Los Maravillosos

Años 50

Nota Nº 46

LOS PERSONAJES POPULARES

DON RICARDO IRIGOYTÍA

Hasta aquí hemos cubierto bajo el rotulo de populares, a personajes que llegaron a ser conocidos en la ciudad -pequeña todavía- ya que por su particular situación en cada caso, contaban con la simpatía de muchos vecinos. En unos, porque celebraban sus ocurrencias, como Recalde, Paco, Manyún. En otros, la atracción surgía con su enojo, como Gallareta, o lo admirable de sus actuaciones como el Dotor Martínez, o lo contagioso de su ficción, como Moneque.

Pero también merodeaba por nuestras calles, un linyera dotado de una admirable cultura, ávido lector, buen pintor, que conocía gran parte del mundo y podía dialogar en varios idiomas, principalmente el inglés. Hace unos treinta años publiqué una serie que ha servido de base a esta, sobre estos personajes populares. Pero la referida a quién hoy recordamos, fue por lejos la de mayor impacto y repercusión. Porque todos lo conocían por etapa trajinada entre la pobreza y la calle, pero casi nadie sabía de su vida anterior.

Lo presentamos con el siguiente relato, que no nos pertenece:

Don Ricardo Irigoytia

“El hombre con aspecto de pordiosero se acerca y les ofrece hacer un retrato a lápiz o al carbón. Los forasteros -que no entienden el castellano- rechazan con sequedad el trabajo ofrecido. Acto seguido, expresan en inglés la mala impresión que les ha causado la traza andrajosa de ese individuo.

El pintor alcanza a oír el comentario, y con todo respeto vuelve a dirigirse a los foráneos, esta vez en el más correcto inglés, para decirles antes de retirarse:

-Disculpen, no ha sido mi intención molestarlos...

Era don Ricardo Irigoitía”.

La anécdota, rescatada por Miguel Angel Chacón, nos pone en contacto con el más singular de nuestros personajes populares. Porque no es común que un hombre de la calle hable otros idiomas y pinte cuadros de calidad, más allá de los simples retratos callejeros. 

Y resulta más extraordinario aún, que poseyera una cultura tan vasta, que le permitía hablar con solvencia de historia antigua, filosofía, arte y otros temas. Tales eran las condiciones de don Ricardo, el que Gualeguaychú viera rodar por sus calles en la década que tratamos.

Su trajinada vida, de la que nuestra gente conoció sólo la última etapa, nos despertó el interés por encontrar una explicación a aquella sorprendente singularidad. Y la tuvimos gracias a nuestra amiga Renee Mildred Open, fallecida recientemente.

Oriundo de Costa Uruguay, Ricardo en su juventud se fue a vivir a Rosario donde entre otras cosas, aprendió el inglés. También despuntó allá su vocación por la pintura y se relacionó con prestigiosos artistas, como el célebre Raúl Domínguez, de quien hemos visto alguna buena pintura en Gualeguaychú.

De regreso al pago, el joven Irigoytía conoció a don George Elmer Oppen, inmigrante norteamericano que desde 1916 fue agente de Ford en nuestra ciudad. 

La buena impresión que Ricardo le causó y su dominio perfecto del inglés, hacieron que Oppen le firmara una recomendación dirigida a la central de Ford en Estados Unidos, para procurarle trabajo. Y allá marchó el inquieto muchachito, en busca de mejores destinos. Consiguió trabajo en Ford, pero fue breve esa etapa: al poco tiempo se empleó como marino mercante, actividad en la que pareció haber encontrado su real vocación. Embarcado, Irigoytía conoce el mundo. Y se enamora de una bonita portorriqueña, con quien se casa para radicarse en Nueva York.

Ganaba como marino buena plata. A punto tal, que adquiere una mansión neoyorquina de pintoresco estilo colonial centroamericano, con amplios balcones y vistosos ventanales.

Allí nacen sus dos hijas y cada vez que emprende un largo viaje por los mares, añora como todo marino, la vuelta al hogar.

Todo iba bien para Ricardo, hasta que un día, para decirlo con palabras de Leopoldo Lugones -Salmo Pluvial- “...el firmamento entero se derrumbó en un rayo, como un inmenso techo de hierro y de cristal”. 

Fue al llegar a su casa después de un largo viaje, lleno de ilusiones, con ansias de abrazar a su esposa y a sus hijitas tan queridas. Pero no fue así: se encontró con una sorpresa que lo decepcionó y derrumbó brutalmente. Inmediatamente decidió volverse solo a Argentina, destrozado, entregado totalmente al alcohol; deambuló por Buenos Aires y más tarde se enfermó, por lo cual fue internado largo tiempo.

Finalmente regresa a Gualeguaychú. Pero es otro: el joven lleno de vida, ambiciones y esperanzas, vuelve entregado, enfermo, abandonado. Esto nos recuerda lo que sosteníamos antes, sobre los personajes callejeros. Decíamos que, en algunos casos, un revés de la vida los derrumbó y los arrojó a la calle; Irigoytía es un ejemplo patético. 

La mayor parte de los gueleguaychuenses lo conocimos en ese momento de su vida, cuando se ganaba el pan pintando retratos al carbón o a lápiz. Pasaba tardes enteras en la Biblioteca Sarmiento en su mesa, leyendo páginas interesantes de "La ciudad antigua" de Foustel de Coulanges o las de Herodoto o Plutarco. Por entonces, nos hablaba a los estudiantes de esos autores y otros que admiraba. Tenía dos pasiones excluyentes: la Grecia Antigua y sus dos hijas, a las que nunca volvió a ver, pero recordaba con ternura.

Era un hombre correcto en todo sentido, por encima de su indigencia. Vivía con lo indispensable. Seguramente entre sus personajes admirados de la Grecia antigua, Diógenes debió ocupar un lugar de relevancia en sus preferencias. Recuerdo una conversación con él en la plaza, cuando promediábamos el secundario y nos hablaba de Lucrecio, Epicuro, Demócrito, con total soltura e inocultable admiración, que lograba contagiarnos.

Su otra pasión, como decíamos, era la Biblioteca Sarmiento. Cierta vez un borracho se metió en el salón. El personal, en su totalidad del sexo débil, no se animaba a echarlo. Irigoytía, que también había sido presa del alcohol y hombre de la calle, no tuvo duda sobre su obligación: él era “de la Biblioteca” y entonces se levantó para sacar el intruso a empujones.

Dormía a la intemperie en un pequeño baldío de Doello Jurado y Churruarín. Sus últimos años los pasó en un ranchito de Rivadavia y Misiones, que le facilitaba Luis María Franchini, "el Negro".

Allí, un día los vecinos lo encontraron muerto. No había quien pagara el entierro y Renée Oppen con un grupo de amigos, reunieron unos pesos.

Y la misma Renée, escribió este epitafio para Irigoitía: "Su vida fue oscuridad, más nunca hubo en él confusión, para recordar a sus hijas, la gloria de Grecia y su paleta de pintor. Su alma ya no está en soledad, porque el frío de la muerte lo llevó al calor de Dios. Y ahora tienen respuesta todas las preguntas que su cuerpo doliente nunca pudo hallar"

Por todo ello, es sin duda el más singular de nuestros personajes: un peregrino de la calle que hablaba inglés, pintaba hermosas marinas, era culto y conocía el mundo.

Era -siempre lo fue- un filósofo.

Post data: varios años después de aquella publicación, me llama un día Carlitos Spektor -por entonces Gerente del "Hotel Embajador"- para anunciarme que dos señoras norteamericanas querían hablar conmigo. Sorpresa: eran las dos hijas de Irigoytía, a las que casi no alcanzó a conocer. Me agradecieron el haberlo recordado, buscaban rescatar cuadros de él -que finalmente consiguieron- pero se fueron con una gran pena: no pudieron visitar su tumba, porque lo habían pasado al osario, cosa que les costó aceptar porque en su país no es usual.

Fue hace un cuarto de siglo, no supe más nada; ya se habrán encontrado…

Autor: Dr. Gustavo Rivas 

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