El mal rompe la unidad que debe haber dentro de cada persona.
Una cosa es conocer lo que está bien y otra es hacerlo. La incoherencia humana, la hipocresía, la falta de fuerzas... nos lleva a no ser capaces de hacer el bien que queremos, y hacer el mal que no queremos.
Alcanzar esta unidad conlleva siempre un esfuerzo, un compromiso de toda la persona.
La tendencia a hacer el mal supera a menudo las propias fuerzas.
Dentro de toda persona existe esta tendencia al mal, igual que existe una vocación a hacer el bien.
No es verdad las divisiones maniqueas que dividen de forma simplista a las personas en buenos y malos. Acomodándonos en el grupo de los buenos y proyectando en los demás todos los males.
La raíz del mal está en cada una de las personas. Solos experimentamos que no podemos, que el mal muchas veces es inevitable.
Los creyentes experimentamos que necesitamos ayuda frente al mal. Pero también experimentamos que no estamos solos, podemos apoyarnos en Dios.
Sentirse amado y acompañado anima y da fuerzas para elegir el bien. Aceptar el perdón de Dios permite que el mal no tenga la última palabra.