Posmodernidad: sospecha y autenticidad
- Los posmodernos emprenden una crítica feroz contra el modelo de racionalidad moderno y, con ellos, emerge una mentalidad de sospecha frente al saber, los valores y el arte. De ahí que propongan una racionalidad débil, una moral sin deberes y un arte que impacta pero no ayuda a comprender el mundo. Tampoco la insistencia en la subjetividad del moderno convence al posmoderno, que denuncia el radical fracaso al que estamos destinados cuando buscamos construir una identidad que, en el fondo, viene marcada por las modas, la organización social, la industria… por lo cual, realmente es imposible conocer a alguien (textos 1 y 2).
- Sin embargo, la radicalidad de la crítica posmoderna saca a la luz algo fundamental, a saber, que los seres humanos necesitamos urgentemente descubrir el sentido de las cosas (texto 3). Podremos sospechar, por ejemplo, de que los gobiernos, empresarios y científicos "oculten" sus intereses, pero los estados, las empresas y los laboratorios ¡deben estar para algo! (texto 4). Aún y todo, la mentalidad de la sospecha tiene un aspecto positivo y luminoso, como recuerda Daniel Innerarity, y es que recela de lo previsibile y automático y reclama una mayor autenticidad (texto 5).
- ¿Cómo lograr esta autenticidad en la vida de cada uno? Charles Taylor (1991) nos da la pista en su The Malaise of Modernity (traducido en castellano como Ética de la autenticidad). Para empezar, nos recuerda que la autenticidad es un ideal moral muy de nuestros días, a veces llamado "autorrealización". ¿Cómo lograr esta autenticidad hoy? Primero, teniendo en cuenta el elemento formal, esto es, el modo o la forma en que me autorrealizo: yo mismo debo encontrar el propósito de mi vida, y este no puede darse por supuesto o venir impuesto (historia, educación, política, religión). Pero si la autenticidad sólo fuera esto caeríamos de nuevo en el más puro subjetivismo. Por eso, en segundo lugar, conviene recuperar el elemento material de la autenticidad. Es decir, que no da igual el contenido de aquello que elijo para realizarme. Para Taylor, ese elemento material debe ser una referencia a los horizontes de significación en los cuales nuestra acción cobra sentido (tradición) y a la autodefinición en el diálogo con otros que nos acompañan en la vida. Es decir, que para ser auténtico no sólo debo reconocer por mi mismo el ideal de mi vida, sino también buscar mi autorrealización en un contexto de significado objetivo e intersubjetivo (historia y relaciones personales) (texto 6). La autenticidad, por tanto, la logro cuando reconozco la objetividad de valores como el bien, la verdad y la belleza (elemento material) y, al mismo tiempo, cuando soy yo quien los reconoce como tales (elemento formal).
- ¿Puede el posmoderno, por sí solo, salir del callejón de la sospecha? ¿a qué fuentes de significación necesitaría abrirse?
Texto 1: Imposibilidad de conocer a alguien
I’m Not There es una película portentosa que en ningún momento aspira a solucionar el acertijo que plantea: descubrir quién es o era Bob Dylan. Más que proponer imágenes nuevas y desconocidas, pone en tela de juicio las imágenes que ya teníamos de antes, imágenes que nos habían proporcionado documentales como Don’t Look Now o westerns como Pat Garret y Billy el Niño, biografías y autobiografías, entrevistas contradictorias, discos de diferentes tendencias (que recorren el folk, el rock, el góspel y prácticamente todos los sonidos que ha ido produciendo la música desde los sesenta hasta la actualidad)… «Las imágenes no nos dan una idea exacta del mundo pero le dan forma», dijo Haynes al respecto. Algo parecido es lo que hace esta portentosa película con Bob Dylan, cuya apariencia va cambiando de forma constante como los tiempos, a veces siguiendo la letra de la canción «Idiot Wind», donde se dice: «No puedo creerme que después de todos estos años, no me conozcáis mejor».
Haynes hizo un formidable trabajo de investigación, sin llegar a reunirse con Dylan jamás. Le pareció que la representación de su persona era lo bastante elocuente. Además, no pretendía explicarle, tan sólo reflejarle. Su intención era componer un acertijo perfecto, que a la gente no le interesase descifrar, que llegase con recitarlo como si se tratase de un poema simbolista.
Hilario J. Rodríguez, “Dylan(s)”, en Imágenes de actualidad [2007]
Texto 2: La identidad para el posmoderno
La mal llamada «cultura» postmoderna, en lo que tiene de exaltación del cambio y la superficie, no se lleva bien con la identidad. Sin embargo, las actitudes contemporáneas frente a esta cuestión son todo menos homogéneas, ya que en nuestro mundo conviven todavía elementos culturales modernos y postmodernos, y la actitud moderna frente a la identidad es en principio muy distinta a la postmoderna.
Como ha apuntado el sociólogo Zygmunt Bauman el problema moderno de la identidad era y sigue siendo cómo construirla, y su metáfora es la del peregrino, que ha de hacer un largo viaje, al término del cual se encuentra a sí mismo. No es casual que la metáfora de la identidad moderna se sirva de una figura que por lo general asociamos a la Edad Media. Pues por mucho que lo propio de la modernidad sea la tensión al futuro, el núcleo de la identidad reside precisamente en enlazar ese futuro con el pasado.
Por contraste, el típico problema postmoderno de la identidad, se refiere sobre todo a cómo evitarla, cómo mantener siempre todas las opciones abiertas, sin comprometerse con ninguna en particular. Por eso, esta actitud no se puede reflejar bien con una única metáfora: es preciso utilizar varias, bien diversas de la figura del peregrino. Así, el propio Bauman se refiere al turista, que hace una visita superficial a un lugar típico, al paseante que se entretiene viendo escaparates, o el vagabundo que deambula sin rumbo fijo por el campo o la ciudad. Ninguno de ellos se plantean la vida como un viaje, en los términos que lo hace el peregrino; tienden más bien a ver la vida como una sucesión o acumulación de experiencias aisladas, sin hilo narrativo que les otorgue sentido. En realidad, el sólo pensamiento de una narración les produce cansancio. En lugar de la tensión al futuro o la memoria del pasado, se impone la fugacidad del instante presente. Es, en palabras de Lipovetsky, «el imperio de lo efímero». En suma: si la actitud moderna es una actitud esforzada, la posmoderna es más bien lúdica. Si el moderno se preocupa de ser él mismo, el posmoderno prefiere aprovecharse de las oportunidades que le ofrece la sociedad de consumo y renunciar por entero a la construcción de su subjetividad, viviendo en el instante y entregándose a la moda.
Esta renuncia consciente a la definición de sí mismo se entiende a la luz de otro aspecto que también caracteriza el discurso contemporáneo sobre la identidad, y que no es otro que su fragmentación.
En efecto: seguramente ustedes habrán advertido que por lo general la referencia a la identidad no aparece sola, sino adjetivada. Por ejemplo, se habla de identidad nacional, identidad cultural, identidad religiosa, identidad de género, etc. En el supuesto de que el sujeto de todas y cada una de esas identidades sea uno y el mismo individuo, podría parecer que tiene por delante una titánica tarea: nada más y nada menos que desarrollar y armonizar todas esas identidades en su propia vida. No es extraño que semejante perspectiva produzca cansancio, y que algunos se vean atraídos por la postmodernidad lúdica.
Ana Marta González, Ficción e identidad: ensayos de cultura posmoderna [2009]
Texto 3: La imperiosa necesidad de sentido
Necesitamos conocer los hechos en su origen, estructura y despliegue, pero a la vez necesitamos sentido, orientación, para entender nuestro destino y realizar nuestra libertad. A estas preguntas la ciencia no responde. La tentación de una época que absolutiza la ciencia es sucumbir, en la vida personal, a la magia, la gnosis y una mística que aborrece la razón y nos encierra en el universo del instinto, del solo placer o de la locura.
Nos referimos aquí a esa cultura de prefiere las frases hechas, el saber en píldoras, la información a mano lo más fácilmente asimilable y soportable. De ahí se pasa a las frases publicitarias, con afirmaciones tan brillantes como falaces, a los refranes, cuya verdad es expresión de sabiduría en unos casos, de pura locura y falsedad en otros, porque parten de la estricta particularidad que universalizan y por ello falsean. La cultura de la frase hecha, del deslumbramiento por la palabra directa o por la idea fácil tiene que ir más allá de esos inicios hacia la totalidad, hacia el análisis primero de los múltiples elementos que siempre están en juego, para llegar finalmente a la difícil síntesis que nos es posible a los seres finitos y mortales. Habrá una tensión permanente entre el conocimiento particular y el horizonte universal, entre la síntesis encerrada en una palabra o fórmula y el sistema total. Por eso es necesaria la colaboración entre el fragmento y el todo. Porque sólo quien ha visto o adivinado el todo puede identificar y admirar el fragmento.
Del resentimiento y desencanto actuales, de la trivialización e inmediatez, hay que salir, volviendo la mirada al alma, la individual y colectiva, a los grandes problemas, relatos y autores. Ellos no nos resuelven momentáneas dudas pero nos acompañan en esas largas horas en las que la luz, la verdad y la esperanza se van sedimentando en nosotros.
A una cultura del agotamiento y del cierre en sus límites sólo se la salva abriéndola a los grandes horizontes, remejiéndole las entrañas con las dudas y certezas inalienables.
Olegario González de Cardedal, “Postmodernidad como alternativa”, ABC, 5 noviembre 2011
Texto 4: ¿Qué hay detrás de todo?
Si alguien pierde su intimidad, ¿qué le queda? Más aún, si alguien pierde su secreto ¿quedará ya algo interesante que buscar en él? Esta ha sido la formidable bomba atómica, bomba de neutrones o implosión absoluta que ha significado el magma de Wikileaks. Si la política, la diplomacia, los servicios de inteligencia, los militares y los policías quedan despojados de secretos, ¿qué razón queda para que esas instituciones, ahora desarrapadas, sigan en vigor? El mundo entero camina, a través de sus meticulosos censos biológicos, la exploración de sus más remotos rincones de riquezas y el blanqueo general del valor (blanqueo de capitales, blanqueo del crimen, blanqueo del arte, blanqueo del sexo) hacia su total exposición y enseguida desaparición. La exagerada revelación vela la cinta, la foto, la identidad y, a continuación, deshace el sentido que, como es sabido, siempre se halla asentado en el catón oculto de las cosas, excluído de la mirada, de la razón y de cualquier explicación.
Vicente Verdú, “La dureza del silencio”, El País, 18 diciembre 2010
Texto 5: Sospecha y espionaje
La excepcionalidad es más reveladora que la normalidad. Cuando alguien repite insistentemente lo mismo, no da la impresión de que está diciendo lo que piensa, sino más bien lo contrario, que está diciendo algo distinto de lo que piensa. Surge la sospecha de que no dice o, como suele ocurrir, de que no ha pensado lo que dice. El autómata piensa por cuenta ajena. No nos resulta un personaje creíble quien actúa de manera mecánica, automática, sin desviarse de lo establecido, sin discrepancia, sin esa irregularidad que nos constituye como seres humanos. Tener personalidad equivale a ser algo más que un caso singular de una ley general. La misma impresión de falsedad suscita una institución que sólo dice lo que de ella se espera o el colectivo que subraya aquel aspecto que forma parte de su previsible identidad; así se explica que sociedades e instituciones hayan sucumbido repentinamente corroídas por su mentira interna. Lo propio, lo típico, lo esperable, es insincero. Es el efecto que produce todo lo que se ajusta exactamente a las convenciones vigentes o a las expectativas de los demás. Hablar como un personaje típico de la derecha, ser inequívocamente progresista, exhibirse como un producto típico del país, criticar por principio como cabe esperar siempre de la oposición o defender igualmente por principio a la autoridad… La sinceridad no es lo contrario a la mentira, sino al automatismo y la rutina […].
La sospecha nunca se puede desactivar completamente, ya que ocultar es algo constitutivo de toda superficie. Todo lo que se muestra se hace sospechoso, vendría a ser el postulado de una ontología de la sociedad invisible. La realidad no es lo que parece, contra los nostálgicos del live, de la inmediatez, pero tampoco lo meramente oculto que bastaría con sacar a la luz, según han pretendido siempre los críticos y los terapeutas. La nostalgia de una realidad más real que la escenificada por la política y retransmitida por los medios de comunicación explica el interés de los programas en directo. En el mundo de la simulación lo real se convierte en algo obsesivo. Nuestra cultura está fascinada por la distinción autenticidad/simulación. Y el resultado epistemológico de todo lo anterior podría formularse así: para comprender la realidad social hay que aceptar que los datos y los hechos no valen para casi nada; los conflictos sociales son guerras hermenéuticas, disputas de interpretación. Atenerse sin más a los hechos, sin interpretación, sin sospecha, sin filosofía, es fuente de una frustración similar a la que se produce, siguiendo un símil televisivo, cuando el programa que deseamos ver está codificado y no somos abonados de ese canal.
Invirtiendo el célebre aforismo, cabe sentenciar hoy que cuando un dedo señala al cielo el imbécil mira al cielo. La reflexión actualmente exige atender a los signos, resistir los encantos de la inmediatez, atreverse a interpretar. Las cosas no son exactamente como se nos muestran, no se agotan en sus signos ni se transparentan completamente en sus manifestaciones.
Daniel Innerarity, “La filosofía como forma de espionaje”, en La sociedad invisible [2004]
Texto 6: Horizontes ineludibles
El agente que busca significación a la vida, tratando de definirla, dándole un sentido, ha de existir en un horizonte de cuestiones importantes. Es esto lo que resulta contraproducente en las formas de la cultura contemporánea que se concentran en la autorrealización por oposición a las exigencias de la sociedad, o de la naturaleza, que se cierran a la historia y a los lazos de la solidaridad. Estas formas «narcisistas» y egocéntricas son desde luego superficiales y trivializadas; son «angostas y chatas», como dice Bloom. Pero esto no sucede así porque pertenezcan a la cultura de la autenticidad. Ocurre, por el contrario, porque huyen de sus estipulaciones. Cerrarse a las exigencias que proceden de más allá del yo supone suprimir precisamente las condiciones de significación y, por tanto, cortejar a la trivialización. En la medida en que la gente busca en esto un ideal, este autoaprisionarse es autoanulador; destruye las condiciones en las que puede realizarse.
Dicho de otro modo, sólo puedo definir mi identidad contra el trasfondo de aquellas cosas que tienen importancia. Pero poner entre paréntesis a la historia, la naturaleza, la sociedad, las exigencias de la solidaridad, todo salvo lo que encuentro en mí, significaría eliminar a todos los candidatos que pugnan por lo que tiene importancia. Sólo si existo en un mundo en el que la historia, o las exigencias de la naturaleza, o las necesidades de mi prójimo humano, o los deberes del ciudadano, o la llamada de Dios, o alguna otra cosa de este tenor tiene una importancia que es crucial, puedo yo definir una identidad para mí mismo que no sea trivial. La autenticidad no es enemiga de las exigencias que emanan de más allá del yo; presupone esas exigencias.
Charles Taylor, Ética de la autenticidad [1991]