La vida no es…

Fecha de publicación: 10-abr-2017 2:58:12

Daba vueltas en la cama. El sueño no llegaba. Hacía dos horas que intentaba conciliarlo, y nada. Los últimos días habían sido duros. La clientela a veces se tornaba insoportable. Ya era una rachita en que nada los dejaba satisfechos. A veces él se hartaba y ansiaba mandar al diablo todo ese asunto de la publicidad, presentar la renuncia a la empresa y largarse. Irse lejos, a otra ciudad, donde no conociera a nadie y donde nadie tuviera razón alguna de su existencia pasada.

Volver a empezar. Eso anhelaba. Dar pasitos, pasitos, como si fueran sus primeras incursiones en la vida profesional, en la vida amorosa, en la vida social. El divorcio aún le dolía; los recuerdos de su mujer todavía estaban frescos en su interior, eran heridas a flor de piel. Por otra parte, el desinterés que le mostraba su hijo se añadía a ese lento caminar hacia su patíbulo personal… ¿Y sus amigos? Parecía como si de repente todos hubieran desaparecido. Llegó el día en que no halló hacia quién voltear para compartirle sus preocupaciones.

Recordó a su padre. Cómo en circunstancias desesperanzadas como esa, le regalaba una sonrisa y canturreaba: “La vida no es como nosotros quisiéramos que fuera”. Le parecía verlo: sentado a la mesa del comedor, con su reluciente calva y sus ojitos achinados; y escuchar la ternura de su voz, que con pocas palabras le insuflaba una gran fortaleza.

¡Cómo lo extrañaba! ¡Cuánto necesitaba, ahora que carecía del confort de la compañía de Teresa y de las bromas de su pequeño Martín –de 25 años ya, pero para él seguía siendo su pequeño–, tener a su padre a su lado! Oírlo reír, conversar con él, llenarse del calor de su presencia. Y sentirse valeroso, invencible, respaldado por completo por ese gran titán que había sido el hombre que le dio la vida y lo guio amoroso.

Escuchó el sonido de la televisión. Un noticiero. Seguramente su madre también era presa del insomnio. En más de una ocasión lo había despertado la voz del locutor desde la otra habitación. Pero, a diferencia de otras noches, esta vez no podía pegar de nuevo los ojos.

Decidió hacerle compañía. Entró en silencio al cuarto. La vio acostada, cubierta por un pequeño cobertor azul, la vista centrada en la pantalla. Se tendió a su lado. Ella le habló débilmente, le preguntó si no podía dormir. Él le respondió con una breve afirmación y apoyó su cabeza compartiendo la almohada.

No prestó atención a los hechos informados en el noticiero. Fijó los ojos en las manos de la anciana: blancas, brillantes, rugosas. Tomó una de ellas y la acarició con los dedos. Su madre lo dejó hacer, la vista aún clavada en la pantalla. Acercó su cuerpo completo, para que lo inundara la calidez maternal.

Fue niño otra vez. En unos instantes por su mente cruzaron tantos episodios de su infancia y juventud. Tantos días y tardes de convivencia, tantas risas compartidas con ella, con su padre, con sus hermanos; tantos regaños que las situaciones ameritaban. Pero, sobre todo, tantos consejos oportunos y sabios.

Los sonidos del televisor por momentos lo volvían a la realidad, acompasada por la respiración de su madre. Acarició el brazo femenino, piel que cubría huesos, lo que antaño había sido un miembro robusto, cuando robusta era su presencia como ama de casa.

Acercó la mano blanca a su cara y la besó. Se inclinó y besó igualmente aquel brazo enflaquecido. Una vez, dos veces, tres veces. Su madre seguía en silencio. Y en silencio también él, no pudo contener las lágrimas. Se abrazó a su cuerpo y lloró, sin pronunciar palabra alguna. Mientras mojaba la bata de flores amarillas, sintió cómo brevemente la anciana le oprimía los dedos con su mano una y otra vez, sin preguntarle nada, sin decirle nada. Pero haciéndole saber que ahí estaba, a su lado, y ahí seguiría.

No supo por cuántos minutos dejó aflorar los sentimientos contenidos. Cuántos cauces creó el llanto por sus mejillas. Cuántos fragmentos del corazón le escaparon gota a gota, para ir a refugiarse al regazo donde lo acunaron y donde sus penas encontraban siempre un alivio.

Lloró y lloró, hasta que lo venció el cansancio, lo que había esperado todo ese tiempo.

Lo despertaron las aves de la alarma musical de su teléfono celular, un tono que él consideraba amigable, grato, a diferencia de aquel pitido agudo e intermitente que lo ponía de mal humor. En cambio, el cantar de los pájaros era para él la recepción cálida del nuevo día.

Apagó la alarma extendiendo el brazo hasta el buró junto a su cama. Desperezándose, recordó la noche anterior: sus dificultades para lograr el descanso, las densas telarañas que le cubrían la mente y el abrazo sollozante a su madre...

Su madre. Siempre lo invadía una gran alegría tras haberla visto en sueños. Dos años después de su muerte, todavía no se acostumbraba a su ausencia. La partida de la mujer que supo estar a su lado ante toda dificultad se había adicionado a la pérdida de su matrimonio, al desdén de su hijo.

Se sentó en la cama y sin entusiasmo repasó sus pendientes para ese día. Debía atender a un cliente tras otro. El proyecto principal de la agencia ya estaba en sus últimos detalles, y sería el primer asunto que trataría con su jefe en la oficina.

Cruzó hacia el baño para tomar un regaderazo. Al pasar frente a la puerta abierta de la otra habitación, vio sobre la cama el cobertor azul desdoblado. Sorprendido, se acercó y apreció en la funda de la almohada la humedad de sus lágrimas.

2017

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