SER UNIVERSITARIO: LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD
Juan Jesús Álvarez Álvarez
El deseo de conocimiento es, desde tres puntos de vista diferentes, toda una auténtica necesidad humana (y lo es especialmente hoy, cuando apreciamos un cierto desprecio por la verdad ante el predominio del escepticismo).
Como afirma Gevaert, “obedece en primer lugar a la necesidad de vivir. A diferencia del animal, que encuentra innatos en sí mismo los conocimientos necesarios para realizar su existencia y afirmarla en el mundo, el hombre carece de instinto. El instinto sería, por otra parte, insuficiente frente a la enormidad de los problemas con los que hay que enfrentarse: problema del alimento, del vestido, de la casa, de la comunicación, del comercio, etc., son estas necesidades las que impulsan a la ciencia y a la técnica, a la instrucción escolar, a la investigación científica, etc. Para afirmarse y conservarse en el mundo es necesario conocer la naturaleza”.
Además, el conocimiento es igualmente necesario para que el hombre pueda vivir humanamente (con sentido). “La búsqueda de la verdad —añade este mismo autor— está también polarizada por la necesidad de encontrar el sentido a la existencia. Para vivir humanamente es necesario saber qué es el hombre y para qué vive. La promoción científico-técnica tiene que estar orientada hacia la realización del hombre. Por eso mismo, no está nunca orientada solamente al conocimiento del mundo material, sino que requiere una iluminación del significado de la propia existencia”.
Y, por último, es necesario para que el hombre pueda vivir como hombre (éticamente). “El deseo de conocer —dirá Gevaert— se refiere al juicio sobre las modalidades de realizar la existencia humana. Hay que juzgar las condiciones concretas en orden a la realización del hombre, de forma que sea posible obrar como hombre. Sólo a la luz de un conocimiento fundamental del hombre es también posible juzgar en qué sentido es preciso obrar y cómo hay que vivir humanamente en este mundo”.
El deseo y la búsqueda de la verdad —concluye— están por tanto animados de una triple «intención»: eros técnico-científico que permite vivir y afirmarse en el mundo, conocimiento antropológico-metafísico que ilumina el significado fundamental de la existencia, ciencia ética que ilumina el modo de obrar humanamente en este mundo. Estas tres «intenciones» pertenecen a la genuina presencia cognoscitiva del hombre en el mundo y están siempre en cierto modo copresentes, aun cuando son capaces de acentuaciones y de proporciones notablemente necesarias[1]
[1] J. Gevaert, El problema del hombre, Sígueme, Salamanca, 1987, pp. 153-155.