Fenómeno nº 1: la charlatanería
La proliferación contemporánea de la charlatanería tiene también raíces más profundas en las diversas formas de escepticismo que niegan que podamos tener acceso seguro alguno a una realidad objetiva y que rechazan, por consiguiente, la posibilidad de saber cómo son realmente las cosas. Esas doctrinas «antirrealistas» socavan la confianza en el valor de los esfuerzos desinteresados por determinar qué es verdad y qué es falso, e incluso en la inteligibilidad de la noción de investigación objetiva. Una respuesta a esta pérdida de confianza ha consistido en renunciar a la disciplina exigida por la dedicación al ideal de la corrección para refugiarse en un tipo de disciplina muy diferente, impuesta por la persecución de un ideal alternativo de sinceridad. En lugar de tratar primordialmente de lograr representaciones precisas de un mundo común a todos, el individuo se dedica a tratar de obtener representaciones sinceras de sí mismo. Convencido de que la realidad no posee naturaleza alguna inherente que uno pudiera confiar en determinar como la verdad fiel de las cosas, se consagra a ser fiel a su propia naturaleza individual. Es como si decidiera que no tiene sentido intentar ser fiel a los hechos, por lo que, en vez de eso, ha de intentar ser fiel a sí mismo.
Pero es absurdo imaginar que nosotros mismos estamos determinados y somos, por tanto, susceptibles de descripciones correctas y de descripciones incorrectas, a la vez que suponemos que la atribución de determinación a cualquier cosa se ha revelado un error. Como seres conscientes, existimos sólo en respuesta a otras cosas y no podemos conocernos en absoluto a nosotros mismos sin conocer aquéllas. Más aún, no hay nada en la teoría, y ciertamente nada en la experiencia, que sustente el extraordinario juicio de que lo más fácil de conocer es la verdad acerca de uno mismo. Los hechos que nos conciernen no son especialmente sólidos y resistentes a la disolución escéptica. Nuestras naturalezas son, en realidad, huidizas e insustanciales (notablemente menos estables y menos inherentes que la naturaleza de otras cosas). Y siendo ése el caso, la sinceridad misma es charlatanería.
Harry Frankfurt, On Bullshit (sobre la manipulación de la verdad), Paidós, Barcelona, 2006, pp. 77-80
Fenómeno nº 2: el afán de transparencia
Ningún otro lema domina hoy tanto el discurso público como la transparencia. Y en un rápido repaso mental puede el lector corroborar la verdad de esta afirmación: ya sea como libertad de información, como exigencia en la gestión política, en la administración de empresas, en la regulación de los mercados o en las directrices de responsabilidad social, pareciera que la transparencia es, de hecho, la clave de moda para el buen funcionamiento de todas estas iniciativas humanas. Pero es más que eso. Esta omnipresente exigencia de transparencia indica en realidad un cambio de paradigma: de la sociedad de la negatividad a la sociedad positiva, que es como se manifiesta primeramente la sociedad de la transparencia. No obstante, la exigencia de transparencia hoy se manifiesta de formas muy diversas: como exposición, como evidencia, como pornografía, como aceleración, como intimidad, como información, como revelación y como control.
¿A qué se debe la presión que tenemos hoy para ser transparentes? Hay dos causas —una más última que otra— que esclarecerían el fenómeno de la transparencia. Este tendría, en primer lugar, una causa histórica. El afán de transparencia nace en el siglo XVIII (el del teatro del mundo) como reacción ante la hipocresía y la apariencia: la expresión no ha de ser una pose, sino un reflejo del corazón transparente, que diría Rousseau, cuyo ideal era que el carácter fuera igual al comportamiento. El problema es que la ininterrumpida exhibición —hoy, interconectada por la red— ha desembocado en una especie de esclavitud obligatoria, de pérdida de libertad alegremente asumida y de mayor control por parte de todos sin un centro claro. Por eso, la sociedad de la transparencia se manifiesta, en su vertiente más peligrosa, como sociedad del control y la sociedad del control se consuma allí donde su sujeto se desnuda no por coacción externa, sino por la necesidad engendrada en sí mismo, es decir, allí donde el miedo de tener que renunciar a su esfera privada e íntima cede a la necesidad de exhibirse sin vergüenza.
¿Por qué surge, entonces, esta necesidad y exigencia de auto-exhibición? La causa última es antropológica: a menos confianza, se impone una mayor vigilancia y se exige más transparencia. La confianza sólo es posible en un estado medio entre saber y no saber. Confianza significa: a pesar del no saber en relación con el otro, construir una relación positiva con él. La confianza hace posibles acciones a pesar de la falta de saber. Por eso, donde domina la transparencia, no se da ningún espacio para la confianza… La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, que, a causa de la desaparición de la confianza, se apoya en el control. De hecho, la coacción de la transparencia no es, al final, un imperativo moral, como muchos pretenden y defienden, sino fundamentalmente económico, pues cuando se esfuma la confianza en el otro, la convivencia sólo es posible si sabemos en todo momento las intenciones de los demás, si sus actos son trazables y si su vida, en definitiva, está expuesta a la mirada vigilante de todos.
Adaptado de Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Herder, Barcelona, 2013, pp. 11, 81, 84-85, 89-92
Fenómeno nº 3: la convivencia humana
De todo esto resulta, pues, manifiesto que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar o es mal hombre o más que hombre, como aquel a quien Homero increpa:
«sin tribu, sin ley, sin hogar»,
porque el que es tal por naturaleza es además amante de la guerra, como una pieza aislada en los juegos.
La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier otro animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad.
La ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte; en efecto, destruido el todo, no habrá pie ni mano, a no ser equívocamente, como se puede llamar mano a una piedra: una mano muerta será algo semejante. Todas las cosas se definen por su función y sus facultades, y cuando éstas dejan de ser lo que eran no se debe decir que las cosas son las mismas, sino del mismo nombre. Es evidente, pues, que la ciudad es por naturaleza y anterior al individuo, porque si el individuo separado no se basta a sí mismo será semejante a las demás partes en relación con el todo, y el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios. Es natural en todos la tendencia a una comunidad tal, pero el primero que la estableció fue causa de los mayores bienes; porque así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, apartado de la ley y de la justicia es el peor de todos; la peor injusticia es la que tiene armas, y el hombre está naturalmente dotado de armas para servir a la prudencia y la virtud, pero puede usarlas para las cosas más opuestas. Por eso, sin virtud, es el más impío y salvaje de los animales, y el más lascivo y glotón. La justicia, en cambio, es cosa de la ciudad, ya que la Justicia es el orden de la comunidad civil, y consiste en el discernimiento de lo que es justo.
Aristóteles, Política [s. IV a.C.], 1253 a 3-38