Años cruciales en mi vida

Carlos Alberto Gutiérrez Aguilar


Agosto de 1988. Al llegar a Mexicali eran tres mis prioridades: tener un lugar donde vivir, iniciar mis estudios en la Escuela de Pedagogía de la UABC y conseguir un trabajo.

Mi primo Manuel Gutiérrez Aguilar me envió, con su recomendación, al periódico Novedades de Baja California, dada su amistad con la madre del director ejecutivo, Rodolfo Valdez Gutiérrez. Dicho diario funcionaba en la calle Avenida de la Patria, en el Centro Cívico; era la competencia a La Voz de la Frontera y representaba la voz crítica de entonces.

El propio Valdez Gutiérrez me recibió y me asignó ese mismo día funciones de corrector de estilo, a prueba.

Mi turno fue el matutino, cuando en la redacción se confeccionaban las páginas de editorial, sociales y espectáculos. Durante algunos días conocí a quienes serían mis futuros compañeros e investigué sobre las condiciones laborales. Pregunté al otro corrector de ese turno, Esteban Romero, acerca del salario. Creo que me habló de alrededor de noventa mil (de los viejos pesos) por semana, cantidad que me pareció insuficiente; “para los chicles”, bromeó él.

Acudí ante Valdez Gutiérrez, quien me confirmó que esa cantidad era, efectivamente, el salario del corrector. Le planteé mis inquietudes y él mismo me sugirió algunas puertas para tocar solicitando trabajo. Me aseguró que en el Novedades siempre habría oportunidad para mí.

Y salí de nuevo a la calle, dispuesto a encontrar un empleo que me permitiera mantenerme y me diera el tiempo suficiente para realizar mis estudios universitarios por las tardes.


Meses efervescentes

De nuevo, mi primo Manuel me tendió la mano, recomendándome con sus conocidos. Visité fábricas, oficinas, hoteles, procurando un trabajo de lo que fuera, siempre y cuando el horario me permitiera estudiar y el sueldo mantenerme.

Dos meses más tarde, rendido, volví al periódico. Me encontré con la noticia de que Esteban había renunciado al puesto y les urgía contar con un nuevo corrector de estilo. Fui contratado de inmediato y me instruyeron que me presentara el día siguiente, miércoles 9 de noviembre, a las ocho de la mañana.

Así lo hice. Ahí seguía Tere, la capturista. Ella recogía las hojas con la información recibida en el teletipo y la capturaba en la computadora. Al otro lado del escritorio yo abría los archivos en mi terminal y los corregía. Pasado el mediodía llegaba el editor de sociales, Héctor Pérez –un joven estudiante de la preparatoria del Instituto Salvatierra–, quien formaba las páginas con los textos ya corregidos.

Al paso de los días fui conociendo al resto del personal. Con los reporteros me encontraba poco, pues durante las mañanas su trabajo lo realizaban fuera, visitando a sus fuentes de información. Regresaban entre tres y cuatro de la tarde, cuando nosotros ya estábamos terminando nuestra jornada.

Me fui imbuyendo del ambiente de la sala de redacción; a través de la lectura cotidiana del diario empecé a conocer la nueva ciudad y el nuevo estado que me acogían. Eran meses históricos para Baja California. En enero de 1989 el gobernador Xicoténcatl Leyva Mortera debió dejar su puesto, por órdenes del presidente Carlos Salinas de Gortari. Su sucesor, Óscar Baylón Chacón, fue el encargado de finalizar el sexenio y hacer lo posible para que en las próximas elecciones de julio el PRI mantuviera el poder.

La efervescencia electoral de las semanas siguientes se vivía cada vez con mayor intensidad dentro del mismo Novedades. Pude distinguir cuáles reporteros se inclinaban por el partido oficial y cuáles simpatizaban con el candidato panista, Ernesto Ruffo Appel.


Compañeros y amigos

Mis inquietudes políticas no eran nuevas, de manera que cada vez me interesaba más en el acontecer local. Y esa efervescencia de que he hablado me motivó a empezar a participar; en algunas ocasiones envié al propio periódico cartas en las que expresé mi opinión sobre algunos sucesos locales.

No recuerdo el orden en que se dieron exactamente los hechos, pero en ese tiempo el equipo de redacción empezó a fortalecerse con la llegada de nuevos integrantes, que estudiaban, en su mayoría, la carrera de ciencias de la comunicación en la UABC. El reportero Sergio García Domínguez había ocupado la subdirección editorial y se fue rodeando de un grupo de jóvenes entusiastas que tenían otra visión del periodismo, muy distinta de la que prevalecía en los mayores, más inclinados a mantener una relación complaciente con el poder.

Entre esos recién llegados puedo mencionar a Rocío Villanueva, quien llegaría a ser una importante fotógrafa y catedrática de la UABC en Tijuana; Víctor Martínez, con un desarrollo profesional similar al de Rocío, pero él en Mexicali; Jesusa Cervantes, quien volaría muy alto en ese ámbito, destacando en la revista Proceso, en la Ciudad de México; Celina García, reportera también de gran profesionalismo, quien abriría cauces a la empresa en la ciudad de Tijuana; Yazmín Vargas, quien dedicaría años más tarde sus esfuerzos a la consolidación de la carrera en la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC, y Carlota Lozano, quien tomaría rumbos diferentes a los del periodismo.

Y acompañando a Rocío di mis primeros pasos como reportero. Empecé a publicar notas breves sobre cultura, y posteriormente se nos ofreció la oportunidad de hacernos cargo de la sección respectiva. Ella creó incluso una página infantil que tituló “La Travesura” y ambos elaboramos un suplemento dominical, que fue clausurado ante la nula venta de publicidad –no obstante que, días antes, el propio García Domínguez nos había felicitado por nuestro trabajo.


Un parto editorial

El Novedades se encontraba ya en una fase agónica, con una crisis económica muy fuerte. Los trabajadores pertenecíamos al sindicato interno, cuya secretaria general era la reportera Alma Rosa Burciaga Salazar. Sin embargo, muchos sentíamos que esa organización gremial no representaba nuestros legítimos intereses. Cuando se llegó la fecha para el cambio de mesa directiva, me sorprendió descubrir que la mayor parte del personal sentía temor a integrar una planilla distinta a la oficial. Ante la falta de opciones, me autopropuse para la secretaría general, pero nadie se atrevió a acompañarme. Finalmente, Alma Rosa fue reelecta.

La empresa Periódicos Healy, de Hermosillo (editora de El Imparcial y otros rotativos), había puesto sus ojos en el Novedades, y terminó adquiriendo el periódico. Éste cambió su nombre a La Crónica de Baja California el 7 de noviembre de 1990. Sin embargo, el parto editorial tuvo como víctima al propio sindicato interno, en un movimiento que dejó muchas dudas entre los trabajadores...

Nos encontrábamos, entonces, en una nueva publicación: otro nombre, otro diseño y, sobre todo, otro concepto del periodismo, con el que nos identificamos los jóvenes reporteros y editores. La empresa organizó una serie de foros para estructurar el diario de acuerdo con las necesidades del lector. En uno de ellos se dio forma a un suplemento cultural, que titularon “Lo Nuestro” y del que me nombraron editor. Y Rocío, como mi mano derecha, de modo que pude seguir aprendiendo de ella.

Por las páginas de ese suplemento circularon temas prioritariamente locales. Tuve la oportunidad de conocer a artistas (del arte y del espectáculo), investigadores, historiadores –algunos de ellos, como la profesora Yolanda Sánchez Ogás, llegarían a ser parte importante de futuros proyectos profesionales que compartiríamos– y, así, irme abriendo camino en el ámbito cultural mexicalense.


La despedida

La Crónica fue creciendo lentamente en el gusto del público. Los reporteros de las distintas áreas teníamos la encomienda de realizar un trabajo profesional y crítico. Recibimos capacitaciones por parte de periodistas de reconocimiento nacional y fuimos capaces de dar golpes informativos en repetidas ocasiones. Era un orgullo para todos decir que trabajábamos para ese diario.

Me dejé absorber por el ritmo de trabajo: empezaba la jornada a las ocho de la mañana y en ocasiones no la terminaba hasta las ocho o diez de la noche. Pero no sentía cansancio alguno; esa actividad se había convertido en apasionante para mí.

Ya me encontraba en mi último año de la carrera de profesor especializado en literatura y lingüística. Pero cada vez con mayor frecuencia me era imposible asistir a clases. La mayoría de las materias no me significaban problema alguno, pues estudiaba en casa y presentaba los exámenes, con buenos resultados. No obstante, en dos de ellas no pude recuperarme, ya que los maestros evaluaban con el trabajo cotidiano en clase.

Mientras tanto, había llegado como nuestra nueva jefa en sociales, cultura y espectáculos la profesora Carmen López. Con ella la relación fue tornándose de mal en peor. Algunos compañeros optaron por el retiro, entre ellos mi compañera Rocío. Hasta que llegó el momento en que me vi obligado a tomar también esa decisión. Preferí, además, disponer de tiempo para concluir mis estudios de la mejor manera.

Toqué puertas otra vez, ahora en la UABC y en el Instituto de Cultura. Ahí, la jefa del Departamento Editorial, Olga Angulo, me ofreció el puesto de corrector de estilo –de nuevo, la corrección de textos llegaba en mi rescate.

Así dije adiós a La Crónica, en abril de 1992. Cerré una etapa importantísima en mi vida, que me dejó grandes enseñanzas a las que recurro todavía más de dos décadas después. Me despedí de un lugar donde conocí a excelentes amigos y a personas que me brindaron amablemente sus conocimientos.

Aunque volví al periodismo en otros momentos, esos años fueron cruciales para mí. Aún regresan a mis sueños.

Con mis compañeros del Novedades, que me despedían por mi viaje de fin de año a visitar a mi familia a Guerrero Negro. De pie, de izquierda a derecha: la secretaria del director general, Celina García, Jesusa Cervantes, yo, Héctor Hernández, Guadalupe Esparza, Yazmín Vargas, el joven encargado del teletipo; en cuclillas, Lourdes Trujillo, Rocío Villanueva y Carlota Lozano. (Foto publicada en el periódico el 27 de diciembre de 1989).