Effing pesaba poquísimo y empujar su silla de ruedas apenas suponía esfuerzo para mis brazos. En otros aspectos, sin embargo, nuestras excursiones me resultaban muy difíciles. No bien salíamos, Effing empezaba a dar bastonazos en el aire, preguntándome qué objeto estaba señalando. En cuanto se lo decía, insistía en que se lo describiera. Cubos de basura, escaparates, portales: quería que le hiciera una descripción precisa de estas cosas y si yo no conseguía encontrar las palabras con suficiente rapidez para satisfacerle, estallaba en un ataque de cólera.
—¡Maldita sea, muchacho –decía–, use los ojos que tiene en la cara! Yo no veo nada y usted se pone a decir estupideces como «un farol corriente» y «una tapa de alcantarilla absolutamente vulgar». No hay dos cosas iguales, idiota, cualquier cretino sabe eso. Quiero ver las cosas que estamos mirando, maldita sea, ¡quiero que usted me las haga ver!
Era humillante recibir semejante regañina en medio de la calle. Una o dos veces estuve tentado de marcharme y dejarle allí, pero la verdad era que a Effing no le faltaba razón. Yo no hacía bien mi tarea. Me di cuenta de que nunca había adquirido el hábito de mirar las cosas con atención, y ahora que me pedían que lo hiciera, los resultados eran muy deficientes. Hasta entonces, yo había tenido tendencia a generalizar, a ver las semejanzas más que las diferencias entre las cosas. Ahora me encontraba arrojado a un mundo de particularidades y el esfuerzo por evocarlas en palabras, por transmitir los datos sensoriales inmediatos, suponía un reto para el que no estaba bien preparado.
—Cállese y hable, muchacho –dijo–. Cuénteme cómo son las nubes. Descríbame cada nube que hay en el cielo hacia el oeste, una por una hasta donde alcance su vista.
Para poder hacer lo que Effing me pedía, tuve que aprender a separarme de él. [Pero] el esfuerzo de describir las cosas con exactitud era precisamente la clase de disciplina que podía enseñarme lo que más deseaba aprender: humildad, paciencia y rigor. En lugar de hacerlo simplemente para cumplir con una obligación, empecé a considerarlo como un ejercicio espiritual, un método para acostumbrarme a mirar el mundo como si lo descubriera por primera vez. Mis primeros intentos con Effing fueron terriblemente vagos, simples sombras que cruzaban fugazmente un fondo borroso. Yo había visto todo esto anteriormente, me decía, ¿cómo podía tener dificultad para describirlo? Un extintor de incendios, un taxi, un chorro de vapor que salía de la acera, eran cosas que me resultaban tremendamente conocidas, me parecía que me las sabía de memoria. Pero eso no tomaba en consideración la mutabilidad de las cosas, [el hecho de que] todo estaba en un flujo constante, y aunque dos ladrillos de una pared se pareciesen mucho, nunca se podía afirmar que fuesen idénticos. Más aún, el mismo ladrillo no era nunca realmente el mismo. Se iba desgastando, desmoronándose imperceptiblemente por los efectos de la atmósfera, el frío, el calor, las tormentas que lo atacaban, y si uno pudiera mirarlo a lo largo de los siglos, al final comprobaría que había desaparecido. Todo lo inanimado se desintegraba, todo lo viviente moría. Era lo que Effing me había advertido en nuestro primer encuentro: No des nada por sentado. Después, mis descripciones se volvieron excesivamente minuciosas, pues tratando desesperadamente de captar cada matiz de lo que veía, mezclaba los detalles en un disparatado revoltijo para no omitir nada. Amontonaba demasiadas palabras una sobre otras, de modo que en vez de revelar lo que teníamos delante, lo oscurecía. Lo importante era recordar que Effing era ciego. Mi misión no era agotarle con largos catálogos, sino ayudarle a ver las cosas por sí mismo.
Paul Auster, El Palacio de la Luna, Anagrama, Barcelona, 1996, pp. 130-132