De la sal al algodón

Fecha de publicación: 03-sep-2014 0:08:14

Carlos Alberto Gutiérrez Aguilar

La mañana del jueves 8 de abril de 1965 vio mi nacimiento, en el incipiente Guerrero Negro, del entonces Territorio Sur de la Baja California. Mis padres, también sudcalifornianos nativos, tenían 9 años residiendo en ese lugar, hasta donde se habían trasladado cuando la familia aún era pequeña.

La crisis económica de Santa Rosalía, por el cierre de las minas de El Boleo, había expulsado a mucha gente. Mi padre, Antonio Gutiérrez Luque, vio la naciente empresa salinera de la laguna Ojo de Liebre como una opción para seguir adelante. Se trasladó allá en mayo de 1956, prometiéndole a mi madre, Consuelo Aguilar García, que su estancia sería de unos meses y regresaría con ella y sus hijos.

Pero finalmente mi madre lo alcanzó en el campamento que era entonces Guerrero Negro, con mi hermano Toño de año y medio de edad, y mi hermana Michita (María Artemisa) en brazos. Era octubre siguiente.

Y esos meses se convirtieron en años.

Antes de llegar yo al mundo habían arribado el Chichí (Juan), la Chayito (María del Rosario), la Dalila y el Raúl. A mí me tocó ser el séptimo de los hermanos Gutiérrez Aguilar, y el último.

El poblado tenía entonces poco más de mil habitantes. La empresa salinera ya había iniciado los trabajos de inversión para construir el que sería el puerto de El Chaparrito, así como sus propias instalaciones en la isla de Cedros, para el embarque de la sal en buques de gran calado.

Mis primeros meses fueron difíciles, una salud quebradiza puso en riesgo mi vida en más de una ocasión. Por ese tiempo ocurrió en el poblado una epidemia que causó la deshidratación de muchos bebés, y los llevó a la muerte. El empeño de mis padres en cuidarme, sus desvelos y el apoyo puntual del doctor Sergio Noyola Miranda –el único con el que se contaba en el lugar– lograron mi sobrevivencia.

Recuerdo triste de días tan difíciles –en que muchas familias despidieron en el sepulcro a sus pequeños hijos– es el panteón cercano, casi en la orilla de la laguna, donde reposan para siempre los restos de aquellos inocentes. De niño, muchas veces iba a ese cementerio en compañía de mis hermanos, y leía una y otra vez las fechas de fallecimiento inscritas en las lápidas: de los años 1964, 1965, 1966, 1967… Y pensaba cómo todos quienes ahí descansan tendrían entonces diez o doce años, como yo.

Primeros años de infancia

En septiembre de 1968 fue inaugurado el Colegio México, de las Misioneras Hijas de la Purísima Virgen María. Mis padres hicieron un gran esfuerzo económico para inscribir a mis hermanos. En 1969 ingresé yo al jardín de niños (le llamaban “guardería”), y permanecí en esa escuela hasta junio de 1973. Poco a poco mis hermanos habían pasado a la primaria pública, la Amado Nervo. Yo seguí sus pasos a partir de tercer grado, pues la economía familiar ya no era suficiente para el pago de colegiaturas.

Pocos recuerdos me acompañan de mis primeros ocho años de vida. Con el paso del tiempo he ido confeccionando esa parte de mi historia personal a través de las conversaciones con mis padres y mis hermanos mayores.

Guerrero Negro quizá alcanzaba ya los 1,500 habitantes. Era una población en que todo mundo se conocía, donde casi nunca ocurría nada. Aislada del resto del mundo, en un rincón del extenso desierto del Vizcaíno, la comunicación se lograba con relativa facilidad gracias a los vuelos del avión particular del capitán Francisco Morales, con destinos a Ensenada, principalmente. Y con las novedades que llegaban por medio de los fayuqueros.

¿Acontecimientos importantes de esos fines de los sesenta e inicios de los setenta? Mi hermana Michita quizá mencione los éxitos del grupo inglés Los Beatles; mi hermano Chichí, la llegada del hombre a la luna. Yo: la inauguración de la carretera transpeninsular en el monumento del paralelo 28. Una fiesta a la que, por cierto, no me quisieron llevar.

Poco antes, en el verano de ese 1973, tuvimos nuestra primera odisea familiar, al menos la primera que yo recuerdo: cuando viajamos en la camioneta de mi papá a pasar algunos días de vacaciones en Mulegé. Fueron tantos avatares, iniciados en los primeros momentos del trayecto, que le dieron suficiente material a mi padre, trovador popular, para que compusiera el corrido que tituló “Vacaciones en apuros”. Y a lo largo de los años motivaron muchísimas charlas, ya divertidas, cuando sacábamos a colación las descomposturas del carro; o el día en que se nos agotó el agua; o la vez aquella en que mi hermano Chichí fue perseguido por un avispero; o los tensos momentos en que descendíamos por la Cuesta del Infierno con los frenos completamente secos…

(Fragmento de una autobiografía en preparación).