4. No os hagáis notar por vuestro porte ni pretendáis agradar con los vestidos, sino con la conducta; cuando salgáis, id juntos; cuando lleguéis adonde vais, permaneced también juntos. En el andar, en el reposo, en el porte exterior y en todos vuestros movimientos, nada hagáis que ofenda a los demás, sino aquello que es acorde con vuestra santidad.
Aunque veáis alguna mujer, no fijéis los ojos en ninguna. No se os prohíbe ver mujeres cuando salgáis, pero es pecaminoso desearlas o ansiar ser deseados por ellas. No solo con el afecto secreto, sino con el deseo y también con la mirada, se anhela ser deseado y se desea la concupiscencia de las mujeres. No digáis que mantenéis vuestras almas castas, cuando tenéis ojos impuros; porque el ojo impuro delata un corazón impuro. Y como, de un modo recíproco entre sí, aun sin palabras, con la mutua contemplación, los corazones delatan lo impúdico y, en conformidad con la concupiscencia de la carne, se suscita la pasión de uno hacia otro, aun intactos los cuerpos de la profanación impura, desaparece la castidad misma de los comportamientos. Pero tampoco debe creer quien fija la mirada en una mujer y la busca de una manera resuelta para sí mismo, que no es observado por otros cuando esto hace. Es descubierto, generalmente y, además, por quienes no le parecía que lo observaran.
Pero, aunque permaneciera oculto e inadvertido por persona alguna, ¿qué hará ante Aquel que le observa desde lo alto, al que nada se le puede ocultar? ¿Acaso piensa que no lo ve, porque lo contempla con tanta paciencia como sabiduría? Tema el hombre santo desagradarlo y no pretenda agradar maliciosamente a una mujer. Piense que Él todo lo ve, para no pretender fijar la mirada indebidamente en una mujer. A causa de esto, se recomienda el temor de Dios, allí donde está escrito: Abominación es para el Señor el que fija los ojos (Prov 27,20).
Entonces, cuando estéis juntos en la iglesia y en cualquier otro lugar donde haya mujeres, cuidad mutuamente vuestra honestidad. Pues Dios, que habita en vosotros, os guardará de igual modo, valiéndose de vosotros mismos.
Si advertís en alguno este descaro del que hablo en el modo de mirar, amonestadlo de inmediato, para que no progrese lo comenzado, sino que se corrija con prontitud. Si de nuevo lo vierais hacer lo mismo, tras el aviso o en cualquier otro día, cualquiera que tenga la oportunidad de descubrir esto debe darlo a conocer, como a un herido que necesita curación. Pero primero hay que comunicarlo a otro, o a un tercero, para que pueda ser acusado de palabra por dos o tres, y ser corregido con el correspondiente rigor.
No os juzguéis con mala voluntad hacia otro, cuando esto denunciáis. Antes bien, no seríais inocentes si, teniendo posibilidad de corregir a vuestros hermanos señalándolos, al callar permitís que perezcan. Pues, si un hermano tuyo tiene una herida en su cuerpo, que quiere ocultar porque teme operarse, ¿acaso no sería cruel por tu parte silenciarlo, y misericordioso el indicarlo? ¡Con cuánta mayor razón se ha de manifestar para que no se corrompa más en su corazón!
Pero, antes de señalarlo a otros, por quienes pueda ser rebatido si lo negara, debe exponerse al superior, si una vez advertido desdeñara corregirse; no sea que pueda enmendarlo más en secreto, sin que lo sepan los demás. Pero si lo negara, ante quien lo negare, deben citarse otros para que, en presencia de todos, pueda ser acusado no solo por un testigo sino por dos o tres. Una vez demostrada su culpabilidad, debe someterse a un castigo saludable de acuerdo con el juicio del superior o el presbítero que tenga la autoridad adecuada. Si rehúsa recibir el castigo sea despedido de vuestra comunidad, aunque él no se marche por su propia voluntad. De este modo, no se obra por crueldad, sino con misericordia, para que muchos otros no se pierdan por su mal ejemplo.
Lo que he dicho de no fijar la mirada, obsérvese también fiel y diligentemente en los demás pecados, que han de ser reconocidos, impedidos, denunciados, acusados y sentenciados, con amor a las personas, pero con odio a los vicios. También, cualquiera que hubiera progresado tanto en el mal, hasta el punto de recibir secretamente de otro, cartas o algún regalo, si confesara esto por propia voluntad, sea perdonado y ruéguese por él. Pero si es sorprendido y convicto, en conformidad con la resolución del superior o del presbítero, sea castigado con mayor rigor.