La mujer y el paisaje, Acantilado, Barcelona, 2007
Descubrimiento inesperado de un oficio
Stefan Zweig
Porque —y éste fue el tercer atractivo de esta extraordinaria mañana— una cierta comezón en los nervios me hacía sentir que ya volvía a tener otro de esos días curiosos, como me ocurría la mayoría de las veces después de un viaje o de una noche en vela. En tales días, la curiosidad hace que mi yo se desdoble e incluso que se multiplique; entonces no tengo suficiente con mi propia vida tan limitada: algo me oprime, me empuja desde dentro como obligándome a dejar mi propia piel igual que la mariposa que se desliza fuera de su capullo. Cada poro se dilata, cada nervio se curva hasta convertirse en un fino, ardiente garfio de abordaje; mi oído se agudiza, mi vista se aclara, un fanático entusiasmo se apodera de mí procurándome una lucidez casi siniestra que extrema la sensibilidad de mis pupilas y mis tímpanos. Todo lo que toco con la vista me resulta misterioso. Puedo pasarme horas mirando cómo un trabajador en la calle levanta el asfalto con el taladro eléctrico y participo tan intensamente de su actividad con mi simple observación que, cada vez que sacude sus hombros, el movimiento se transmite sin querer a los míos. Puedo quedarme de pie indefinidamente ante cualquier ventana ajena y fantasear sobre el destino de los desconocidos que tal vez vivan o pudieran vivir allí, mirar durante horas a cualquier peatón y seguirlo atraído magnética y absurdamente por la curiosidad, yendo en pos de él con absoluta conciencia de que este proceder sería completamente incomprensible y disparatado para cualquiera que, a su vez, me observara por casualidad; y, sin embargo, esta fantasía y este placer del juego son para mí más embriagadores que cualquier obra de teatro estructurada de antemano o que la aventura de un libro. Puede ser que esta hipersensibilidad, que esta nerviosa lucidez guarde una relación completamente natural con el repentino cambio de lugar y no sea más que una consecuencia de la adaptación a la presión atmosférica y del cambio de velocidad de la sangre químicamente condicionado por él… Jamás he intentado explicarme esta misteriosa agitación; pero siempre que la siento, el resto de mi vida me parece que se hunde en un pálido crepúsculo y todos los demás días corrientes resultan serios y vacíos. Sólo en esos instantes me siento pleno y percibo la fantástica complejidad de la vida en su conjunto.
Entonces comenzó a interesarme o, más bien, y sobre todo al principio, comencé a irritarme, pero no con él, sino conmigo mismo, por no poder adivinar inmediatamente lo que aquel hombre se proponía, y eso a pesar de la curiosidad que me embargaba aquella mañana. Cuanto más inútilmente me esforzaba, más se excitaba mi curiosidad. ¡Rayos y centellas! ¿Qué es lo que buscas realmente, tío? ¿A qué, a quién esperas ahí? Un mendigo seguro que no eres; ésos no se ponen como tontos en lo peor del tumulto, donde nadie tiene tiempo para echar mano al bolsillo. Un trabajador tampoco, porque ellos no tienen tiempo de andar vagando por ahí tan tranquilos, cuando ya han dado las once de la mañana. Y estoy absolutamente seguro de que no esperas a una muchacha, querido mío, porque a un infeliz, a un palo de escoba como tú no se le acerca ni siquiera la más vieja y pesada. Así que ya está bien, ¿qué buscas ahí? ¿Eres acaso uno de esos oscuros guías de forasteros que, acercándose sigilosamente a su lado, se sacan de la manga fotografías obscenas y les prometen a los provincianos todos los encantos de Sodoma y Gomorra en una bacanal? No, eso tampoco, porque tú no te diriges a nadie, al contrario, te apartas de cualquiera tímidamente, más que acobardado, hundiendo la mirada. Así que, ¡por todos los diablos!, ¿qué eres, mosquita muerta? ¿Qué te traes entre manos aquí, en mi distrito? Fijé mi atención en él ahondando más y más para intentar llegar hasta el fondo. Al cabo de cinco minutos, averiguar lo que este pelele vestido de amarillo canario andaba buscando por el bulevar ya se había convertido en una pasión, en un juego excitante. Y, de repente, lo supe: era un detective.
Un detective, un policía vestido de paisano, lo reconocí por instinto de una forma totalmente casual, por un mínimo detalle, por aquella mirada de soslayo con la que inspeccionaba a cada uno de los que pasaban a su lado, aquella inconfundible mirada de investigador que los policías deben aprender desde el primer año de su formación […]. Nadie alrededor parecía observarlo mientras cumplía su cometido, y tampoco yo habría notado nada si este bendito día de abril no hubiera coincidido por fortuna con mi día de curiosidad y hubiera pasado tanto tiempo al acecho y con tanto tesón […].
[Pero] había algo en mi diagnóstico que no me cuadraba, algo que parecía no concordar. Volvía a sentirme inseguro. ¿Era verdaderamente un detective? Cuanto más observaba a fondo a este particular paseante, minuciosamente, al detalle, más se reforzaba la sospecha de que ostensible miseria era, en cierta medida, demasiado auténtica, demasiado verdadera, para no ser más que un engaño de la policía. Lo primero que suscitó mis dudas fue el cuello de la camisa. No, algo tan sucio no lo recoge nadie ni siquiera del montón de la basura para ponérselo con sus propios dedos alrededor del cuello; algo así sólo lo lleva alguien que verdaderamente vive en la indigencia más angustiosa. Y lo segundo que no encajaba eran los zapatos, si es que realmente puede llamarse zapatos a unos jirones de cuero semejantes, hechos una calamidad y cayéndose a trozos. […] Un calzado así tampoco se lo inventa ni lo compone uno para una mascarada. […] Pero, si no era policía, ¿qué era entonces? ¿A qué venían esas constantes idas y venidas, para regresar una y otra vez al mismo sitio, esas miradas de arriba abajo, rápidas, escrutadoras, inquisitivas, girando en círculos? Sentí una especie de ira por no poder penetrar con la mirada en el interior de aquel hombre; me habría gustado agarrarlo por el hombro y preguntarle: pero, tío, ¿tú que haces por aquí?, ¿qué te traes entre manos?
Pero, de repente, un ardor recorrió mis nervios y me estremecí con la íntima convicción de que ahora estaba en lo cierto…, de golpe lo vi todo claro, con toda seguridad, rotunda e irrefutablemente. No, no era ningún detective…, ¿cómo había podido ser tan tonto? Era, si se puede decir así, todo lo contrario a un policía: era un ratero, un ratero con todas las de la ley, genuino, profesional, soberbio, que andaba por aquí, en el bulevar, afanando billeteras, relojes y monederos entre otros botines. Me di cuenta de cuál era su oficio en cuanto noté que se metía justo donde el tumulto era más denso y entonces entendí también su aparente torpeza, sus tropiezos y encontronazos con otras personas.
No logré observar el oficio de este hombre de una manera fría y puramente objetiva más que al principio, en los primeros minutos; cualquier observación apasionada acaba por despertar un sentimiento irreprimible, un sentimiento que, a su vez, genera un vínculo con lo observado. Así fue como, poco a poco, sin que yo lo advirtiera o lo buscara, comencé a identificarme con ese ladrón y, en cierta medida, a meterme en su piel, en sus manos; de simple observador había pasado a sentirme su cómplice dentro de mi corazón. Este proceso de cambio empezó cuando, después de pasarme un cuarto de hora observando, descubrí para mi sorpresa que yo ya clasificaba a todos los viandantes en función de las oportunidades que brindaban para un posible robo, analizando si llevaban la chaqueta abotonada o abierta, si parecían despistados o atentos, intentando adivinar si llevarían la billetera repleta, en suma, si eran dignos del trabajo de mi nuevo amigo o no. Pronto tuve que reconocer ante mí mismo que ya hacía tiempo que no era neutral en esa campaña recién comenzada, pues en mi interior deseaba imperiosamente que al final lograra dar un golpe, sí, incluso tuve que reprimir casi a la fuerza el impulso de ayudarle en su trabajo, pues […] cuando mi amigo pasaba por alto una ocasión propicia, me habría gustado guiñarle un ojo y decirle: ¡Ése de allí sirve! Ése de allí, el gordo, el que lleva ese enorme ramo de flores en el brazo. En otro momento, cuando mi amigo había vuelto a zambullirse entre la gente e inesperadamente apareció doblando la esquina un policía, sentí que era mi deber alertarle.
¡Por amor de Dios! ¿No querrás llevarte la bolsa con la humilde compra de esta pobre y brava mujer graciosa y bonachona como nadie? De repente, algo se revolvió dentro de mí. Hasta entonces, había observado a ese ratero casi como un esparcimiento deportivo; había esperado, me había metido en su cuerpo, en su alma, sintiendo con él, incluso había deseado que se pudiera por fin manos a la obra en un despliegue de esfuerzo, valor y riesgo para salir victorioso de un pequeño golpe, pero ahora que por primera vez no sólo veía el intento de robo, sino también a la persona concreta que había de ser robada, a esa mujer feliz y distraída, conmovedoramente inocente, que seguro que había estado fregando suelos y limpiando escaleras durante horas por un par de sous, la ira se apoderó de mí. ¡Tío, apártate!, me habría gustado gritarle. ¡Búscate a alguien que no sea esta pobre mujer! Y empecé a abrirme paso a empujones, avanzando arrolladoramente, acercándome a la mujer para proteger su cesta de la compra, que estaba en peligro; pero mientras iba avanzando a empellones, el tipo se dio la vuelta y pasó por mi lado apretándose contra mí.
—Pardon, monsieur— dijo disculpándose al rozarme con una voz muy fina y humilde (era la primera vez que la oía) y, al momento, el abriguito amarillo se deslizó entre el gentío. Inmediatamente, no sé por qué, tuve la sensación de que ya había cometido el golpe. […] No quedaba duda alguna: aquel infame le había birlado a aquella mujer pobre como un perro el monedero que llevaba en la bolsa de la compra.
Preguntas
1. ¿Cuántos tipos hay de asombro? ¿Aparecen en el texto? ¿Dónde? Justifícalo.
2. ¿Hay algún punto en que el narrador tenga una experiencia de verdadero encuentro con la realidad (el oficio) que está observando?
3. Si te fijas, el relato es un buen ejemplo de cómo la observación permite descubrir las cosas en su realidad “real”… pero no cualquier tipo de observación conduce a este resultado. ¿Qué notas crees que se desprenden del modo de observar del narrador? O, si lo prefieres, ¿cómo se caracteriza el tipo de observación que lleva a cabo el narrador?