Los Maravillosos

Años 50

Nota Nº 11

En notas anteriores citamos las fábricas más importantes del periodo, que en su gran mayoría tenían como materia prima, productos del campo.  

Pero había otras industrias en la ciudad. 

Aún cuando no se les rotulaba como tales, existían talleres a escala industrial por su volumen y procesos empleados. 

Era el caso del gran taller metalúrgico de Luis Boggiano en el ángulo noreste de San Martín y Ayacucho. 

Allí se fabricaba todo tipo de piezas de repuesto para distintas maquinarias del campo: cosechadoras, bombas, molinos, cañerías etc. 

También se fabricaban persianas metálicas, algunas de las cuales se suelen encontrar todavía con la marca de esos talleres. Lo mismo ocurría con las grandes carpinterías: la ya citadas de Piaggio, y las de Carlos Fischer “el Gallo” (muy amigo de Luis Boggiano), Tossi, Lorenzin, Benavidez y otras.  

La madera, como anteriormente el cuero, se utilizaba mucho más que hoy en la construcción y en los hogares, Después vinieron el aluminio, la fibra de vidrio, los polímeros y otros materiales que le quitaron predominancia.  

Pero había además otras industrias. La más antigua fue la fábrica de galletitas “La Hobena”, cuyo gigantesco edificio aún está en pie sobre la calle Borques, por entonces Villaguay, entre Andrade y Bolívar y es propiedad de la firma Baggio. Fue fundada en el siglo anterior por el francés Augrass y continuó a cargo de su hijo hasta bien avanzado el pasado siglo. Sus galletitas llegaron a exportarse y obtener importantes premios. Tenía imprenta propia para el etiquetado de sus productos, de altísimo nivel de calidad. En la década que tratamos fabricaba también caramelos que se regalaban a muchos chicos del barrio. En los últimos tiempos siguió funcionando su imprenta, de tal nivel, que hacía la papelería del Frigorífico Gualeguaychú.  

En aquellos años, se fundó la fábrica de dulces “Minguito” de Domingo Suárez, que tenía como socios a mi padre, Andrés Rivas, Don Carlos Bernardino Barel y el Sr. Duhalde, dueño de una de las pesquerías. También había una fábrica de dulce de leche. Era del Sr. Viegas, en Andrade y Maipú ángulo sudoeste. Lo fabricaba a la vista en una gran bacha de cobre. Y los chicos del barrio éramos clientes de su producto, que nos lo vendía en generosos cucuruchos. ¡que cubanitos ni que ocho cuartos! En mi vida he vuelto a comer un dulce de leche más sabroso. 

Carruaje fúnebre de la época

Y ahora pasamos a otro tema: el de los servicios fúnebres. Si alguno piensa abandonar acá la lectura por suponer que el tema le será aburrido, le aconsejo que no lo haga. Y después me cuentan.

Todo era muy distinto; por empezar no había salas de velorios, que se hacían en la casa del muerto. Tampoco los vehículos fúnebres motorizados. 

Eran grandes carruajes de mucha altura, con una especie de cúpula muy vistosa y ornamentaciones de tipo barroco, todo en color negro. 

Con una salvedad: cuando se trataba del entierro de un angelito (niños), se usaban riendas blancas. Eran tirados por caballos, también negros, muy robustos, de pelo brilloso y bien acicalados. 

Ello dio lugar a algunos sobrenombres, algo muy propio de esta ciudad, que ha sido capital nacional de los apodos. A un compañero de la Enova, le habían puesto “caballo de pompa”, porque era negro, grandote, brilloso y pelotudo.

La cantidad de caballos, entre 2 y 6, estaba determinada por el rango social del muerto. Su conducción estaba a cargo de un mayoral, que vestía, también en negro, un lujoso atuendo que se componía de levita, camisa y guantes (lo único blanco) y un elegante sombrero tipo galera o bombín. En general, sus nombres no son recordados, pero hubo uno de aquellos mayorales tan paquetes, que pasó a la posteridad y está hasta en libros: era Juan Bautista Lapalma, conocido popularmente por su sobrenombre “Manyún”. Se lo recuerda como personaje de nuestras calles en su etapa posterior, de derrumbe y entrega a la bebida. Pero antes había sido un circunspecto conductor de carrozas fúnebres. Fui amigo de él y uno de los pocos autorizados a tratarlo de "Manyún" sin que se enojara. Y en sus últimos años lo visitaba en el Asilo de Ancianos, donde me franqueaba la entrada otro personaje de la época: “Paco”. 

Las empresas de pompa fúnebre más conocidas eran “La Nueva” y “Casa Boero”, después vino Cevey. La primera, propiedad de Don Abel Garbino estaba en Santiago Díaz entre Luis N. Palma y Rivadavia. Su teléfono era el más conocido de Gualeguaychú: 2222 y por ello, la empresa más expuesta a las bromas, una de las cuales consistía llamar y mandar un servicio a un vecino que no se había muerto, para matarse de risa. 

Otros lo hacían como castigo; en una oportunidad el Profesor Enrique Etchegoyen “el Pelado”, había aplazado en un examen a muchos alumnos. Estos lo castigaron mandándole un servicio. Los chicos que pasaban por la vereda de la pompa, lo hacían corriendo y agachados por miedo a que “les tomaran la medida”.  

En los velorios, cuando el muerto no era muy querido por los familiares, se les proveía de un servicio muy especial: las lloronas, que lloraban a moco tendido y gritos durante el velorio, tratando de contagiar a alguno. 

El Gerente de “La Nueva” era un personaje predominante de la noche de Gualeguaychú: “Cacho" Alarcón, quien solía autorizar a algunos amigos, a dormir en la pompa adentro de algún cajón, como por ejemplo, al mismo "Manyún". A veces el cliente era el “Conguito” Rodríguez, que con ello evitaba aterrizar en la casa de la madre muy “indispuesto”. Una noche, cayeron dos señores a contratar un servicio para lo cual debían elegir cajón. Frente a uno de ellos, para constatar la calidad de la madera, le dieron uno golpecitos. Y Conguito les contestó desde adentro, con otros golpecitos. Casi hubo otro muerto en la familia.

Para terminar, va a continuación un fragmento extraído del libro “Vivir en Gualeguaychú” capítulo sobre el legendario “Copetín al Paso”, escenario de las más memorables bromas de aquella época:

Serenata Macabra

Serenata Macabra: En una de las célebres veladas, bien avanzada la madrugada y el nivel etílico, mientras un célebre cantor de tangos de Buenos Aires continuaba derramando canciones, lo interrumpió "Cacho" Alarcón de la siguiente manera: 

- Dígame Maestro... si yo le pidiera un favor muy grande... que le dedicara una canción a mi novia... 

- Hombre... ¿qué problema hay? Indíqueme cuál de estas damas es su novia.

-¿Sabe cuál es el problema? Es que mi novia no está aquí; vive en un barrio alejado... 

- Bueno, no hay inconveniente, siempre que Ud. tenga algún medio de movilidad. 

- ¡Cómo no! Espéreme un momentito, que voy a buscar "el coche"... 

Habían pasado unos treinta minutos, cuando se apareció "Cacho" en la puerta del Copetín conduciendo un ¡coche fúnebre! de la pompa "La Nueva", donde trabajaba. Con la mayor naturalidad y sin bajarse, le hizo un ademán al cantor invitándolo a subir, ante la sonrisa cómplice de la barra. Pero el invitado, que también era hombre "de avería", sin inmutarse le preguntó muy suelto de cuerpo. 

- ¿Adelante o atrás? 

Subieron ambos en el pescante como verdaderos mayorales, empuñando las riendas de los cuatro orondos percherones, mientras el resto del grupo se acomodaba atrás; todos colgados como auténticas coronas, entonando cantos preparatorios de la serenata. 

Entrar en el Barrio Franco de noche, era una osada aventura en aquellos tiempos y hacia allá marcharon, dieron su serenata y regresaron con toda normalidad. Seguramente jugó de su parte el factor sorpresa: jamás en esos parajes había entrado un carromato tan lujoso y menos aún ¡a esas horas!. 

Aquel cantor, se hizo desde entonces un fanático visitante del Copetín, al que solía traer amigos capitalinos, para que lo conocieran.

Autor: Dr. Gustavo Rivas 

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