reflexión sobre lo que estaba haciendo con mi vida.

Pero esa ocasión, ese instante en el que mis pensamientos se nublaron y solo mi vista contemplaba tan maravillosa figura, fue cuando la vi. Jamás había contemplado semejante belleza en una mujer, a excepción de mi madre, que hacía ya muchos años que no estaba con nosotros.

Sus ojos eran la naturaleza misma: un verde que ninguna piedra preciosa hubiera alcanzado en su brillo en ese momento. Su cabello me hizo menospreciar la seda y su tez blanca me hacía no extrañar la luna. Una mujer verdaderamente radiante, que no solo terminaría haciéndome perder los pies de la tierra, sino que también me cautivaría con su grandísima humildad y sencillez.

No tardó bastante en percatarse de que la estaba contemplando, por lo que me miró y dijo:

-¿Tú eres el hijo del rey, verdad? Un hombre apuesto, alto, de buen ver y de vestimenta elegante no pasa desapercibido, ¿no lo crees?

Con dificultad, por el nerviosismo, solo pude responder:

-Pues sí, tienes razón. Soy el hijo del rey. Pero no me juzgues por ese hecho, porque siempre la gente me mira de manera distinta porque creen que, si llegan a tratarme mal o algo, mi padre se desquitará con ellos. Así que, por favor, dime Bernardino.

Con esa favorable introducción la charla conservó su ritmo de interesante y continua a lo largo de las horas. Así transcurrió la noche, que se me hizo inmensamente corta, ya que jamás lo había pasado tan bien con alguien como con aquella mujer. Llegó el amanecer y le dije que tenía que regresar al reino, porque debía continuar con mis labores, además de que mi padre se pondría furioso si se enteraba que había permanecido fuera toda la noche.

Ella lo comprendió, me besó en la mejilla y se despidió. Pero antes le pregunté su nombre y si podía encontrarla de nuevo, a lo que ella me respondió:

-Me llamo Eugenia y vivo a un lado de donde tu padre tiene sus caballerizas. Ahí podrás encontrarme, o aquí mismo; siempre vengo por las noches a apreciar el paisaje.

La miré a los ojos, asentí y emprendí mi camino de regreso al castillo rápidamente, antes de que mi padre notara mi ausencia.

Así pasaron los días y los meses. Eugenia y yo nos enamoramos a tal grado que estaba decidido a presentarla ante mi padre como mi futura esposa, aunque supiera de antemano que él quería que tanto el esposo de mi hermana como mi esposa fueran personas de la realeza de los reinos vecinos.

Llegó el día y traje a Eugenia al castillo. La presenté ante mi padre y le dije:

-Padre, ella es Eugenia. Nos hemos estado conociendo desde ya hace varios meses, y es la mujer de mi vida, es con quien quiero casarme. Y no vengo a pedirte permiso, sino a informarte de lo que estoy dispuesto a hacer.

Mi padre respondió:

-¡De ninguna manera dejaré que te cases con esa pobre pueblerina! ¡Qué ejemplo le darás a este reino cuando yo le falte! ¡Por ningún motivo dejaré que esto continúe, así que olvídate de ella y de esa tonta idea de casarte!

Después de ese desagradable momento, mi padre hizo hasta lo imposible para separarnos a mí y a Eugenia. Pero cierto día mi hermana se presentó ante él y le dijo que estaba embarazada, y que el padre de su hijo era un campesino del cual se encontraba totalmente enamorada.

Mi padre ahora tenía doble coraje, contra mí y contra Celeste. Hizo que echaran a Eugenia y al campesino del reino. Cuando nos enteramos de eso, Celeste y yo fuimos a reclamarle sobre sus actos injustificados. Celeste le dijo que por su culpa mama nos había abandonado hacía mucho tiempo. En ese mismo instante nuestro padre se puso pálido y azotó en el suelo.

Rápidamente hablamos a los médicos del reino. Vinieron a revisarlo y nos dieron una de las peores noticias de nuestras vidas: nuestro padre había fallecido de un ataque al corazón.

Desde ese día, tanto Celeste como yo trajimos de nuevo a nuestras respectivas parejas, y pudimos ser felices con ellos y contraer matrimonio tanto como lo deseábamos. Yo asumí el cargo como rey sucesor, ante el fallecimiento de mi padre, y el reino fue mejor a partir de que me hice cargo del poder.

Nuestra felicidad tuvo un costo, y fue la vida de mi padre. Aunque por algo pasan las cosas y el universo mueve todo lo que le afecta en su desarrollo. Donde sea que ahora esté mi padre, sé que ya se encuentra en un lugar mejor y observando el éxito de este amor imposible.