Los niños que ríen en el monte

Fecha de publicación: 23-feb-2011 6:50:02

Corría el año de 1966. El poblado sudcaliforniano de Guerrero Negro contaba apenas con doce años de edad. Un pueblo pequeño aún, no sé decir de cuántos habitantes, quizá apenas pasaban del millar.

Los días transcurrían plácidamente, entre la neblina mañanera y los vientos vespertinos; las idas al trabajo, a la escuela, al mandado. Pocas diversiones para los tiempos libres. Las familias aprovechaban los fines de semana para salir a pasear a los alrededores: los ranchos vecinos, la playa cercana de la laguna también llamada Guerrero Negro –de donde el poblado tomó su nombre--, para saborear una carne asada o una caguama en su caparazón en compañía de don Miguelito y doña Fidelia, los verdaderos pioneros de la región.

Pueblo carente todavía de muchos servicios. Un pequeño templo católico, una escuela primaria sostenida por la compañía salinera –como lo marca la ley--, un reducido hospital igualmente de la empresa propiedad de inversionistas gringos.

La relativa placidez en que se vivía en ese apartado rincón de la península bajacaliforniana fue interrumpida por una sorpresiva epidemia. Niños recién nacidos, pequeños de pocos meses de existencia, de un año, de dos, enfermaron de repente de vómito y diarrea, que les causaron una rápida deshidratación.

Los angustiados padres corrían a todas horas hasta el hospital, donde el diligente y querido doctor Sergio Noyola y sus enfermeros no se daban abasto para atenderlos a todos. Con sus hijitos en brazos (pálidos ya por la ausencia de líquido en sus diminutos cuerpos), suplicaban al médico que los curara y, en muchos casos, que evitara su fallecimiento.

Pero no todos tuvieron buena suerte. Fueron bastantes los niños que no lograron sobrevivir a esta tragedia sanitaria. Algunos murieron en el regazo de sus inconsolables madres. Otros en su propia camita. Otros más a bordo del avión en el que eran enviados a las ciudades de La Paz o Ensenada, procurando en vano que el letal microbio fuera expulsado de su organismo.

Por disposiciones legales, en aquellos años las personas adultas que fallecían eran llevadas al sepulcro a la vecina población de El Arco, en el ya estado de Baja California. Pero los infantes –como los que perdieron su vida durante la epidemia de la que les hablo— eran inhumados en un pequeño panteón en las cercanías de Guerrero Negro, ubicado a la izquierda del camino que conduce al puerto de El Chaparrito.

Ahí se pobló de cruces. Minúsculas, como las personitas que bajo esa tierra descansarían para siempre. Como sus diminutas almas inmaculadas, quizá algunas todavía con el rastro del pecado original, quienes ya se encontraban ante la presencia del amoroso Dios, y seguramente habían sido convertidos por Él en sus nuevos ángeles del paraíso.

Fueron días, semanas de dolor. Uno tras otro se sucedían los funerales, en que los dolientes lloraban en forma desgarradora la partida definitiva de sus pequeños. Muchos corazones quedaron heridos durante años. Otros lograron cicatrizar en poco tiempo, si es que el corazón de un padre que pierde a su hijo puede sanar algún día.

El panteón de las cruces –como los lugareños conocen a ese cementerio— unos años más tarde dejó de recibir nuevos cuerpecitos. Y las tumbas se fueron quedando solas. Muchas familias emigraron, para no volver, dejando en su descanso eterno, a pocos metros de la playa, a sus criaturas que se les adelantaron en el camino sin retorno.

Las sepulturas fueron víctimas del olvido y del viento. El antiguo camino a El Chaparrito dejó de usarse, y las arenas lo fueron cubriendo también, poco a poco.

Risas y pedradas

Pero mucha gente cree que esos angelitos, que una vez cerraron sus ojitos para no abrirlos de nuevo jamás, siguen ahí por siempre, con sus juegos traviesos entre los matorrales y sus risas pícaras tras los arbustos.

Ya en los años ochenta empezaron a escucharse testimonios de personas que practicaban el trote mañanero en el camino semienterrado. Decían que, mientras realizaban sus rutinas de ejercicios, sentían pequeñas piedritas que les golpeaban los tobillos; algunos aseguran que escuchaban a niños reír a pocos metros. Sin embargo, en la semioscuridad del alba no podían divisar a nadie y les parecía improbable que en esos momentos del amanecer algún pequeño anduviera por esos rumbos, jugando a las pedradas a su paso.

Otros pobladores afirman que tales risas han sido escuchadas en el estadio Alejandro Diabla León, asimismo a deshoras. Y trabajadores de limpieza del adyacente gimnasio 21 de Octubre han contado también de su estupor por haber visto o escuchado, o ambas cosas, a niños correr dentro de las instalaciones deportivas, durante la noche o la madrugada.

¿Serán esos infantes las almas de aquellos pequeños que hace casi cinco décadas dejaron a sus familias sin consuelo? Quién sabe.

Pero si usted viaja alguna vez a la ya ciudad de Guerrero Negro, en su recorrido por el centro de la península bajacaliforniana, evite deambular por los alrededores del estadio y el gimnasio durante las noches o los primeros momentos del día. Y, por favor, ¡que no se le ocurra trotar a la aurora por lo que todavía queda de aquel antiguo camino…! ¡No vaya a ser que los niños traviesos quieran divertirse a sus costillas…!

2011

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