No sé qué es más admirable: si el logro de Clint Eastwood al dirigir una película de esta calidad a sus 94 años o la calidad del filme en sí mismo, que se sostiene como una obra relevante dentro del género de cine judicial. Eastwood demuestra no solo la vigencia de sus talentos artísticos y profesionales, sino también su capacidad para explorar temáticas complejas mediante un depurado estilo clásico y gran economía de medios.
Como en el caso de “La Mula”, su filme de 2018, estamos ante una obra aparentemente menor pero que “se crece” por la profundidad de su crítica al sistema de justicia estadounidense. Ciertamente, no pretende destruir el sistema, sino exponer sus fallas desde sus propios términos, mostrando cómo se pueden generar graves errores judiciales, incluso cuando se evidencian procesos de autocorrección de determinados operadores de justicia.
La película es predecible en cierta medida ya que desde el inicio del juicio se puede intuir el desenlace. Para mitigar esa sensación el director concluye el filme con un final abierto; aunque es posible suponer con alguna certeza cómo terminará todo. Sin embargo, esta previsibilidad no se siente como un defecto, sino como una decisión narrativa que permite centrar la atención en el desarrollo de los personajes y el dilema moral.
En este aspecto, hay películas más radicales, que presentan el desenlace desde el mismo comienzo del filme (así como también novelas) y el desafío consiste justamente en lograr que el espectador (o el lector) se quede hasta el final y disfrute del camino y no tanto de la llegada. Son obras –como “Jurado N° 2”– en las que lo principal, lo asombroso, no es cómo acaba la historia sino cómo funciona el sistema de justicia para que el proceso llegue a un resultado injusto.
La estructura narrativa está apoyada en un guion impecable, que remite a fuentes del cine clásico. La figura del falso culpable y el traslado de culpa recuerdan a obras maestras de Alfred Hitchcock, mientras que las deliberaciones del jurado evocan a “12 hombres en pugna” de Sidney Lumet, aunque su asunto es distinto.
De otro lado, la acción se divide en dos partes: el proceso judicial y las deliberaciones del jurado. Ambas están intercaladas con vueltas al pasado (flashbacks) que van contando lo que realmente ocurrió. Si bien este es un esquema convencional de los filmes judiciales, los insertos del pasado están dosificados con maestría y se logra crear un clima de sospecha y ambigüedad en torno a uno de los miembros del jurado: Justin Kemp (Nicholas Hoult).
Esto permite que se incremente gradualmente la tensión dramática en torno al dilema moral que va creciendo en Kemp, el protagonista, la que además es reforzada por el encierro físico del jurado. Este es el momento en que la película empieza a superar los límites convencionales del filme judicial y adquiere una relevancia mayor. Ya que tal dilema surge en el citado personaje al enfrentarse a la posibilidad de condenar a un hombre por un crimen que no cometió.
Aquí sobresale también la actuación de Hoult como el eje sobre el que gira una fuerte presión, tanto interna como externa en relación con el dilema en cuestión. Su caracterización empieza como la de un personaje sano y honesto, próximo a ser padre luego de varios esfuerzos con su esposa Ally (Zoey Deutch) por lograr el embarazo. Conforme avanza el proceso vamos conociendo el pasado relativamente reciente de Kemp y, por contraste, el auto control del actor para traducir el contraste entre ese pasado emocionalmente complicado y un presente prometedor. De esta forma se ponen de manifiesto las tensiones entre los mandatos institucionales y la complejidad del comportamiento humano, entre lo aparente y lo real, entre lo procedimental y lo justo.
El filme destaca por su análisis detallado de los incentivos y fallas del sistema judicial. Los jurados, por ejemplo, están motivados por razones personales para resolver el caso rápidamente, desde problemas familiares, percepciones subjetivas y prejuicios hasta la simple apatía; sin embargo, estos razonamientos –aunque equivocados–, no dejan de tener sentido para sus miembros y se basan en alguna medida en razones entendibles. Lo mismo ocurre con quienes, finalmente, terminan por dudar de la culpabilidad del acusado; es decir, sus argumentos o propuestas (provenientes de experiencia anteriores) también resultan comprensibles. La fiscal Faith Killebrew (Toni Collette), a su vez, busca un veredicto expedito debido a sus aspiraciones políticas.
La verdad comenzó a emerger solo cuando Harold (Jonathan Kimble Simmons), detective retirado y uno de los jurados, rompió las reglas para investigar por su cuenta. Este acto llevó a su exclusión, pero también a que la fiscal reconsiderara el caso y descubriera apresuramiento, descuidos y manipulación en la investigación policial inicial; y, sobre todo, que no se siguieran pistas alternativas, evidenciando una falta de rigor muy parecida a la vía rápida con la que una mayoría del jurado quiso aprobar inicialmente un fallo condenatorio.
Pero lo fascinante es que, desde el propio crimen –que resultó accidental– hasta los errores en la investigación y el juicio, todo estuvo marcado por apariencias (situaciones superadas, acciones no probadas) y por factores casuales difíciles de justificar como atenuantes en un sistema que –para este caso– dictaminaba sentencias de por vida o por décadas.
Otro dato destacable es que tanto el falso culpable, como el verdadero, habían superado o empezado a superar los hechos que los hacían parecer culpables de la muerte en cuestión. Uno, por una catástrofe familiar que lo empujó a una vida desarraigada, pero que superó tanto profesional como emocionalmente. El otro, sacudido por las circunstancias, a partir del juicio había iniciado un proceso de rehabilitación respecto a un pasado de delitos menores.
En otras palabras, el fin último del sistema es el castigo (condena) pero también la rehabilitación del culpable y su reintegración a la sociedad. Pero ese objetivo (la rehabilitación) se cumplió en gran medida al margen de la actuado en el juicio e incluso en contra, ya que su resultado conducía a un veredicto erróneo e injusto.
El valor de esta película radica en su capacidad para criticar la rigidez de las normas y procedimientos judiciales, así como el descuido y la falta de rigor en las investigaciones policiales. Además, señala los incentivos que llevan a jurados y fiscales a preferir la rutina sobre la búsqueda de la verdad; es decir, a privilegiar el procedimiento sobre el objetivo.
Eastwood pone en evidencia cómo los mandatos institucionales, generalistas, se contraponen muchas veces a la realidad de lo puramente humano, incluyendo motivaciones de diversa índole, en los que inocencia y culpabilidad se relativizan (a veces por el puro azar) o atenúan en un grado ignorado o no debidamente valorado por el sistema judicial.
“Jurado N° 2” muestra cómo las instituciones, diseñadas para ser imparciales, pueden fallar debido a factores humanos y estructurales. Más allá del ámbito judicial, este tema puede aplicarse a cualquier sistema institucional (una religión, una ideología, una cultura corporativa, un sistema específico de hábitos o costumbres sociales, etc.) que ignore el contexto pasado y actual del individuo ubicado en situaciones fortuitas con consecuencias graves. Notable filme de un cineasta vivo y legendario.
JURADO N° 2
EEUU, 2024, 114 min.
Dirección: Clint Eastwood
Interpretación: Nicholas Hoult (Justin Kemp, Jurado N° 2), Toni Collette (Faith Killebrew, fiscal), J. K. Simmons (Harold, miembro del jurado), Zoey Deutch (Ally, esposa de Kemp), Kiefer Sutherland (Larry, abogado amigo de Kemp), Gabriel Basso (James Sythe, acusado), Chris Messina (Eric Resnick, abogado de oficio), Francesca Eastwood (Kendall Carter, novia del acusado). Guion: Jonathan Abrams.